Buscando desesperadamente un protector solar, en el inmenso calor de verano, me vino a la memoria un episodio. El argentino o la argentina que niega sus orígenes del conurbano, cuando viaja al exterior se pone como una especie extraña, que es mimosa fuera de su tierra. En ese sentido el odio por la propia nación florece como jazmín en diciembre. Ese complejo de inferioridad canalizado en su patria, da vergüenza ajena. Más aún cuando uno lo tiene que soportar calladito, mientras toma un café en la mesa de enfrente de un bar, en otro país, escuchando lo que dicen algunos.

Casualmente o no, el perfil de estos personajes, se puede individualizar rápidamente en actitudes mezquinas. Hay conductas reconocibles en el argentino que odia al argentino. Por ejemplo, ese sujeto no conserva su carril mientras conduce, en ninguna de sus acciones. Puentea el medidor de luz, de gas, se queja de los negros qué hay en la calle y busca permanentemente la evasión de sus obligaciones como ciudadano. Es un socio vitalicio del club de la clase media, que no acepta ser trabajadora.

Pero, puntualmente en sus veraneos, que pueden ser en la República Oriental del Uruguay, se comporta como un ciudadano suizo. Una de las claves es que la justicia funciona de otra forma a la nuestra, tal vez.

Cada vez que escucho a los mimosos del odio a nuestra identidad, recuerdo una anécdota, que es el tabú de los mimos en el exterior del país.

Me la contó el dueño de una Pyme que aún sigue pensando como un trabajador. Pese a tener una situación distinta en relación a sus bienes, recuerda cada día sus comienzos.

Todo sucedió durante un verano en el Uruguay. Pero este trabajador resaltó, que antes del mar es saludable un paseíto por el barrio El Prado, en Montevideo y luego una recorrida por el estadio Centenario. Después si, emprender finalmente el descanso en las costas balnearias.

Cuenta siempre que, después de una hora de viaje desde Carrasco, decidió parar para estirar las piernas y se embarcó en la búsqueda imposible de encontrar una mesa en horas del almuerzo, camino a Maldonado.

Se sorprendió al ver tantos argentinos con la cara blanca, pintada con el protector solar, hasta que con uno se confundió y pensó que era un mimo.

A raíz de esa situación se dio cuenta que tenía que descansar para no cometer ningún accidente. Por ello, mi amigo en cuestión, que se llama Roberto y vende repuestos de motos, pudo mantener la calma y limitarse a seguir buscando lugares disponibles para sentarse y picar algo.

A pura convicción, como el hincha de Camerún del gran Caloi, pudo encontrar la mesa y disponerse a mirar la gente pasar. En ese instante, como una ironía de lo que estaba pasando, se escuchó un grito desde la vereda y apareció lo inesperado.

Relata permanentemente y con asombro, el gesto que tuvo un camarero que se paró, mientras estaba en su horario de descanso, y ofreció su lugar. Era una mesa redonda, muy amplia, para que estén más cómodos con su familia.

“Esto sería el homenaje al mimo”, le dijo un charrúa sentado sobre el cordón de la avenida. Se levantó y se acercó, como un sonido de candombe, para decirle que venía escribiendo poesía caótica desde el barrio La Teja de Montevideo. Su pueblo natal con historia europea y tradición de trabajadores de la piedra y el saladero.

Rápidamente percibió que le estaba hablando en clave, por el tabú que generaba esa parte del bar y esa mesa en particular.

Pero my friend siguió adelante con ese diálogo y dijo que el uruguayo le arrimó una complicidad: “Esa es la mesa de los mimos” y que rápidamente salió de ese dato, como evitando la repregunta. Supongo que le generó un miedo tácito, por el trauma que tenemos los argentinos. No poder elegir, nos perturba. Y como si fuera una conexión telepática, el mismo me respondió: "Son recuerdos de cuando las urnas estaban bien cerradas y no podíamos votar”. Por eso, siempre que entro a un lugar, elijo la mesa y después pienso.

Luego de eso, hizo un paneo y vio mucha gente caminando. Era día de feriado nacional y lluvia de mimos que seguían a personas. Todo se confundía entre los amadores del protector solar y los mimos casi a cara lavada por el calor. Esta anécdota es mucho más larga, pero prefiero detenerme en una reflexión.

No podría argumentarlo pero me cuesta conectar con alguien que tiene su cara diseñada a mano, y mucho menos la sonrisa dibujada. Ni hablar de una lágrima estampada. Será que todo lo impreso en una cara borra la expresión del corazón y la piel sufre. En síntesis, me traen malos recuerdos los carapintadas.

No sé por qué, eso me hizo conectar con el invierno frio de Montevideo, sentado frente al Palacio Salvo, hermano del Palacio Barolo de Buenos Aires. Ambos edificios construidos por el arquitecto italiano Mario Palanti.

También recordé que la acera del lugar solía tener un mimo muy cercano que buscaba la charla con el transeúnte. Esa situación me sorprendió gratamente, confirmando que detrás de su actuación, había una persona y un trabajo. Hay que reconocer que es un arte que lleva su metáfora teatral como bandera de lo que fue callado.

Uno de los máximos referentes fue Marcel Marceau, francés nacido en el año 1923. Sus inicios como mimo fueron en Alemania, después de la segunda Guerra mundial. Entusiasmado y motivado luego de haber visto a Charles Chaplin, decidió formarse en Paris, en la academia de arte dramático de Dullin.

Resumiendo todo en una idea que intenta vincularse con los mimos, en una época de afecto viral, abrazos digitales y besos de emoji, se me ocurre una analogía. El logro de la copa mundial de nuestra selección, en un país con problemas sociales. Tal vez, con esa cosecha de mensajes, más allá del hecho futbolístico, se puede pensar que el mimo es canal para construir una nueva expectativa de la realidad. Sostener los mimos como metáfora de la angustia silenciosa y curar con la mirada poética, puede remontar la naturaleza del ser humano, que es la esperanza.