Queda cada vez más claro que el intento de golpe de Estado en Brasil no tuvo nada de espontáneo. Jair Bolsonaro dejó un partido militar activo e incapaz de asumir la derrota electoral, cuya primera línea deberá rendir cuentas ante la Justicia. A juzgar por la reacción oficial, el preisdente Lula parece tener clarísima esa dimensión del problema. 

Sin embargo, al ver repetidamente las imágenes de las hordas verdeamarelhas tomar por asalto los principales edificios públicos del país, también es evidente que se trata de una derecha antidemocrática con fuerte arraigo en la sociedad. Esto es lo -relativamente, porque ya se vio en las elecciones presidenciales- novedoso. Entonces, la pregunta surge inevitablemente: ¿cómo ocurrió? ¿de dónde salieron? ¿qué les pasa? ¿qué piensan? Y, más importante aún, ¿podría ocurrir acá? Porque no se trata de una derecha antidemocrática a secas. 

Es cierto que las redes sociales facilitan el contacto, el agrupamiento y la organización de personajes que siempre existieron pero que en la era analógica permanecían mansamente aislados. Pero esa es apenas una de las funciones que cumplen. Parte del problema consiste en considerarlas como una amplificación o continuidad de los medios masivos, cuando en realidad su funcionamiento implica una ruptura absoluta.

Los diarios, la radio y la propia televisión nacieron bajo un principio moderno: expandir el ágora, llevar la cosa pública, la discusión relevante, a todos los confines. Así nació la opinión pública. Nos apropiábamos, cada uno desde su posición y marco interpretativo, de aquello que ocurría y los medios nos acercaban y discutíamos acerca de ello en nuestra esfera privada. Intercambiábamos, dialogabamos, etc. Esto es lo que terminó y, con su fin, nos deposita en una nueva era. Hasta que no lo comprendamos, estarán amenazadas la democracia y la convivencia.

Hoy el consumo informativo también está intermediado por redes, que se rigen por algoritmos, que nos crean burbujas a la medida de nuestros deseos. No hay dos timelines ni dos feed iguales. Basados en nuestro comportamiento pasado, en nuestro historial de navegación, intentan controlar o predecir el futuro. Nos hablan al oído. Ya no segmentan ni customizan: personalizan. Nos crean realidades a medida. Y es en ese ámbito, privado y no público, donde se forma la opinión. Ya no hay terreno ni temario común de manera excluyente. 

Al ser privado, es un ámbito carente de los mínimos filtros, donde todo vale para despertar pasiones e instintos. El propio algoritmo fomenta el encuentro de los parecidos o iguales y los potencia. Más allá de los incentivos que hayan recibido o les hayan prometido, la mayoría de los que participaron del intento de golpe (no los jefes, claro) deben estar convencidos de que realizaron un acto patriótico, porque su país está en peligro. Para ellos, eso es Lula y “la amenaza comunista”.

Y así la opinión privada se expresa, o directamente irrumpe, en la esfera pública, con toda su carga emocional, para descalificar, amenazar o directamente violentar a aquellos elementos de la realidad que no coinciden con el régimen de verdad de su comunidad de sentido -o burbuja, pecera, cajita feliz, etc.-. Quien más lo ha analizado y mejor lo explica es el filósofo coreano Byun Chul Han. Su libro “Infocracia” es invalorable a la hora de entender comportamientos políticos desde 2016 en adelante.

Otro ejercicio interesante es observar, en sus intercambios, como califican a los petistas: necios, ignorantes, manipulados. Cualquier similitud con lo que ocurre del otro lado de la grieta no es casualidad sino fragmentación y polarización extremas.

¿Cómo se llega a copar el Planalto, el Capitolio o a quemar barbijos? Se llega de manera absolutamente lógica y natural, si nos hablaron al oído, de manera persistente, directa, invisible, al respecto, día a día durante años. ¿Puede ocurrir en la Argentina? Las tecnologías y sus usos son globales, pero cada sociedad tiene sus propias características y anticuerpos, que la hacen única e irrepetible. Sería aventurado afirmarlo, pero más aún negarlo. Una de las pocas certezas es que los proyectos democráticos y populares, sin abandonar los modos tradicionales de la comunicación pública, deben aprender a hablar al oído de los ciudadanos. Mientras no lo hagan, las derechas conservarán la ventaja.