Ya es oficial: vivimos en el mundo que quedó después de la pandemia de covid-19. Lo cual no implica la desaparición de la enfermedad: la posibilidad de un rebrote está siempre a la vuelta de la esquina. Pero sí nos permite pensar, ahora que las muertes bajaron, ahora que las vacunas aparecieron, ahora que cierto modo de lo cotidiano volvió a erigirse, que, tímidamente, podemos habitar el mundo que la peste decidió dejar como resto. El poema de T.S. Eliot, The Waste Land, que puede traducirse tanto como “tierra baldía” o “tierra arrasada”, obra clave en la escritura del siglo XX, habitada por fragmentos y visiones sombrías y falta de sentido de lo que existe, no solo es fruto de la mirada humana en torno a la Europa que dejó la Primera Guerra Mundial (y que radicalizará sus horrores en la Segunda), sino que también es la perspectiva de un poeta frente a un mundo que acaba de pasar una pandemia, tan trascendente como poco mencionada en los libros previos al covid: la llamada “gripe española”, que asoló la humanidad entre 1918 y 1920, continuando la masacre de la guerra por otros medios un poco más minúsculos y mucho más letales.

Solo basta ver los números: en esos dos años, hubo entre 50 y 100 millones de muertos por la gripe frente a los 10 millones producidos entre 1914 y 1918. ¿No es el planeta tierra que quedó después de esa peste una auténtica “tierra arrasada”? Carlos Gamerro, autor de novelas como Las islas (1998) o la reciente La jaula de los onas (2021) y ensayos como Facundo o Martín Fierro: los libros que inventaron la Argentina (2015), piensa en un trabajo publicado en el último tramo de 2022, Siete ensayos sobre la peste, los modos en que la escritura, herramienta que vive en la secuencia del tiempo y en los pormenores del sentido, ha lidiado con su antítesis absoluta, la peste (la enfermedad, la epidemia o la pandemia): algo que es puro presente en su afán disolutorio y que tanto la ciencia como la literatura tratan todo el tiempo de entender, de prever sus movimientos, para llegar a la conclusión de que, a fin de cuentas, no se entiende.

FOTO DE LUCERO GAMERRO

Así, Gamerro parte de las primeras líneas de La ilíada, poema épico fundacional, para volver sobre un detalle que puede llegar a pasar desapercibido. La magna historia sobre la que muchas otras historias se apoyan empieza con una peste: Apolo castiga el campamento de los aqueos con sus inficionadas flechas (metáfora recurrente para hablar de la llegada de una enfermedad) por el daño provocado al sacerdote Crises por parte de Agamenón, quien tiene cautiva nada más ni nada menos que a su hija. Más adelante en el tiempo, otro texto vuelve a encontrar en cierta epidemia el síntoma de un misterio a resolver: Edipo rey se inicia con la peste que azota Tebas y que también debe poder explicarse, como si lo que anudara estas piezas de la Antigüedad fuese la necesidad de una explicación causal. Explicación, claro está, que cumpliría también la función de cura, pues identificada la situación que disparó el flagelo, sería posible revertirlo con una acción humana concreta. A contrapelo de esa lectura, dentro del mismo universo cultural, Tucídides en Historia de la guerra del Peloponeso, narra, además de los hechos bélicos, la llegada de lo que posiblemente haya sido una epidemia de fiebre tifoidea. La diferencia con Homero y Sófocles es que, para Tucídides, no hay explicación, sólo hechos crudos, sólo las muertes y la alteración del mundo cotidiano: “Toda especulación acerca de los orígenes y las causas de esta enfermedad, si se pueden encontrar causas para tan grande perturbación, se las dejo a otros autores”, escribe el historiador ateniense. Y sigue: “Por mi parte, me limitaré a dejar asentada su naturaleza, y describir los síntomas por los cuales puede reconocérsela, por si de nuevo volviese”.

En el origen mismo de nuestro modo de ver el mundo, la peste abre dos posibilidades de interpretación y de escritura: o se la entiende como manifestación de algo que, aunque dificultoso, puede llegar a comprenderse; o, como no hay explicación alguna, sólo puede quedar un registro de sus síntomas a los fines de poder armar un recuerdo que sea provechoso para la supervivencia de la humanidad o que deje constancia de lo que pasó tal como pasó. Es la distancia que se abre, en algún punto, entre La peste (1947) de Camus, no del todo volcada a la alegoría, pero reconocidamente metafórica, y Diario del año de la peste (1722) de Daniel Defoe, concentrada en describir los efectos sociales del mal. La enfermedad nos enfrenta siempre a los límites de la metáfora o, en todo caso, a los usos metafóricos que le damos a su existencia, como bien marca Susan Sontag en un libro visitado por Gamerro, La enfermedad y sus metáforas (1978, ampliado con El sida y sus metáforas diez años después). La manera en la cual abordamos con palabras a la peste puede ser, en el fondo, una síntesis del esfuerzo humano por tratar de entender el azar de la naturaleza. Metafóricamente, sus caprichos.

ESCRIBIR ENFERMA

En ese ida y vuelta entre los modos de escribir la enfermedad, Gamerro logra encontrar, sin embargo, algo que puede vincular a Daniel Defoe y a Albert Camus, pese a la diferencia epocal y geográfica: con mayor o menor grado, en ambos prima un estilo desprovisto de giros, de adjetivos innecesarios, lo que encontramos es una prosa justa que tiene que ver más con el periodismo que con la literatura. En algún punto, Defoe, en pleno siglo XVIII, encuentra una clave que repite en el siglo XX Camus, que es extender la lógica de esa “escritura blanca” que Barthes encontró como elemento determinante de El extranjero, novela emblemática en este giro hacia lo ascético de la escritura literaria moderna. Y es precisamente en La peste donde el estilo se encuentra totalmente justificado por el tema: la enfermedad no puede tratarse con un tono barroco, romántico, esto es, con una estética que tienda al patetismo. Vale más la prosa casi medica de aquel que mira los hechos de frente, con la tristeza apenas mencionada y el agobio de una mirada que encuentra víctimas fatales por doquier, antes que los rimbombantes comentarios de un escritor que quiere despertar la simpatía del lector. Tanto lector como escritor están hermanados frente a la peste: no hay forma de frenarla, sólo queda el registro de lo inmediato para lanzar eso que se escribe como un mensaje a la posteridad, como un documento histórico que tiene que ser interpretado por el porvenir, porque ahora, en este ahora, no hay mayores explicaciones posibles. Y, sin embargo, es también en La peste donde se encuentran los ejemplos contrarios de esa escritura ascética, más que nada, por el intento de Camus de vincular la enfermedad con una metáfora política, la de la posición de los franceses frente al avance del fascismo. Cosa que queda mejor expresada en la obra de teatro basada en su novela que él mismo escribe, El estado de sitio (1948). Es que, en algún punto, Camus, como existencialista, encuentra un tope dentro de su propia escritura en la citada novela: la peste fuerza también a buscar sentido en algo tan desprovisto de toda explicación, tan caprichosamente poco vinculado a la cultura, que su mera existencia porque sí parece la brutal confirmación de que nada, en el fondo, significa nada. Defoe es más tajante en ese sentido: en comparación, es más “contemporáneo” que el argelino. A través de una ficción, construye una obra apoyada en lo que se ve tal como se ve. Camus estaría en la tensión que existe entre los libros de la Antigüedad que “humanizaban” el virus y la prosa cruda de las cosas tal y como pasaron de Defoe, precursor de Hemingway, podríamos decir.

Es interesante el contraste entre estas aproximaciones porque Gamerro hace eso mismo en las páginas de Siete ensayos sobre la peste. Ya sea trabajando con películas de zombis o con imaginarios apocalípticos de obras de los albores del tiempo, ya sea discutiendo furibundo con Giorgio Agamben (responsable de artículos que minimizaron el covid y hasta lo pensaron fruto de un imaginario de control biopolítico) o revisitando las novelas latinoamericanas sobre la peste, como las de Lezama Lima o García Márquez, todo el tiempo se puede ver el intento por volver a pensar desde otro lado la enfermedad para tratar de sorprenderla en un momento de sentido. Hay una sana angustia, una disfrutable desesperación en esa búsqueda: cada ensayo, tocando diversos temas, parece que empieza de cero, repitiendo argumentos, pero cambiados en la medida en que el problema o la arista de la peste que se va a tocar exige que se vaya por otro lado. Además, el lector de La jaula de los onas va a encontrar aquí ensayos en donde se recuperan prácticas de los selk’nam en relación a las enfermedades traídas por los colonizadores, lo cual permite ver cómo el escritor va a sus fuentes para ver si allí hay una clave que no pudo entender en su momento. Esa recursividad expansiva de la escritura de Gamerro, muy cercana a la de otra figura retórica, la “epanortosis” o corrección, lo fuerza todo el tiempo a decir de nuevo, a reacomodar los datos, a insistir desde un lugar más para ver si ahora se entiende, por fin, qué es lo que pasó y por qué. Y no importa que la conclusión sea epicúrea, en el sentido de que no hay mayor explicación que la simplicidad de los hechos: muy por el contrario, es la búsqueda de sentido lo que hace que este libro le dé sentido a la pandemia, a las epidemias, al mundo arrasado que nos quedó y sobre el cual es necesario volver a armar algo, lo que sea, con tal de poder hacer brillar la vida y su convivencia con las enfermedades. Gamerro aprende de Boccaccio y El decamerón que, en los tiempos de peste y encierro, en esos tiempos que nos parecen lejanos, aunque fueron apenas ayer, en esos días que todavía no entendemos del todo, lo único que opera como refugio auténtico es el invento humano por definición, esto es, susceptible de tener y producir sentido: la literatura.

>Fragmentos de Siete ensayos sobre la peste

Pestes eran las de antes

En los autores de la Antigüedad clásica, la peste no tiene estilo propio, tal vez porque tampoco tiene historia propia: aparece como interrupción o estorbo de un proceso más abarcador, generalmente la guerra, que la precede y excede y se retomará apenas desaparezca: la guerra de Troya en Homero, la del Peloponeso en Tucídides, el sitio de Siracusa en Diodoro Sículo, las guerras persas en Procopio de Cesárea, las interminables de los romanos contra los lucanos, volscos, samnitas en Tito Livio. En Edipo rey, es el desorden de la casa de Layo lo que ocupa el centro de la escena, y el trastorno de la peste es expresión y símbolo de este; solo en Lucrecio el poema no logra sobreponerse a la peste y concluye con ella, lo que ha llevado a muchos a suponer que la continuación de De Rerum Natura se ha perdido, o quedó inconcluso, pero que permite también esta lectura: en un mundo sin dioses, regido por el azar atomístico, la peste es el juego de suma cero, lo que acaba con todos los cálculos; no hay nada después de la peste.

La de la peste es, por su objeto, una narrativa triste, tediosa y sombría: tristes son las muertes y el duelo por las muertes, tedioso el encierro, sombríos los días que se arrastran unos tras otros, interminablemente. El decamerón nos ofrece un antídoto contra todo esto; es un libro que se siente a sus anchas en lo que Mijaíl Bajtín llamó la cultura de la risa, y comparte con las Mil y una noches, esa otra colección de relatos con la cual se hermanaría en la Trilogía de la vida de Pasolini, el recurso de contar historias para detener o al menos diferir la muerte.

Daniel Defoe fue el primero en proponerse escribir una obra que pusiera el foco exclusivamente en la epidemia, que comenzara con su arribo y terminara con su partida, y por eso, además de por sus indudables méritos literarios, su Diario del año de la peste sigue siendo un modelo, la piedra de toque, el iniciador del género si es que hay un género (tal vez se consolide a partir de esta pandemia, es muy pronto para decirlo). Su obra tiene la forma de un diario pero es una novela, ya que su autor, H.R., es un personaje de ficción que no cabe identificar así sin más con Defoe, quien contaba con solo cinco años cuando la visitación de 1665. No deja de ser problemática esta doble inscripción genérica: las novelas narran de modos privilegiados destinos individuales, pero la peste es una vivencia colectiva, que en mayor o menor grado afecta a todos; más incluso que la guerra.

La peste y sus metáforas

Tan habitual es utilizar la peste para metaforizar el mal, especialmente cuando este asume la forma de un flagelo que se extiende sin remedio, que su uso ha terminado banalizándose. En febrero de 1955, Roland Barthes publicó una nota sobre la célebre novela de Camus, titulada “La peste, ¿anales de una epidemia o novela de la soledad?”. En ella cuestionaba el uso, por parte del autor, de la metáfora de la peste que cae sobre la ciudad argelina de Orán para referir la ocupación de Francia durante la Segunda Guerra, y el recurso de hacer de la lucha de sus personajes contra la epidemia una alegoría de la Résistance. Barthes señala que hay una falta de adecuación entre la lucha contra la peste y la lucha contra los nazis; es fácil exaltar la solidaridad cuando se trata de unirse para eliminar bacilos; pero si lo que hay que eliminar son otras personas (los nazis y sus colaboradores franceses), lo solidaridad deviene soledad; ya no se trata de una lucha “limpia” y no son los mismos los dilemas éticos que enfrentamos: “El mal tiene a veces rostro humano, y de esto La peste no dice nada”. Además, al proponerse como metáfora de la lucha contra todos los totalitarismos, contra “la” tiranía, La peste querría fundar “una moral antihistórica” divorciada de la historia concreta que acababan de atravesar.

La incomodidad que provocó este sesgo metafórico de La peste tomó un nuevo giro con el comienzo, en la posguerra, de la lucha por la liberación de Argelia y los demás procesos de descolonización del tercer mundo. De pronto se hizo palpable lo que hasta ese momento se había dejado de lado: Orán no era cualquier “ciudad feliz” (como en más de una ocasión se la califica en la novela), sino un enclave colonial francés en la costa africana. Hasta entonces las discusiones habían soslayado una cuestión fundamental: si La peste es una metáfora sobre la ocupación nazi, en el año 194…, cuando transcurre, en Argelia, “los nazis” eran los franceses y los luchadores de la resistencia eran los árabes.

Y sin embargo, de toda esta maraña de evasiones, confusiones y desplazamientos ha surgido una novela que habla poderosamente sobre la situación que atravesamos hoy en día. Como Camus le responde a Barthes, “La peste es más que una crónica de la resistencia”, y es ese “más” el que hoy nos interesa. Si la novela ha pasado a ser una de las más leídas de la actualidad, al menos, en Europa, no será por un súbito renacimiento del interés en la historia de la Résistance ni en la lucha contra los totalitarismos, sino por el renovado interés en la peste. No nos equivocamos en acudir a la novela de Camus: La peste se ha vuelto hoy, como quería Barthes, una novela sobre la peste, aunque debió esperar más de setenta años para serlo. Muchas veces los libros deben aguardar pacientemente a que llegue su momento; nosotros, mucho más que los franceses de la posguerra, somos los lectores para los cuales La peste fue escrita; nadie, antes de nosotros, ni siquiera Camus, pudo leerla como pide ser leída.

JUAN MANUEL BLANES EPISODIO DE LA FIEBRE AMARILLA

Un asunto de color local

Muchos en Buenos Aires, y en la Argentina toda, saben de la gran epidemia de fiebre amarilla de 1871, pueden recordar que fue entonces cuando se fundó el cementerio de la Chacarita, han oído decir que fue por su causa que las clases altas abandonaron los barrios del sur, considerados insalubres, y la ciudad adquirió su definitiva cartografía social, norte rico-sur pobre. Pero no hay ninguna novela, ni obra teatral, ni cuento que nos haya dejado una imagen perdurable de ella; apenas un cuadro del mismo año, Un episodio de la fiebre amarilla del uruguayo Manuel Blanes, que se conserva en el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo, y una película muy posterior que no formó memoria, Fiebre amarilla (1982) de Javier Torre, basada en un guion de Beatriz Guido y Leopoldo Torre Nilson.

La fiebre amarilla es causada por un virus del género Flavivirus y transmitida por la picadura del mosquito Aedes aegypti, también vector del dengue; probablemente se originó en África ecuatorial y llegó a América por los contingentes de esclavos: la primera epidemia documentada del continente fue en 1648 en Yucatán y la más famosa fue la que entre 1802 y 1803 eliminó a 45.000 de los 65.000 soldados franceses enviados por Napoleón para sofocar la revuelta haitiana y restaurar la esclavitud, fracaso que habría acabado con sus pretensiones de establecer un imperio americano y motivado la venta del territorio de Luisiana a Estados Unidos en 1803: a los virus les gusta intervenir en política, como hemos vuelto a comprobar en estos días.

La gran epidemia de 1871 en Argentina estuvo ligada, como tantas otras, a la guerra: la fiebre amarilla parece haber llegado a la saqueada e incendiada Asunción con las tropas de ocupación brasileñas y los prisioneros repatriados, tras la derrota y destrucción del Paraguay en la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870); de allí, los barcos que iban y venían la llevaron a la ciudad de Corrientes, que sufrió su primer caso en 1870. A fines de enero de 1871, la epidemia llegó a Buenos Aires. El primer foco se situó en un conventillo de la calle Bolívar entre San Juan y Cochabamba, en el barrio de San Telmo; enseguida surgió otro en la calle Paraguay entre Artes (Carlos Pellegrini) y Cerrito, también en un conventillo, como queriendo confirmar los prejuicios sobre su origen entre miasmas, inmigrantes y basuras; pero muy pronto rompería todos los diques, morales, sociales y físicos.

 

En el mismo mes de la fundación de Chacarita, en marzo de 1871, los muertos fueron 4.992. Murió Andrés Mansilla, hijo del autor de Una excursión a los indios ranqueles, murió el doctor Mariano Gascón, murieron la esposa y el hijo de José Evaristo Uriburu, que también enfermó gravemente, al igual que Estanislao Zeballos. El presidente Sarmiento abandonó la ciudad, ejemplo que siguieron el vice Adolfo Alsina y numerosos ministros, así como muchos médicos; uno de los que se quedaron, el doctor Vicente Ruiz Moreno, llegó a proponer que se fusilara por desertores a sus colegas más renuentes.