A Silvia Castro. A Yamil Dora

Tocá, tocá el hueco. Ahí, en el centro de la cabeza. Ahí pegó la botella. Éramos los únicos en el edificio, nosotros tres, aquella tarde. Mi mamá lloraba, lloraba como cuando nos enteramos por la radio de la ocupación de París, cinco años antes, el 22 de junio del ‘40. Todos los vecinos festejaban, eran unos gringos brutos fascistas que alentaban a Mussolini y vivaban a Ítler. Mi papá vivía. Mi mamá lloraba. Mi papá murió en el ‘43. El 26 de agosto del ‘44 fue la liberación de París. Mi mamá lloraba pero de felicidad. Tocá el hueco, ahí pegó la botella que me lanzó mi hermano. Éramos los únicos en el edificio, esa tarde, 17 de octubre del ‘45. Mi mamá lloraba pero de desesperación. A lo lejos se oían los gritos de la gente como si fuese un mar, parecía un oleaje: Pe-rón, Pe-rón… cuando en verano me siento a la orilla del mar me parece escucharlos. Yo era chico y tenía mucho miedo. No nos va a pasar nada, me dijo mi hermano el más grande, vamos a defendernos. Agarró una botella y me dijo parate allá, allá abajo. Me dijo: vamos a practicar por si llegan hasta acá, por si nos invaden el edificio. Parate ahí, me dijo y me paré en la planta baja y él desde arriba lanzó la botella. Cayó a pique, en picada, en un movimiento rectilíneo, bien newtoniano. Acertó en el centro de la cabeza, acá donde está el hueco que me quedó para siempre, para toda la vida como decía mi mamá, que era tan dramática. A mí me da risa. Es gracioso tener un hueco en la cabeza.

Mirá, este es el último estudio que me hicieron. Mirá el agujero negro, ahí en el centro del cerebro. Cuando mi neurólogo lo vio, me dijo: usted debería estar muerto. Me dio risa. Es gracioso: usted debería estar muerto. Un agujero grande, que fue creciendo. Y entonces yo le hablé al médico, le dije: Dios es padre y no cae una sola avecilla del cielo sin que Él lo permita, porque así lo dice el Evangelio. Y yo así lo creo, porque es absurdo. Credo quia absurdum. No dijo nada, el médico. La gente es dramática. 

A mí las únicas películas que me gustan son las de tiros, las de comboys, las de Shon Waine. Yo hubiera querido tener un televisor nada más que para mirar películas de tiros de esas que pasan a las tres de la tarde. Pero mi señora no quería televisor. Mi suegro decía que la televisión idiotizaba. Una Navidad, mi carpintero, José, el más caro de la ciudad pero el mejor, José el que me hacía las terminaciones de las aberturas de madera de todos mis edificios, que me los sacaban de las manos después a los departamentos porque las terminaciones eran las mejores… mi carpintero que nos prestaba la casita para veranear en La Cumbre, y que les regalaba masas a mis chicos y cuando los veía abalanzarse sobre la bandeja nos decía ahí vienen las langostas, les decía las langostas, por cómo hacían desaparecer las masas en un ratito como la plaga de langostas… siempre les traía masas y le gustaba verlos devorarlas, la verdad que estaban flaquitos, mi nena la más grande tenía unos bracitos como los huesitos de pollo que juntaba mi tío loco, el tío Pepe, qué risa. Después engordó y vino culona, no se casó porque nadie la quiso. 

En qué estaba… ah, el carpintero. Mire, ingeniero, lo que le hice para los chicos. Para que puedan mirar los dibujitos. Una Navidad, me acuerdo, me trajo el televisor. La caja la había hecho él mismo en madera de cedro. Adentro puso todas las piezas: los tubos catódicos, todo. Lo armó siguiendo las instrucciones de un número de la revista Mecánica Popular. Y yo lo encendí y andaba. Hágase la luz, dijo Dios, y la luz se hizo. Fiat lux. Le di las gracias: José, cuánto trabajo, no se hubiera molestado... Pero se lo acepté, no se lo podía rechazar. La nena más grande miraba siempre el dibujito de la Pantera Rosa, flaquita como ella. A mí y a mi señora nos gustaban los programas de humor político: La Tuerca, Tato Bores… pero lo que no nos gustaba nada era que nos interrumpieran los programas de humor político para pasar la cadena nacional. 

Cada dos por tres, zas, cadena nacional. Y me acuerdo de ese fatal 17 de noviembre del ‘72, cómo me voy a olvidar, me senté a mirar el regreso de Perón y de nuevo se oían a lo lejos los gritos de la gente como si fuese un mar: Pe-rón, Pe-rón… y reviví todo, los gritos de la gente, Pe-rón, Pe-rón, el 17 de octubre, el llanto de mi mamá, mi mamá que se acordaba de la ocupación, que la escuchamos por la radio y mi papá todavía vivía, las tropas de Ítler entrando a París porque se había firmado el armisticio, los gringos brutos fascistas contentos, festejando a los gritos, pero el 17 de octubre estaba todo el edificio vacío… y entonces comprendí que aquel televisor con su caja de madera de cedro era el caballo de Troya, ese televisor armado por mi carpintero fue lo que trajo al enemigo al interior de mi hogar. Pero Dios es padre y perdona. Jesús dijo: amad a vuestros enemigos, poned la otra mejilla, dad a quien os pida. Pe-rón, Pe-rón… el enemigo adentro, adentro de mi casa, gritándome al oído; y yo reviví todo, se me vino todo encima, la tarde del 17 de octubre del ‘45 y el miedo mío, el dolor, el llanto de mi mamá y los gritos de las masas, Pe-rón, Pe-rón… y de repente no supe más nada, se me puso todo negro, me desmayé. Y me desperté, porque Dios es padre y no cae una avecilla del cielo, etcétera, en verdad, en verdad os digo, me desperté en el sanatorio, me hicieron estudios y resultó que yo había tenido el primer espasmo, el primer accidente cerebro-vascular de los veinte ACV que tuve fue por eso, ahí, entonces, esa tarde, en aquel 17 de noviembre del ‘72 que exactamente tres años después nació mi nena la más chica, y justo ese día yo me compré un auto. Un Renó 12 rural cupé verde oliva con puntos dorados porque la terminación, como José siempre decía, la terminación es todo.