Existen circunstancias que trascienden socialmente a la mera historia y caracterizan situaciones que parecen devolver desde el espejo una imagen vivida.

Un lunes 30 de enero como hoy, de hace exactamente nueve décadas, Hitler firmó el acta de defunción del primer constitucionalismo social y democrático del continente europeo, la breve y turbulenta Alemania de Weimar edificada en 1919. Y no asaltó el poder, le fue entregado, como documenta con enorme cantidad de información relevante el profesor de Yale Ashby Turner en su A treinta días del poder, donde aventura que aquella pesadilla que desembocó en el genocidio de millones, entre judíos, gitanos, discapacitados y homosexuales, y concluyó con la Segunda Guerra Mundial, pudo haberse evitado sin la incapacidad política develada por la anuencia final de Hindemburg y las conspiraciones recíprocas entre Schleicher y von Papen. Recupera con Borges que el pasado es tan conjetural como el futuro.

Un deja vù amenazante, ensaya el intelectual italiano Siegmund Ginzberg en su sugerente Síndrome 1933 -cuya lectura no se cansa de aconsejar el Papa Francisco- desde las inevitables analogías que traslada al presente, que corre el riesgo de regresar a un pasado que se creía haber dejado atrás. Ciertamente, las larvas del antimodernismo nutrido de racismo positivista extendieron sus efectos después de aquella época y recurrentemente retornan si no se le oponen obstáculos democráticos eficaces.

Sorteando cualquier simplismo que remita predictivamente a una nazificación global, los factores inestabilidad y desencanto, tanto económicos como representativos, sumados al odio que penetra en el discurso público, no facilitan ningún optimismo. Si no repasar los ataques armados contra las sedes gubernamentales de Washington y Brasilia, o el conato de golpe desbaratado recientemente en Berlín. Aunque Ginzberg se niegue a realizar pronósticos, desde la edición del texto advierte que todo podría ser peor, como efectivamente se verifica en el despliegue de la actualidad.

Porque el asedio derechista que violenta a las democracias populares no reconoce en lo jurídico ningún límite. Baste ver que cuando Hitler se convirtió en Canciller dejó vacante en su gabinete el cargo de ministro de justicia, lo que premonitoriamente indicaba el destino de Gürtner y su dudosa muerte. 

Poco antes se había desencadenado la intervención federal y el estado de sitio en el último bastión genuinamente democrático, que dio lugar al célebre caso “Prusia contra Reich”. La sentencia marcó el punto de no retorno en el desbarranco de Weimar y pone de relieve las consecuencias de mantener judicialmente el status quo frente a un contexto de crisis institucional. 

De poco sirvió en la dialéctica de los enormes litigantes Schmitt y Heller, sumada a los comentarios de Kelsen, la controversia clásica acerca del defensor de la constitución, frente a tribunales que permanecían fieles a la tradición del viejo régimen imperial y detenían permanentemente los avances de un auténtico estado social de derecho. Aun cuando los votos del partido nacional socialista crecieron en progresión geométrica - pasó de menos del 3% en 1928 a más del 37 % en 1932-, la contribución de la aristocracia burocrática jurídica devino esencial para el hundimiento de un sistema político. 

Ninguna novedad llega ahora en discutir seriamente para la Argentina el rol de los jueces en una democracia constitucional y la regeneración de sus estructuras, desde la notoria disparidad entre el modelo de estado programado y el efectivamente realizado. Tanto más frente al acecho autoritario contra las mayorías y sus derechos desde sectores xenófobos, negacionistas, individualistas y misóginos que procuran la deslegitimación permanente en la coyuntura de la peor crisis mundial del siglo producida por la pandemia.

¿Es necesario avisar ante el despliegue electoral que las serpientes ya rompieron los huevos?