Los espíritus de la isla

(The Banshees of Inisherin)

Irlanda/Reino Unido/EE.UU., 2022

Dirección y guion: Martin McDonagh.

Música: Carter Burwell.

Fotografía: Ben Davis.

Montaje: Mikkel E.G. Nielsen.

Intérpretes: Brendan Gleeson, Colin Farrell, Kerry Condon, Barry Keoghan, Gary Lydon, Pat Shortt, Sheila Flitton.

Distribuidora: Buena Vista – Disney.

Duración: 114 minutos.

8 (ocho) puntos

Es curioso el acento que en el rótulo “comedia” se aplica a esta película, como si su mención hiciera más amable o amena la propuesta. Sí pueden distinguirse ciertos elementos formales cercanos, más o menos en juego, como algunos aspectos en la caracterización actoral o la transición entre escenas, cuando es motivada por el contraste. De acuerdo con el móvil argumental de Los espíritus de la isla: Pádraic (Colin Farrell) no debe hablar más a Colm (Brendan Gleeson); sin embargo, lo hará. Aun cuando éste lo amenace con cortarse de a uno los dedos de su mano izquierda. ¿Por qué? Porque Colm quiere componer música con su violín, porque el tiempo es escaso, y porque está en un momento de su vida donde, le parece, debe dedicarlo a algo más urgente que a los diálogos inútiles con Pádraic. Pero Pádraic no puede comprenderlo, mucho menos aceptarlo. ¿Cómo su amigo, el de todos los días, el compañero del final de la jornada, lo hace a un costado así y de manera tajante?

Desde luego, para este pleito hay un escenario, que cobija y exterioriza el dilema. También puede pensarse en cómo ese mismo contexto provoca una interiorización minimalista en la forma del enfrentamiento. La acción se sitúa a comienzos del siglo XX en una isla irlandesa, Inisherin, que mira sobre su horizonte cómo las humaredas y los sonidos que el viento trae anotician sobre la guerra civil desatada. Un enfrentamiento histórico que el director Martin McDonagh (Escondidos en Brujas, Tres anuncios por un crimen) pone en escena de modo cifrado y a la manera de un cuento fantástico: Inisherin es una isla ficticia (pero de sustento real, la película fue filmada en Achill Island e Inis Mór) que el título habita con espíritus (las denominadas “banshees”).

No hace falta al film de McDonagh, claro está, mostrar situaciones de índole paranormal para dar cuenta de tales “apariciones”, sino que las asume como parte de un legado tan folklórico como histórico, que habita en el film porque está enraizado en el acervo de sus personajes. De este modo, la isla de Inisherin funciona como un lugar tan imposible como cierto, localizado en un inconsciente colectivo que el film actualiza, pone en escena, y le devuelve vigor mítico. En este contexto, acorde con una sensibilidad que sabe sobre costumbres propias y pasado histórico latente –único modo de pensar la situación del presente–, el film acomete lo suyo y lo subsume en el dolor de estos dos amigos que, según se dice, parecían inseparables.

Colin Farrell delinea un personaje que sufre mucho más de lo que dice.

Los escenarios elegidos por el film son pocos, en el marco de una isla cuyo esplendor verde todo lo reúne: la casa de Pádraic, la casa de Colm, el bar donde compartir cerveza negra, el pueblo; y los caminos ya trazados, tantas veces transitados –a pie, con animales, en carros– que todo lo conectan. Un mapa de vida conocido, al que Pádraic se aferra todavía más cuando, de pronto, se entera de que su amigo ya no quiere hablarle, ya no quiere escucharle. Una tensión tal vez irreconciliable se perfila. Y en el caso de Pádraic, de una manera conservadora, con una persistencia incapaz de aceptar nada diferente, aferrado como está a un orden inmutable. Su hermana Siobhán (Kerry Condon), en cambio, tiene una perspectiva distinta, y gracias a los libros, distante de la isla, cuyos confines espera superar. Colm, por su parte, piensa en la música, con todo lo de etéreo y abierto que ella conlleva; aun a costa de su integridad física. (La relación es antojadiza y superficial, porque son películas muy diferentes, pero su decisión remite un poco al Paganini de Klaus Kinski, en esa película demente y dirigida por el propio actor donde el músico toca el violín hasta cortar las cuerdas y herir sus dedos).

Como una figura presuntamente sabia, una anciana transita la isla, aparece en determinados momentos y mantiene diálogos. Es alguien que observa, casi no interviene, y acuna un tiempo anterior. Como si supiera sobre la desgracia en ciernes, espera y observa: el plano final del film obedece a esta cuestión, y traza una ruptura que parte a la isla en dos. Lo que se vive, entonces, es un desgarro emocional intenso. Pádraic tendrá que aceptar, ni más ni menos, que su amigo ya no quiere hablarle. ¿Cómo hacerlo? Una vez aceptado, si es que esto es posible, ¿cómo seguir? Pero también, Colm deberá soportar la decisión que tomó. Si no es consecuente con ella, ¿cómo haría música?

En este dolor compartido se entretejen otras situaciones, como la referida con la hermana de Pádraic, preocupada por sortear el límite que la isla le supone; pero también la del policía que abusa sexualmente de su hijo y determina su porvenir, ya trazado de antemano por una isla capaz de silenciar los pecados mientras todos beban cerveza. Es destacable cómo el film asume tales cuestiones desde un registro apenas extrañado, algo que es perceptible, de hecho, en el cine de su director. Lo que equivale a un sello propio, en donde podría parecer que se apela a la comedia pero sin embargo y de manera prudente no se la asume; de hacerlo, el film sería completamente otro.

Y esto es algo que sus intérpretes principales –los notables Colin Farrell y Brendan Gleeson– saben cómo internalizar y comunicar: en el caso de Gleeson, con la parquedad de su rostro adusto, de líneas esculpidas y gestos suficientes; en cuanto a Farrell, a través de matices y un vocabulario limitado, tendientes a delinear un personaje que sufre mucho más que lo que dice. Entre los dos, componen lo que el film es y anuncia desde el inicio: una unidad rota.