Conocí a Marco Aurelio García en Montevideo mientras cubría una reunión del Foro de San Pablo, hace 22 años. Escucharlo y admirarlo era todo uno. Su versación trascendía largamente su notable bagaje académico. Le sumaba calle, estaño, lecturas, películas bien miradas, una capacidad de observación impar.

Le tomé afecto cuando esa vez le hice el primer reportaje de una serie que sumaría una docena o quién sabe más. Entrevistarlo era siempre fascinante porque deslumbraba sin hacerse el vivo ni el difícil, porque sorprendía sin resignar la identidad ni la ideología.

Lo adornaba una cálida bonhomía. Prodigaba dos encantos de la convivencia, nada comunes en figuras de su nivel. El sentido del humor y la capacidad de hacer accesible lo que explicaba a punto tal que el interlocutor por momentos podía fantasear que entendía tanto como él. 

Recorrió el mundo y en especial América del Sur “n” veces: como militante, como exilado, como funcionario luego, como predicador siempre. Fue promotor de Foros de la izquierda, “hincha” del Mercosur, puntal de UNASUR. 

Brasil era su hogar, el vecindario su ecosistema y su obsesión. No en aras de la utópica unidad sino de la política conjunción de intereses y de proyectos.

Marxista por formación, jamás prescindió del análisis clasista, nunca dogmático y siempre aggiornado por la praxis. 

Vivió un tiempo en la Argentina, la conocía y la quería. Fue tanguero de marca mayor, con un repertorio digno de mención. Comprendió al peronismo como pocos dirigentes brasileños, registró siempre su raigambre popular, lo fascinaba su componente plebeyo. 

Acompañó al ex presidente Lula hasta el último día. Su muerte habrá sido para el gran estadista un dolor tremendo, uno más entre los muchos que le vienen infligiendo las peripecias de la vida y el odio de sus enemigos políticos (llamarlos “adversarios” sería una concesión excesiva, a esta altura de la soirée).

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Vaya una anécdota, como botón de muestra. Disfrutaba de una buena mesa, un bife de lomo, un vino de buena bodega en la primera cena que compartieron, como presidentes, Néstor Kirchner y Lula. De sopetón, los dos mandatarios les ordenaron a él y a Eduardo Sguiglia, funcionario de la Cancillería Argentina, que viajaran a Bolivia. La misión era articular con el presidente Gonzalo Sánchez de Lozada una salida relativamente prolija del gobierno, habilitando elecciones en las que pudiera participar Evo Morales. Partió contento, porque estaba en su salsa y porque ya había terminado de cantar Adriana Varela.

Años después sería enviado a Bolivia para disipar tensiones con el presidente Evo Morales, que había expropiado Petrobras. Esas peripecias cambiantes lo llevaron de aquí para allá. Por ahí marcó un record de millaje, premio y tarea para un colaborador formidable en la construcción de la etapa más pacífica, sustentable y estable de la América del Sur. 

Los grandes líderes son esenciales y únicos. Por eso se los venera, se los desprecia, se los vota y se los persigue. Pero necesitan que algo más abajo (es una forma de decir) los acompañen dirigentes con convicciones, pensamiento propio, coraje y ganas.

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En noviembre del año pasado fue protagonista central en una jornada sobre la izquierda sudamericana, realizada en Santiago de Chile. Pronunció una exposición magistral. Denunció y diseccionó el proyecto depredador de la derecha regional, el autoritarismo, el desdén por la democracia y los intereses de las mayorías. Y, al mismo tiempo, formulaba y desarrollaba una pregunta a menudo omitida: “qué hicimos mal”. 

Uno de sus puntos más sugestivos era señalar el enfrentamiento del movimiento popular con sectores sociales que lo habían acompañado en los primeros años. Se refería a Brasil pero la argumentación era, seguramente, proyectable a la Argentina, asumiendo las diferencias del caso.

Preconizaba que no debía caerse en el facilismo de endilgarles ingratitud. Ni en el simplismo, a su ver, de creer que había nacido una nueva clase media. Para Marco Aurelio en el siglo XXI habían emergido nuevas capas de trabajadores con otras perspectivas. Muy beneficiados por las políticas públicas del PT planteaban nuevas demandas que el estado no estaba en capacidad de satisfacer.

“No supimos comprender en la estructura social que nosotros mismos fuimos capaces de provocar”, cifraba con la lucidez del político y la claridad del intelectual.

Algo parecido dijo, hace tres semanas, en Buenos Aires donde participó en un encuentro de discusión, dio una charla, se hizo tiempo para reunirse con la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner. 

Itinerante siempre, todoterreno, aunque seguía jugando en ligas mayores jamás dejaba de preparar una conferencia como si fuera la primera de su vida.

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Fue un lujo tratarlo, aprender a su vera. Un tipo así no tiene reemplazo, la congoja y la bronca se entreveran. Para quienes no creemos en la trascendencia, es un consuelo habérselo reconocido en vida o haber tratado de hacerlo. En Chile, le regalé un libro que acababa de publicar, con el entusiasmo a la vez invasivo y pudoroso de un alumno que se lo lleva a un maestro. Escribí una dedicatoria manuscrita, con pésima caligrafía. No la recuerdo textual, claro. Expresaba en menos líneas lo que quiso sintetizar esta columna. Sí sé que en esa entreverada alabanza afectuosa sobresalían dos palabras clave (póngale). Son las que dan título a esta nota.