Niña Santita, buenos días, niña Santita, adiós. Los saludos de la pantalla se escuchan en la platea, el cine mexicano ahora tiene voz y música de Agustín Lara. Santita es Lupita Tovar, la morena de piel blanca y trenzas gruesas que le ofrece agua limpiecita de la madrugada a un soldado. Los besos prohibidos a escondidas y sin sonido ambiente entre los árboles anuncian el abandono del militar (“por nuestra señora del Carmen no me abandones/No seas cobarde mujer nadie sabe nada”). Después de aquella traición bucólica –no tuvo que correr mucha tinta– Santita ya es “la nueva” en un prostíbulo al que llega después de ser echada de su pueblo (Chimalistac) por “puerca e indecente”. En la historia habrá un torero, un pianista ciego enamorado y un dolor de muerte de los que desarmaran el cuerpo a tirones para guardar los huesos. El melodrama que se hacía piel en las costureritas de Carriego que daban el mal paso (María Turgenova en el cine argentino) la hizo famosa, famosísima y Lupita se convirtió en estrella como lo era Libertad Lamarque en Buenos Aires después de su Elda en El alma de bandoneón. Lupita había nacido en Matías Romero, Oaxaca, y antes de ser la célebre Santa con estampilla y todo, había probado suerte en el cine mudo de Hollywood. Pero la popularidad que había logrado su compatriota Dolores del Río parecía no llegar nunca a pesar de haber sido su cuello el primer cuello mordido por un Drácula que hablaba español, “la sangre de Drácula corre ya por las venas de la señorita Seward (Lupita)”. Sí, mientras Bela Lugosi filmaba su Drácula junto a Helen Chandler y Frances Dade, una versión en español se filmaba en simultáneo en los Estados Unidos dirigida por George Melford y protagonizada por Carlos Villarías y una sexy Lupita Tovar con un perchero más glamoroso que el colgaba en los camarines de las actrices de la versión inglesa. Mientras que los vestidos tapaban el cuerpo de Chandler los escotes estelarizaban los de Lupita. En tiempos ajenos al mundo del doblaje la febril versión latina -un doble de cuerpo, la raza en lenguas- se filmaba de noche en los mismos decorados que durante el día usaba el elenco de Lugosi. Era una adolescente cuando ganó un primer casting imaginando que su madre había muerto. Las lágrimas mexicanas que no fueron pocas abrieron la boca del productor y soltaron las cuatro palabras mágicas: te veré en Hollywwod. Pero la alfombra roja de la Academia de Artes y Ciencias recién se desenrollaría con sus herederos hollywoodenses (hija actriz, hijo y nietos productores) y el atributo de los años. Un homenaje en Los Ángeles cuando Lupita tenía noventa y seis (diez antes de su muerte, las alusiones poderosas del colmillo del conde jugaban con las razones de su longevidad) sellaron los aplausos tardíos de los años treinta. El blanco y negro de su boca afónica y su piel de alba cubren las paredes de un museo de fama breve que sobrevuela el aura de la llamada edad de oro. A mediados de la década del cuarenta y después de filmar treinta películas la bautizada Guadalupe Natalia Tovar Sullivan casada desde 1932 con el representante Paul Kohner abandonó sets (en los cincuenta apareció en una serie de televisión) y se quedó en casa educando legatarios que la industria ya le iba a agradecer mientras los días no se parecían a nada y la metáfora luminosa de las cámaras era un desvelo que susurraban las máquinas -la de coser y la de las letras- dando puntadas.