Queridísimi codeudori: espero que hoy, 29 de octubre, estéis disfrutando de un delicioso platazo de ñoquis con vuestra salsa predilecta (para mí: fileto y pesto, sin queso de rallar). Espero que debajo de tan dichoso manjar habite un billete del color que más os plazca, como peculiar plegaria (raro, esto de rezarles a los ñoquis) de abundancia y satisfacción.

Dicen que la tradición viene de Italia, del siglo III, cuando unos pescadores convidaron a san Pantaleón (a la sazón, hambriento) con unos ñoquis, y este les agradeció como solo un santo puede hacerlo: con el milagro de la recuperación económica. Por las dudas, no prueben darles ñoquis a los del FMI ni a los formadores de precios, recuerden que, se supone, san Pantaleón “era de los buenos”. De todos modos, tiendo a ser un tanto agnóstico al respecto, porque tengo entendido que las pastas llegaron a Italia tiempo después.

Pero no lo discutiré aquí. Sí quiero detenerme un poquito en los ñoquis de mi infancia, los de mi abuela materna, Dina, que, sin tener una gota de Italia en sus cromosomas, cocinaba unos ñoquis de papa maravillosos con los que todos los domingos alimentaba a la familia, unas doce personas (pero si hubieran sido unas doce más, se habrían ido igualmente satisfechas).

Yo tenía una tarea, una misión nada imposible: era la de “marcar” los ñoquis con el tenedor para que adquirieran forma de “puñitos” (eso quiere decir gnocchi en italiano), puñitos de los buenos, de los que no le pegan a nadie.

Sin duda, mi abuela, y sus ñoquis, eran “de los buenos”. Y cuando yo era chico, en las historias ganaban los buenos. Siempre había un héroe (Rintintín, el Zorro, el Llanero Solitario, Pi-pío) que vencía a los malos. A veces eran dos, como Batman y Robin. Incluso en las figuritas: recuerdo las “Marte Ataca” y sus 53 tarjetones, cuando “el planeta rojo” (vaya vaya) nos atacaba y, al final, los terrícolas (esos éramos nosotros) los mandábamos de vuelta a su casa, a que explotasen felices (y nadie dijo que fueran figuritas xenófobas). También en las películas ganaban los buenos.

A medida que fue pasando el tiempo, todo cambió. Seguían ganando los mismos de siempre, pero, extraña voltereta de la realidad mundial, los buenos ya no me parecían tan buenos. O, en todo caso, los que eran buenos “allá” (donde se hacía la peli) eran malos acá. El Tío Rico nos pagaba poco y se llevaba todo, el sargento O’Hara podía ayudar a reprimir a la izquierda latinoamericana. Y "allá", los malos ya no eran los nazis ni los japoneses de la década del '40.

Y entonces los malos empezaron a ganar… nos. Aumentaban los precios, bajaban los salarios, reprimían las protestas; si tenían valores, los vendían; traicionaban a sus representados, manipulaban la Justicia y los medios, tomaban gobiernos, mataban o encarcelaban a quien no estuviera de acuerdo. Y siempre haciéndose pasar por los buenos.

Lo que me cuesta entender, lo que no puedo entender, es por qué les creímos, y por qué hay tanta gente que les sigue creyendo.

Dicen que fue Charles Baudelaire quien dijo que el mejor truco del Diablo es hacernos creer que no existe. Personalmente, no creo que exista, ni estoy seguro de que haya sido Baudelaire quien afirmó esto, pero me animo a parafrasearlo: "El mejor truco de los malos es hacernos creer que son buenos"... y ahí nos ganaron.

Y otro problema es que los buenos y los malos solemos estar mezclados: en un grupo que parece bueno, puede haber algunos malos; y entre los grupos de malos, hay algunos peores.

En este mismo diario, hace más de 30 años, le escuché decir a un gran poeta argentino de reconocimiento internacional y militante en la izquierda peronista de los '70: “La tragedia que tuvimos ahí fue que los de mejor puntería les ganaron la interna a los de mejores ideas”. Y decíamos los humoristas de este diario, hace décadas, charlando en la redacción: "Los malos siempre ganan porque tienen tiempo (trabajan de malos; los buenos tienen que trabajar de otra cosa para vivir) y, además, anotan todo".

Se suele dividir al mundo en “derechas” e “izquierdas”. Algunos dicen:

* “Es simple: la derecha concentra, la izquierda distribuye” (la derecha también distribuye, solo que entre poquitos).

* “La derecha es meritocrática: la izquierda, igualitaria” (pero cuando la igualdad se morfa las singularidades se puede volver terriblemente represiva y autoritaria).

* “Estamos viviendo tiempos confusos: la izquierda pelea por el capitalismo; la derecha, por el medioevo” (esto ya de por sí es paradójico, pero además hay gente bastante medieval que se autopercibe progresista).

* “La derecha quiere privilegios; la izquierda, derechos” (pero cuando los derechos son para algunos y no para todos, ¿no son privilegios, acaso?).

Finalmente, viendo a los neonazis avanzar en las elecciones en Europa; a Bolsonaro ganar las elecciones en Brasil en 2018 y sacar más del 40 por ciento en 2022; al ex Sumo Maurífice sacar más del 4…, ¡no, más del 40! (el 4 por ciento ya sería muchísimo, considerando su mandato), uno se pregunta: ¿¡por quééé!?

Más allá de buenos y malos o izquierdas y derechas, creo que hay dos grandes modelos profundamente en pugna: el de la competencia versus el de la cooperación. Y que en el medio esté la palabra “versus” ya nos da una pauta de quién, quiénes, qué vienen ganando.

Pero esa antinomia será tema de otra columna. Ahora voy a ocuparme de mi plato de ñoquis, que no serán los de mi abuela, pero…

Sugiero acompañar esta columna con el video Si la tocan, de RS+ (Rudy-Sanz):