"Una gota rueda sobre el hielo y cuelga sobre el vacío/ Por su propio peso acaba por caer dentro del río". Despedir a los glaciares. Jorge Drexler

A los 8 años yo no sabía nadar. No me gustaba ir a la colonia a aprender porque me sentía expuesta en mi torpeza frente a las actividades grupales.

Elegía, entonces, ir a la casa de Celi. Todas las tardes, todos los días durante veranos eternos. El patio de esa casa está en la lista de patios donde transité la vida. La vida una. La vida misma. Había una hamaca doble con techito de lona, un puentecito, una fuente, unos sillones de hierro de señora que toma el té, un trampolín, una cueva, un ciruelo, había secretos, había cosas curiosas y había una hermosa pileta de natación. Y yo no sabía nadar.

Ricardo, el abuelo de Celi, estaba siempre en el patio, ordenaba el jardín, cortaba el pasto, regaba y, mientras tanto, nos cuidaba con disimulo. Siempre aparecía de la nada a proponernos juegos como el cricket cuando nos veía aburridas y peleadoras. Ricardo con su bañador blanco. Con un perfume profundo de abuelo pintón. Con un colgante dorado y un bigotito canoso. Ricardo, un dandy de verano.

Un día me vio agarradísima del borde sin poder disfrutar de la libertad del agua y me dijo que me iba a enseñar a nadar. Me puso unos salvavidas inflables en los brazos y no sé bien cómo pero, al rato, yo ya estaba flotando en el medio de la pile. Aparentemente, tenía que mover siempre las piernas para no ahogarme. Un poco después aprendí a nadar en modo perrito guiada por la perra Chachiluna. Y una tarde, sin bracitos salvavidas, me explicó que iba a soltarme, que espere a tocar el fondo de la pile y que salte con fuerza. Así fue. En el envión hacia arriba, Ricardo me levantó y el saltó pareció enorme. Ahora sabía flotar, sabía nadar perrito y sabía ir al fondo para impulsarme. Lección para siempre: flotar, nadar como se pueda y, si toco fondo, saltar con fuerza.

El juego de aprender a nadar siguió: aprendí a tirarme de cabeza, aprendí a ir como submarino hasta la rejilla. Aprendí diferentes nados y tiradas. Tenía miedo en algunas ocasiones. Pocas veces me tiraba desde el trampolín, pocas veces iba sola a la parte onda… pero estaba en el agua sin salvavidas.

El relato podría quedar acá. Sin embargo, hay un hecho al que vuelvo cada tanto. Un espacio significativo de memoria que parece interesado en existir.

Un verano, un día, una tarde la pileta estaba sin agua. Y yo me tiré de cabeza. Caí con la cabeza directamente al piso. No me hice nada. Ricardo llegó desesperado, me agarró del fondo vacío y me llevó al borde, al rato ya estaba Celi, Coca -la abuela de Celi-, Adriana -la mamá de Celi- y mi mamá. ¿Me desmayé? No lo sé. Estaban desorientados, preocupados ¡¿qué hiciste, Juli?! No lo sé. Me tiré de cabeza.

No recuerdo haber ido al médico ni que haya sucedido algo malo. En la historia de mi cuerpo aparecen masajes y escoliosis: dudo de que estas secuencias vayan unidas. No me importa porque lo más emocionante es que desde ese momento pude ir a la pileta del club, a las piletas de mis otras amigas y a dónde sea a nadar, sin vergüenza, en las aguas ajenas y en las aguas internas.