Es frecuente encontrar hoy en las redes sociales textos pseudo-progresistas que hablan de la educación escolar como de una instancia coartativa de la libertad y creatividad de los niños y de que las reglas de la convivencia social constituirían un disciplinamiento destinado a favorecer la "alienación" y el sometimiento. Esas posiciones demasiado taxativas sostienen que al niño, desde el momento mismo de su nacimiento, ya se lo está "adaptando al sistema" y que los límites propios de la cultura atentarían contra el derecho del sujeto a crear normas propiaso, exagerando un poco, a desoír más o menos el acuerdo civilizatorio y la idea de Estado.

Es verdad que el proyecto civilizatorio no puede garantizar una armonía ni saldar la falta constitutiva de la condición humana, pero su repudio no conduce precisamente a una mayor libertad para el sujeto, sino a su confinamiento en los territorios de lo puramente imaginario y en la relación mortífera. Hoy asistimos, más allá de la crisis estructural consustancial al capitalismo (no hay, por definición, capitalismo sin crisis y sin conflicto), a una real crisis civilizatoria caracterizada por la abolición de los límites y por la promoción de un goce sin barreras ni diques de contención. En definitiva, la prevalencia del “más allá del principio del placer” y la pulsión de muerte.

Pero es necesario diferenciar esos planteos anti-civilización de los justos reclamos y las luchas contra las opresiones y totalitarios que atentan contra las libertades y los derechos de los ciudadanos. Las luchas emancipatorias no lo son contra la ley simbólica. Las acciones represivas de los gobiernos o grupos del Poder no son equiparables a la represión freudiana constitutiva del psiquismo ni al acuerdo civilizatorio. En síntesis, el orden de lo simbólico no debe ser confundido con las acciones opresivas del poder político o económico sobre las personas.

Hoy existe una larga prédica contra el contrato social que, a partir posiblemente de una mala lectura y una tergiversación de los conceptos de Michel Foucault y de la influencia de algunos otros filósofos y pensadores descontructivistas, lleva a ver en el acuerdo simbólico un mero "disciplinamiento de los cuerpos", un control y una vigilancia sobre los individuos. Los resultados están a la vista.

Esas posiciones subjetivas llegan hasta al extremo de quejarse de la "imposición" del código de la lengua, como si los sujetos pudiesen acaso hablar cada cual su propia lengua, cada uno por su lado, al margen del acuerdo y del lazo social. En realidad cada sujeto tiene de algún modo una “lengua propia” en el sentido de una singularidad y de la historia familiar, pero sin que ello implique una salida del código y del consenso tácito sobre el que se funda el hecho lingüístico. De lo contrario caería en el campo de la psicosis, como describe Freud en el caso del presidente Schreber.

Es cierto que lo simbólico, además de la vertiente pacificadora de la palabra, comporta una vertiente perturbadora que conduce no pocas veces a la neurosis, al superyó, a la autorecriminación, a la culpa, a la desdicha, etc., pero sin orden simbólico, sin acuerdo de la lengua, sin reglas estructurales tácitas como la prohibición del incesto o el no matarás, no hay sociedad sino horda primitiva, relación paranoide, mayor sufrimiento, goce mortífero. En la condición humana no existe la perfección y mucho menos la armonía, pero ello no autoriza que se deba convocar a la anomia y a la psicosis.

Los posteos pseudo-progresistas en cuestión, parten de la suposición errónea de que el sujeto anterior a la influencia civilizatoria es un ser puro, inocente y creativo, en quien sólo caben la concordia y el amor y que sería luego el contrato civilizatorio el que vendría a arruinar ese estado idílico de cosas. Freud, muy por el contrario, sostiene que lo que está en el comienzo no es el amor sino el odio y que la agresividad es parte estructural del psiquismo. El Otro y el lenguaje son anteriores al advenimiento de un sujeto. Si hay algo en lo que el sujeto no es libre, ello es en su sujeción a la lengua, en su sometimiento al código impuesto desde antes de su nacimiento.

Esas prédicas demagógicas y peligrosas, más próximas a las lógicas neoliberales de desregulación ilimitada que a un verdadero espíritu de libertad e integración, han causado grandes estragos en el mundo y en la sociedad argentina en particular, contribuyendo involuntariamente a reforzar los preceptos y los fines de la fase actual del capitalismo y sus vastos efectos de tierra arrasada. Nadie sabe para quién trabaja, diría un amigo. Precisamente, hoy la “libertad” es también un término caro al neoliberalismo y a los movimientos de la derecha mundial que en nombre de la democracia y de la defensa de las “libertades individuales” instauran la exclusión, la esclavitud y la masificación. La libertad que la derecha neoliberfascista pide es la libertad para someter, evadir impuestos, violar las leyes, fugar capitales, desestabilizar a gobiernos populares, explotar, esclavizar e inclusive matar a los otros.

En síntesis, la libertad, incondicionalmente anhelada por algún reducido sector del progresismo, no puede ser una libertad sin el Otro ni estar edificada en contraposición al consenso de la lengua y a la ley simbólica, es decir, a lo que Jacques Lacan denomina significante “Nombre del padre”, ese punto que por encima de las diferencias e individualidades, abrocha la posibilidad de una significación y establece un mínimo principio ordenador para la convivencia humana.

Asistimos en este momento a la escena cotidiana de una sociedad destruida, con niveles intolerables de perversión y psicopatía, con un alto grado de violencia y deterioro mental. El caso de los rugbiers asesinos no es un hecho aislado ni constituye una excepción, sino que es una cabal muestra del proceder de una parte de la sociedad argentina, no de toda, por supuesto, que ve en la ley simbólica sólo una injerencia contra el despliegue de la “libertad individual”. En este punto las posiciones de derecha y algunas posturas pseudo-progresistas, en realidad más bien reaccionarias, se tocan y tienden a coincidir. La ultraderecha ha conseguido, con la participación inconsciente de muchos que creen oponerse a la misma, sus objetivos macabros.

*Escritor y psicoanalista