El desencuentro y la inspiración van de la mano en esa sensación de vacío que dejan los vínculos asimétricos. Observo, desde el lente del improvisado telescopio, aquella constelación de personas con las que tenemos conexión onírica pero es imposible el encuentro terrestre.

Pese a lo inconcluso, siempre me salva mirar para arriba. Por eso Júpiter es un buen aliado en lo que no cierra en la tierra. Caigo por fuerza de gravedad en México ´86, cuando Francia y Brasil, en el estadio Jalisco, abrieron el cielo.

Mientras tanto, en esta terraza con baldosas de mosaico, me asalta una duda, como si fuera una estrella fugaz. Aún tengo vivo el comentario, en la fila del mercado Salvo, cuando la voz celestial del fantasma Cabubi sorprendió en la pescadería con la pregunta: Donde está la pirámide más antigua? Seguramente dirás en Egipto. Pues no; se encuentra en Perú, se llama Pirámide de Caral y tiene más de 5000 años de antigüedad. Luego de afirmarlo, desapareció en la vía láctea del club Victoria, sobre la calle Martín Miguens.

Entrando en esa órbita de pensamiento, es inevitable ir por la conquista de los misterios donde se basan todas las mitologías del pasado. Uno puede animarse a pensar, caminando por Villa Bosch, que el futuro quedó bajo el agua. Y no me refiero a la ciudad bonaerense de Epecuén, sino a la legendaria Atlántida de Platón. En armonía con el universo, una civilización perdida que la arqueología no ha podido investigar en profundidad.

La vía láctea de la coherencia Villabochense guarda eslabones perdidos de suma incoherencia. Como un rayo ultravioleta me conecté con la constelación perdida y, de repente, me vi viajando en el tren Urquiza. Ubicado en el centro del vagón, el vendedor de medias tres cuartos abrió un debate. De pronto la estación Tropezón se puso de pie al grito: “Si un signo del zodiaco se clava estas medias, hay luna llena para rato”.

Acercándonos a la salida hacia la nueva astrofobia, se lee un cartel que dice: “En ese baricentro se permiten delirios”. Cada tanto, el cielo conurbano acompaña e invita a la nueva historia en la esquina de Miguel Garicoits y Ascasubi. Se trata de esa mitología suburbana que suena como un zumbido de asteroide en el taller de motos del tano Baltazar.

En la misma calle, dicen que un día amaneció Nicolás Copérnico, casualmente el 19 de febrero, día de su cumpleaños. El investigador polaco, quedó detenido en su telescopio 3 días, casi como si fuera una ansiedad inmóvil, para esperar un solsticio de verano que llegó tarde.

Se cuenta, en el arco de la estación, que sus vecinos escépticos espiaban al astrónomo en la calle Luis María Campos, frente a los eucaliptos. Algunos, detrás de las ventanas con celosías, y otros sentados en su silla de mimbre, en la vereda. Pero el que contó esta historia fue su medio pariente, que supo ser en los años ´80 plomo de “Los abuelos de la nada”. El apogeo se vio desde la línea de alquitrán del medio de la calle, con el grito: “La otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como un perro”, refiriéndose al plantón que le pegó el solsticio.

Me cuelgo mirando el antiguo sifón de soda Braca y pienso en éste cúmulo de integración de vivencias astrofísicas. Pareciera que se mueve al son del efecto doppler, como un aparente cambio en la frecuencia de una onda gravitacional. “Se hace camino al andar”, según Antonio Machado, para dejarse llevar por la nebulosa de esta localidad con balcones italianos.

Todo hace pensar que los astros tienen la data precisa de lo que sucede, sin movimientos forzados. La unidad del espacio-tiempo lanza a los cuatro jinetes para un eclipse sin rival, en la Plaza Manzanares.

De pronto se manifestó una fuerza física de la naturaleza, como una gravedad que me atrajo a recuerdos de la canchita de Pastor Luna y Sargento Palma.

En ese instante recordé a Tachuela, mi amigo de la esquina. Lo que gravita es la energía eólica que provoca el viento de la niñez cuando lleva y trae la fuente de inspiración que es la infancia.

Eso enciende toda la constelación de la Avenida Márquez hasta la rotonda de ruta 8. Allí cae el solsticio de invierno en los frentes de las cortinas metálicas.

Dicen los fleteros, que el efecto da casi en la esquina de la juguetería del tuerto. Entonces voy corriendo como un cometa, por Santos Vega para verlo, pero allí me cruzo con Giordano Bruno, en su clase de Cosmología. Desde el puente de hierro amarillo, que alienta a cruzar la intersección inundada, grita casi en estado de ceniza: “Te auguro un buen futuro en esta inmensa alegría que siento, al recibir la noticia que te echaron de un colegio católico”.

Los misterios del universo me llevan a la otra punta. Por Gabino Ezeiza sale Júpiter del hotel alojamiento, envuelto en una sábana. Se había olvidado de alumbrar la parte oscura de Avenida Campo de Mayo, frontera entre Bosch y Coronado. Para apaciguar, se escucha la voz ronca, parecida a un escape roto, que canta el estribillo: “Están lloviendo estrellas en esta habitación”.

Donde había un baldío, hay un consultorio de tarot. Y eso me hace pensar en las distintas visiones entre la astronomía y la astrología. Aquí, en Little Italia conurba, si la astronomía usara el chat, debería tener el tilde azul de leído, porque puede devolver las argumentaciones de una ciencia. En cambio, la astrología usaría el tilde gris para dejar abierta la duda. En ese acuse de recibo con incertidumbre, que es el emblema de “Te respondo lo que me conviene”.

Es comparable, aunque mucho más sutil, con la astucia de saber salir a tiempo de los espacios.

Buscando una bola de fuego, estoy casi fuera de todo. Cansado de mirar hacia arriba, vuelvo a la estratosfera de las calles que llevan nombre de nuestra biblia gaucha. Me siguen los chispazos del meteorito nacido en los talleres de la Avenida Triunvirato. En ésta última caminata hacia el equinoccio de primavera, el 328, como una nave espacial, me deja justo frente a la Pizzería Nápoli. Allí la memoria tiene verdad y ese poder mágico me sostiene para recordar atemporalmente el relato de Víctor Hugo en el gol a los ingleses, cuando dejó mudo a Copérnico, vislumbrando el primer barrilete cósmico.