Bocinazos, cantos desaforados, gritos, abrazos, sonrisas y mucha pero mucha alegría. Tras el partido, la lluvia fue la recompensa para aliviar, al menos un poco, el calor de la marea celeste y blanca que se amuchó en torno al Obelisco desde temprano. Una jornada a pura emoción sobre Corrientes y 9 de julio, geografía de tantas luchas y victorias. Una esperanza que desde que comenzó el Mundial se repite a coro en forma de canto y este viernes no fue la excepción: “Muchachos/ ahora nos volvimos a ilusionar/ quiero ganar la tercera/ quiero ser campeón mundial”. Por esa magia que determina los consumos populares, una vez más, un tema de La Mosca se mete en la piel y se repite hasta el infinito. Hasta que no quedan fuerzas, hasta que no da la voz.

Entre banderas con la cara de Messi, en medio del chaparrón, un hombre con un tatuaje de Maradona en la espalda se persigna y le reza al cielo en señal de agradecimiento. Argentina tiene su propio Dios, uno que sabe de épicas y que sirve de custodia en cada triunfo y también en cada derrota. Los autos embanderados llegaron de todas las partes de la Ciudad de Buenos Aires y sus alrededores. Una camioneta gris cuyo dueño, seguramente en medio de tanta algarabía, desafió a su pulso y practicó un dispar “Subite a la Scaloneta” con aerosol negro en el capó. "Seguramente me voy a arrepentir, pero quién me quita lo bailado", suspira satisfecho. 

La tradicional venta de choripanes, gaseosas y cervezas se mezcló entre los puestos improvisados de remeras de la Selección, Messi y compañía en plena 9 de julio. Los palitos de agua también se sumaron al elenco estable de los infaltables para refrescar un poco la panza y otro poco el alma. Un aluvión de jóvenes que arribaron de todos los costados a la Plaza de la República; pibes y pibas de los que se puede sospechar que, por su falta de arrugas, no pudieron ver a los campeones del 86. Generaciones que cultivan la paciencia durante décadas, una pasión que no tiene tiempo de seguir esperando.

“No puedo creer todo lo que se nos complicó. Es impresionante, merecimos ganar todo el partido y casi nos volvemos a casa”, comentó Nora a Página 12, una abuela que se acercó con su nieta después de hacer 30 cuadras caminando. La euforia luego de creer que todo estaba cocinado; el miedo que sobrevino como un baldazo de agua fría cuando el árbitro pitó el final y se confirmó que ambos equipos decidirían su suerte en la lotería de los penales. Definiciones que desde que está Emiliano Martínez, como en tiempos de Sergio Goycochea, dejaron pertenecer al reino del azar. La precisión para saber cuándo tirarse, la confianza que engorda la destreza de un arquero que escribe parte de la historia a mano alzada y sin vergüenza. Así lo cree Juan Patricio, que llegó desde Quilmes con el buzo del Dibu a los hombros. “Tenemos una seguridad debajo de los tres palos terrible. En serio que me amargué, pero cuando llegamos a los penales sabía que lo ganábamos. Es un monstruo”, dijo como pudo, con la voz entrecortada.

Están las personas que piensan que este fue el paso que faltaba para poder traer la copa desde Qatar y también están las más cautas, las que prefieren esperar. Alejandra es de estas últimas, sentada en el lugar de acompañante de un auto estacionado en un sitio estratégico a unos 100 metros de monumento emblemático. “Creo que todavía falta, no hay que cantar victoria”, soltó. Igual que Javier, que tiene un quiosco estratégico y aprovecha para vender panchos. “Voy a cruzar la calle, caminar unos metros e ir al Obelisco cuando finalmente salgamos campeones. Todavía no”. A lo que su compañero Miguel respondió alborotado mientras cobraba $150 pesos de un paquete de chicles: “Pero escúchame, loco, perdieron los brazucas. Mejor imposible. Soñá un poco también”.

Argentina mereció ganar durante todo el partido, durante el alargue y durante los penales. Pero por algo el fútbol es el deporte más hermoso del mundo: los partidos no se merecen, se ganan. Y Argentina lo ganó. Para algunas, como Daniela, que agarra con fuerza la mano de su hija, las cábalas jugaron un rol clave. “Esta remera --negra con la cara de Maradona en blanco-- no me la saco nunca más. ¿Sabés cuál fue el único partido que no la usé? Contra Arabia”, advirtió. Este partido también tuvo otras coincidencias que alimentan la magia: el conjunto doméstico usó la misma ropa que cuando ganó la Copa América. Previamente, Brasil también había nutrido la expectativa con una coincidencia. ¿Cuándo había sido la última vez que había sido eliminado por penales en cuartos de final? Sí, en 1986.

La Selección de fútbol, quizás como ningún otro evento cultural, une pasiones más allá de las ideologías. Opera como un bálsamo que anestesia las diferencias. Todos los argentinos y las argentinas parecen alinearse detrás de un mismo objetivo. Cantar bajo la lluvia, desahogar estas (y otras) penas y abrazarse con un desconocido que comparte la alegría son motivos suficientes para celebrar. Festejos que explotaron en muchos puntos del país, en ciudades cabeceras y en pueblos más pequeños. Incluso en Devoto, en las cercanías a la excasa de Maradona, donde los vecinos del lugar cortaron Segurola y Habana para agradecer al Dios pagano, de pantalones cortos, que alienta desbocado a su Selección desde algún rincón del universo.

El primer mundial sin Diego, el último mundial con Messi. El martes llegará el turno de la semifinal con Croacia. Seguirán las cábalas, los festejos anticipados, el desahogo necesario, la pasión a flor de piel, las idas al Obelisco. Pero también seguirá lo más importante de todo: a 13 mil kilómetros de distancia hay un equipo que responde.

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