Apreté fuerte el mango y empujé la hoja contra la superficie una y otra vez. Sentí el dolor de las uñas clavándose en mis manos. Hacía meses que no llovía, y la falta de agua dejaba heridas en la tierra, fracturas que eran surcos dibujados en el piso del patio. No quedaba pasto. Con los primeros intentos hubo fricción, y las partículas se desparramaron en la bruma. Sin perder el ritmo, tarareando una canción imaginaria, seguí, como si estuviera haciendo RCP y cantando el feliz cumpleaños. A ese ritmo. En ese espacio.

Necesitaba cortar la tormenta. Miré para arriba y las nubes estaban cada vez más densas, oscuras. Un trueno se desprendió de un relámpago y eso me dejó quieta, pero sin soltar el cuchillo, dejé salir un soplo de aire y conté los minutos que hubo entre la luz y el estruendo. Me acordé de Mimí y de aquella noche cuando nos enseñó a jugar con la tormenta mientras se volaba el techo de la casa. Cuenten cuánto tarda el trueno en salir de la luz y ahí van a saber qué tan lejos está la tormenta, porque la luz y el sonido nacen de la misma nube, pero el sonido es perezoso y tarda más en llegar, nos dijo. Escuchando cuentos, escondidos debajo de la mesa, ahuyentábamos el miedo.

¿Por qué esperé tanto para volver a verla?, pensé, y una gota se me estampó y me salpicó la pierna. Bajé la cabeza, me pasé la palma de la mano para desparramar el agua y me miré la falda. Me detuve en los detalles, en las margaritas pintadas a mano sobre un sinfín de tablitas que le daban movimiento. El vestido me lo había regalado ella cuando me vine a vivir a Rosario. Entendí que después de tanto tiempo, a Mimí la iba a poner feliz vérmelo puesto. Lo volví a acariciar con la mano cuando le cayó otra gota.

No tenía que llover. La calle de ripio que se desprende de la ruta y se mete como una lengua en Ernestina, mi pueblo casi fantasma, sin ferrocarril, se llena de agua cuando hay tormenta. Dos días después de la lluvia a Ernestina no entra nadie.

Con Mimí hablábamos por teléfono seguido, pero lo más frecuente eran los mensajes de WhatsApp. Me mandaba recetas, algunos memes, fotos de los perros, de las plantas del abuelo y del cura dando misa sin feligreses, con un perro rascándose la sarna a los pies del altar. Le gustaba contar los bancos de madera vacíos de la iglesia, porque decía que sobraban, que les faltaban los culos de las personas. Yo le mandaba las fotos del puente Rosario-Victoria, de la playa del Paraná llena de gente los domingos de sol y del cactus que crecía en la ventana. Estábamos bien así, extrañándonos y aprendiendo cada una desde su lugar. Mimí disfrutando la soledad de la casa y yo terminando una carrera que me tenía que dar un futuro lejos del pueblo.

Alguna que otra vez, Mimí me pedía que fuera. Me decía que tenía lista la mermelada de durazno, esperando en la alacena, y los escabeches que hacía con lo que sacaba de la huerta; pero el estudio, los parciales o algún final me hacían atrasar el viaje. Por un motivo o por otro, nunca podía ir. Así, su luz y mi sonido se fueron separando.

La semana pasada, después de años sin saber de ella, la tía Olga me llamó. Me saludó, me preguntó por la ciudad y también quiso saber si me había acostumbrado al tumulto. Intentó acordarse de cuándo nos habíamos visto por última vez. En el velorio del abuelo, le dije. Estaba tomando fuerza para contarme algo y se le notaba. Ni bien pudo, lo soltó: Mimí está enferma. Tu mamá no come y lo poco que traga lo vomita. El médico cree que tiene algo en el estómago. Tendrías que venir.

En ese momento supe que iba a viajar, que iba ponerme el vestido de margaritas y le iba a llevar a Mimí una lámpara que una vez me había dicho que le gustaba y en el pueblo no se conseguía. A la tarde la llamé. Tenía la voz apagada, pero igual sentí su emoción. Le dije que el próximo domingo me esperara para comer.

Ahí, más que nunca, me di cuenta de que las charlas se habían perdido entre los memes y las fotos que nos mandábamos. Yo con mis amigos. Mimí con el cura. Yo comiendo en Pichincha. Mimí con un frasco de berenjenas recién preparadas. Una foto del mate y los apuntes desordenados. Mimí y los ovillos de lana y dos agujas cruzadas arriba de la mesa.

A Mimí, igual que a la tía Olga, las había visto por última vez en el velorio del abuelo. Un fin de semana de mayo. A la iglesia fue un puñado de personas. Algunos amigos que todavía no se habían ido y los vecinos viejos que todavía no se habían muerto. El velorio se hizo ahí. Se lo lloró un rato, se le tiraron unas flores y cada cual a su casa.

El cuerpo del abuelo pasó la noche en la iglesia. Al otro día, lo enterraron.

Del cementerio fuimos a casa. Mimí amasó fideos, preparó el tuco y la invitó a comer a la tía. Comimos en la mesa chica de la cocina, mirando por la ventana un horizonte de campo y sin fronteras. En la sobremesa nos acordamos de los días en el pueblo, la plaza y los pibes en bicicleta, las campanas de la iglesia los domingos, el almacén de ramos generales y el silencio de la siesta. Repasamos las historias del abuelo y nos reímos, y nos quedamos sin palabras cuando nombramos esa tormenta. Piedras, viento y agua. El abuelo perdió toda la siembra. Fue la única vez que lo vi llorar. Estaba parado firme en el medio del jardín, mirando el sol que se levantaba por arriba de los arboles tumbados. Mimí después me contó que desde ese día el abuelo, el Gringo, dijo, se arrepintió toda la vida por no haber hecho la cruz de sal.

Cuando me ganó el sueño, dormí en la habitación que había sido mía, en la que había sido mi cama. Me acomodé en ese espacio, que, para Mimí, seguía siendo mío y mío lo conservaba. Muchas veces le había dicho que era un buen lugar para poner la máquina de coser, para sentarse a tejer al lado de la ventana y aprovechar la luz del sol, o para hacer una biblioteca y poner ahí la pc; pero ella decía que no, y ahí estaban, la silla de madera y junco con la muñeca de trapo, el cubrecama de cuadraditos tejidos al crochet, los almohadones, las fotos, los posters, un cepillo sobre la cómoda y el pijama debajo de la almohada de esa cama con sábanas suaves.

A la mañana me fui sin desayunar. Desde la puerta de su habitación le dije me voy a Mimí, y le tiré un beso. Ernestina es así. Ernestina te expulsa. No volví nunca más.

Una vez, Federico me dijo la vida es como un obturador que deja entrar la luz demasiado rápido y solo deja una foto. Es la espera de una fiesta. Es la fiesta que termina. Es la felicidad que no vimos. El desorden, Las sobras. Nada, un regalo que se rompe. Un poco de razón tenía. La llamada de la tía me hizo sentir como un pasajero lejos de muchas cosas queridas. Mimí, a pesar de los mensajes, los emoticones sonrientes, estaba sola, simulando ser feliz, esperando que alguien la salvara de envejecer. A lo mejor estaba esperándome a mí; pero yo me gastaba la memoria en los estudios y las palabras en los amigos. Dejaba para después, para mañana, y así los días se hicieron semanas y las semanas se hicieron meses. Mimí se iba a morir.

Las gotas se empezaban a juntar, y esas dos, que al principio parecían tan solas, enseguida se mojaron. Sentí el viento en el cuerpo. El silencio entre las nubes se rompió. Ahora sí, se había largado con todo, como decía el abuelo. Hacer una cruz de sal en el patio y clavarle en el medio un cuchillo nos protege del granizo y corta la tormenta, me dijo la primera vez que lo vi correr a buscar la sal gruesa y el facón.

Alcé la cabeza, cerré los ojos, me acomodé el flequillo, y dándole la cara al tiempo, dije bajito santa bárbara bendita, que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita, cristo, clavo, corona y cruz.

Dejé el cuchillo clavado en el centro de la cruz de sal y entré a la casa a esperar.

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