El estreno de El tiempo perdido, tercer trabajo de la cineasta María Álvarez, marca dos hitos. Por un lado, el estreno comercial de la segunda película dirigida por ella en lo que va de 2022 (la anterior fue Las Cercanas, donde retrata a las nonagenarias hermanas Cavallini, dos pianistas que alcanzaron cierta notoriedad en su juventud). Por el otro, el cierre formal de una trilogía que parece haberse dado de forma natural a partir de Las cinéphilas, su ópera prima, en la que presenta a un grupo disperso de mujeres mayores que mantienen vínculos intensos con el cine y las películas. En El tiempo perdido Álvarez registra los encuentros semanales que una comunidad de personas, también mayores, realizan desde hace casi 20 años en un bar frente a la plaza de los Tribunales. Ahí se dedican a leer una y otra vez los siete volúmenes que componen En busca del tiempo perdido, la monumental obra cumbre de Marcel Proust.

Pero si se puede pensar a El tiempo perdido –premio a la Mejor Película Argentina en el Festival de Mar del Plata 2021y que se podrá ver todos los sábados de noviembre a las 20 en el Malba (Figueroa Alcorta 3415)- como parte de una trilogía es a partir de ciertas coincidencias que enlazan a tres películas cinematográficamente muy diversas. Se trata de relatos que abordan la vejez como una parte más del recorrido vital, sin machacar sobre su condición de fase final y evitando los tonos trágicos o lúgubres, pero también sin dulcificaciones innecesarias. “Es una especie de trilogía involuntaria y cada película partió desde motivaciones muy distintas, aunque las tres están atravesadas por ese hilo contundente del paso del tiempo”, reconoce Álvarez. Pero la directora también señala que nunca puso el foco “en la edad de las protagonistas, ni imaginaba que terminaría haciendo tres películas con gente que promedia los ochenta años”.

-Pero ese no es el único tema que atraviesa las películas. Cada una retrata la relación de sus protagonistas con distintas artes, como cine, literatura y música. ¿Dirías que esa pasión compartida hace que en tus películas la vejez sea una fase tan fervorosamente vital?

-El arte es una religión que ayuda a transitar la realidad cotidiana y las dificultades del paso del tiempo. Cine, literatura y música alimentan una parte de nuestra existencia que, en caso de quedar famélica, puede drenar el entusiasmo. Siento que la vejez es una mierda físicamente pero, si se tiene algo de autoconciencia y curiosidad por el misterio que es vivir, en cuanto a lo intelectual y a lo emocional todo se va poniendo cada vez mejor (si la mente sigue funcionando bien). Lo que perdemos por un lado lo compensamos por otro y el arte tiene que ver con eso: te mantiene despierto y te salva de una existencia limitada. Es ese mundo paralelo al que recurrir cuando lo cotidiano se vuelve abrumador o aterradoramente aburrido. No me imagino envejeciendo sin aferrarme al arte y supongo que por eso realicé estos documentales, para explorar estas cuestiones.

-La actividad de los “personajes” podría definirse como proustiana, tanto por su obsesión con la obra como por esa deriva que define la relación entre ellos y modifica la percepción real del tiempo. ¿Tus películas también encajan en la categoría de lo proustiano?

-Quizás algo que relaciona mi trabajo en esta trilogía con cierta estética proustiana es poner la mirada en gente y cosas muy simples, en lo cercano, en determinados actos y personas que están a la vista de todos, pero que a priori no parecerían tener una cualidad “protagónica” o lo suficientemente “dramática” para sobrellevar el peso de una película. Pero estas personas, que pasan desapercibidas para la mayoría, son mundos muy complejos, universos únicos. En El tiempo perdido deliberadamente tomé de referencia la forma de mirar el mundo que propone Marcel Proust y traté de observar a través de la cámara como el narrador de la novela. El trabajo de montaje estuvo guiado de algún modo por su obra.

-En El tiempo perdido hay un trabajo muy fino para lograr que ese espíritu proustiano vaya más allá de lo evidente. Una labor artesanal para generar momentos trascendentes a partir de situaciones de apariencia trivial. ¿Cuál era tu relación con la novela antes de conocer al grupo? ¿La película cambió tu percepción de la obra?

-Antes de conocerlos, para mí Proust era ese escritor francés que se acuerda de toda su vida mientras come una magdalena. Sabía que su novela era descomunal y nunca se me había pasado por la cabeza leerla. Cuando empecé a filmar las reuniones no sabía si iba a poder hacer una película, sólo quería tener un registro de esa gente leyendo siempre el mismo libro por años. Algo me conmovió de ese acto de resistencia. Ahí empecé a leer En busca del tiempo perdido y a partir de eso apareció la confianza en que quizás había una película. Entonces, creo que fue al revés: la obra de Proust modificó la percepción sobre mi propio trabajo.

-Las cinéphilas se basa en los retratos individuales de un grupo de mujeres y Las cercanas en el vínculo entre dos gemelas. Pero en El tiempo perdido trabajás con una comunidad que teje una red de relaciones. ¿Qué desafío enfrentaste al retratar un personaje colectivo?

-El tiempo perdido es una obra impresionista. Los “personajes” son pinceladas de distintos tonos que van conformando la imagen final, el retrato grupal. En el montaje esto presenta el desafío de equilibrar a los protagonistas y al mismo tiempo de encontrarle el color particular a cada uno para que podamos identificarlos. Esto es algo bastante más difícil que retratar a una sola persona, o retratar a las personas por separado. Siento que también ayuda a que cada uno, de acuerdo a su propia sensibilidad, empatice de maneras distintas con cada protagonista. Y esto es algo a favor del retrato grupal, porque en un retrato individual si el espectador no empatiza con la o el protagonista la película se hunde. En el retrato grupal hay más puntos de anclaje para que el espectador se reconozca en alguien dentro de la narración.

-La trilogía desborda figuras increíbles. Las devotas del cine en Las cinéphilas; la historia de las hermanas pianistas de Las cercanas, que es casi un cuento fantástico; y este grupo que se junta hace 20 años a leer el mismo libro. ¿Cómo llegaste a esos universos? ¿Hubo una especie de casting de historias o fue algo más parecido al destino (o a la predestinación) lo que hizo que un día te las cruzaras?

 

-Como denominador común lo único que puedo decir es que en su génesis hay un estado de apertura emocional y creativa. Este estado no es estable, fluctúa, y cuando aparece se vuelve muy valioso para mí, es como un estado de gracia en donde estoy más conectada conmigo y con el entorno. Y de alguna manera veo más y mejor. Después, es un misterio por qué una idea concreta o un encuentro casual terminan siendo una película y muchas otras ideas se quedan en la nada. Como los pimientos de Padrón: “unos pican y otros no”.