Las guerras de conquista son ante todo operaciones de captura y destrucción: de bienes, de vidas, de territorios. Algo ha de morir para dar formato a una nueva civilidad; a eso llamamos progreso. En lo atingente a las identidades suelen sucederse operaciones diseñadas específicamente para el borramiento total de la víctima, para su desaparición simbólica –cuando no física- y su reacomodamiento a nuevas pautas culturales.

En su libro Gentes del Colorado – Los Burnichón y su tiempo, José Antonio Otero, médico comunista de vasta actuación en la zona, refiere que conoció a Juana Díaz de Ferreyra cuando “era una tejedora indígena que pasaba los cien años de edad”. Es la suya una historia similar a la de Rosario Burgos, la madre de Ceferino, con quien probablemente haya tenido contacto. Pues como ella, habiendo sido cautiva de niña en épocas de Calfucurá, Juana fue criada en Chimpay en los toldos de Namuncurá. Según su testimonio, fue llevada al centro de la Provincia de Buenos Aires durante un malón y entregada a la tribu de Catriel en cuyas tolderías vivió muchos años. En algún momento de su periplo como esclava consiguió establecerse y formar familia con el hijo del cacique catrielero Pichihuinca, que tomó el nombre de Juan Ferreyra, famoso baquiano del ejército que le salvara la vida en una ocasión. Fallecido su hombre, Juana retornó a los toldos de Namuncurá en Chimpay, pero sucedida la derrota a manos del ejército roquista, comenzó la diáspora.

El hijo de doña Juana, Pedro Ferreyra, apodado también “el pampa”, era un tapecito taciturno que, como Ceferino, fue arrancado de su hogar en Chimpay y llevado por los vencedores de su etnia a Buenos Aires, donde ingresó como peón al servicio de un establecimiento religioso. Pero a diferencia de aquel, que por ser hijo de un gran cacique tuvo el privilegio de ingresar en el Colegio Pío IX como aspirante al noviciado, a Ferreyra sólo le cupo un modesto empleo doméstico. El joven, astuto e inquieto, que según los testimonios al igual que el futuro beato rápidamente se ganó la confianza de los religiosos, a diferencia de aquel no se dejó conquistar: en su fuero íntimo se mantuvo alerta, preservando bajo un semblante de docilidad la rebeldía natural originaria. Esa disposición anímica haría eclosión una tarde en que alguien le acercó subrepticiamente unos impresos en los que deletreó por primera vez la palabra bóer; la prensa anarquista circulaba como un virus, como una orden secreta presta a activarse en el momento indicado. El retintín de esa palabra breve, contundente, sería como un llamado, una voz de orden libertaria para el muchacho.

El año ’80, que había significado la imposición de designios imperiales en la Argentina a través de su hombre fuerte a costa del genocidio indígena, en Sudáfrica tuvo un signo inverso. Pues los colonos afrikaners, campesinos de origen holandés que llevaban siglos habitando el lugar, lograrían rechazar, armas en mano, el intento de anexión de la República de Transvaal y del Estado Libre de Orange por la corona británica. Pero el descubrimiento de oro y el subsiguiente poblamiento de colonos ingleses trajo el rechazo al reconocimiento de su ciudadanía por los bóers, que veían amenazado su territorio: era lo que el imperio estaba esperando. La defensa de la soberanía afrikaner acarrearía la invasión abierta del ejército británico en octubre del ‘99. 

La prensa democrática del mundo vibraba con los combates heroicos del ejército regular bóer, que en los primeros meses estuvieron coronados por éxitos tan resonantes como inesperados; pero para junio ya habían caído Pretoria y el Estado Libre de Orange. Sin embargo, no estaba todo dicho: allí daba comienzo una dura resistencia en guerra de guerrillas con la que los recios campesinos neerlandeses demostraron que la formación tradicional británica no era invencible. Inglaterra, humillada, movilizó casi medio millón de soldados para vencer a 35.000 campesinos alzados en armas.

Las vicisitudes de la contienda levantaron el clamor de la prensa libertaria. Pero sobre todo la lucha heroica de los bóers era seguida con particular atención en las colonias inglesas y en los países como Argentina en los que la presencia británica se hacía sentir con peso creciente. La gesta emancipadora reclamaba acción, conmovía el ansia revolucionaria. Era lo que, sin saberlo, el Pampa Ferreyra había estado esperando.

Anoticiarse de la resistencia bóer y hacer sus petates fue todo uno. Sin dudarlo un instante escapó una noche del internado, se embarcó como polizón en un buque cargado de mulas destinadas al transporte de pertrechos ingleses y partió hacia aquel continente lejano e impensable a pelear una guerra inaudita. El indio anarquista Pedro Ferreyra vio claramente que la rebelión contra el imperio inglés le permitiría librar nuevamente el combate perdido en las ignotas pampas argentinas tratando de revirar la historia. Y su historia.

No lo consiguió.

La caída de los bóers tuvo un sabor no por conocido menos amargo. Ignoramos los detalles, pero podemos imaginar al Pampa Ferreyra peleando duro, como sus mayores, a puro coraje, contra las irrefutables balas imperiales. Herido malamente, tras la derrota Ferreyra consiguió huir del campo de concentración siguiendo camino hacia el norte, hacia Europa, hacia lo que creía –nuevamente- era la libertad. Otras alternativas lo acechaban. Una herida engangrenada obligó a que le amputaran una pierna; una parte de él moría, y no era la primera vez. Pese a ello, consiguió atravesar todo el continente, incluido el Sahara, y arribar al Mediterráneo.

Prácticamente inutilizado, en Sicilia solo consiguió conchabarse como matón de la mafia. Diestro en el cuchillo, corajudo, no se arredraba en el combate: era el oficio indicado para él. Tras tanta derrota, las razones para el mero matar ya no importaban. Abrir la carne en busca de la sangre contraria era ahora su vida, el comercio con la muerte le pertenecía como una segunda naturaleza. 

Cuando le encomendaron un “trabajo” –un mero asesinato- en Dinamarca, peinando pelo a favor la ocasión se dejó llevar y en un descuido de su acompañante se hizo, nuevamente, desertor. La ventura quiso que un buque que hacía la navegación entre Argentina y Bruselas lo aceptara como cocinero. Nuevamente era libre. Esta vez no lo atraparían.

Tras una larga travesía retornó a la Argentina y se dirigió hacia los esteros de Entre Ríos y Corrientes, donde, matrereando, encontró refugio durante un tiempo hasta que pudo al fin regresar a Río Colorado a reencontrarse con su madre, que oficiaba de curandera. Sería lo más parecido a una querencia que conocería en su vida; la errancia que las violencias de la historia le habían impuesto llegaba a su fin. Allí fue acogido por un antiguo pionero, don Lorenzo Juliá, jefe y financista de los colonos vascos que habían atravesado el Atlántico en busca de pan y tierra. Alma piadosa, lo tomó como su cocinero personal en la estancia.

En la colonia Juliá y Echarren los compañeros de ideas no escaseaban; una fotografía impresionante muestra una familia de chacareros apellidados Sorbellini y Cabenco celebrando el primero de mayo con el puño en alto. Y es que la colonia libertaria se fundó como retaguardia del sueño ácrata con los restos de las experiencias anarquistas de la Patagonia y de La Pampa.

“Ferreyra solía relatar en magnífica forma toda la experiencia de las etapas cumplidas en su vida” –referirá Juliá a Otero. “Sobre todo tenía una gran capacidad para predecir el tiempo, los vientos, las lluvias y las tormentas captando, de los animales y las plantas, signos que lo orientaban ante el asombro de quienes lo rodeaban. Su seguridad al transmitir sus juicios y pronósticos era tremendamente sugestiva, dejando perplejos a quienes lo escuchaban”.

Según testimonio de Graciela Juliá, hija de Lorenzo, su conocimiento de los misterios de la naturaleza y el alma humana alcanzaban ribetes sobrenaturales. Por ejemplo, cuando llegaba una visita a la chacra, él miraba el vuelo de los pájaros y de ese modo conocía el carácter del visitante, si había que confiar en él o no. Asimismo, un verano tórrido, cuando la cosecha de peras ya estaba madura, sin que nada lo anunciara vaticinó una helada mortal que quemó los frutales.

Otras violencias recurrentes atraviesan esta historia: Graciela, que fue criada por Ferreyra, en los años setenta fue militante peronista, estuvo desaparecida en un campo de concentración, y actualmente vive en lo que queda de la colonia fundada por su padre.

José Otero relata que Ferreyra trabajó con don Lorenzo Juliá hasta su muerte, ocurrida a la edad de noventa años.