Sus dialógos con Edward Said, la propia creación de la Orquesta West-Eastern Divan –que toma su nombre de una antología de poesías orientales reunidas por Wolfgang Goethe, todo un símbolo de las uniones entre Oriente y Occidente–, sus reflexiones acerca tanto de lo purmente musical como de las riquezas y contradicciones de su contexto, trazan un  retrato bastante preciso de uno de los músicos más excepcionales del último medio siglo. Y, tal vez, no sería necesario tanto. Apenas con escucharlo tocar Beethoven o dirigir Bruckner o Brahms se tiene una idea cabal de cuales son los horizontes que Daniel Barenboim va situando delante suyo. Y, sin embargo, la curiosidad, la intensidad permanente y una energía a la que es difícil encontrarle un paralelo, no acaban allí. La carrera de Barenboim no necesita nuevos capítulos. Ya todo fue escrito allí, podría aventurarse, y a lo sumo podría haber una profundización o un mayor desarrollo de aquello que ya está. Pero con él, las cosas nunca resultan obvias. El músico que conduce de memoria la gran summa del arte sinfónico y las óperas que le interesan –aquellas capaces de problematizar su lenguaje y ofrecerse desafiantes a la escucha–  y que es capaz, entre un día y otro de un ciclo wagneriano, de despuntar el vicio de tocarse algunas sonatas de Beethoven. Aquel que no sólo se convirtió en uno de los intérpretes de referencia para los repertorios de los siglos XIX y comienzos del XX sino que trabajó codo a codo con Pierre Boulez y estrenó obras suyas, de Iannis Xenakis, John Corigliano o Elliott Carter, creó su propio canal de YouTube para decirle a la gente, por ejemplo, que para escuchar no es necesario ser especialista. Allí desmenuza una obra (en Deconstructed) o, en cinco minutos (5 Minutes On), propone sobre ella una nueva mirada. Y, por supuesto, ofrece sus pensamientos –y su música– a quien quier oírla. Y, además, sus últimos discos han figurado, invariablemente, en las selecciones de las principales revistas especializadas del mundo de lo mejor de cada año. Sus grabaciones de los conciertos para cello y orquesta de Edward Elgar y Elliot Carter junto con  Alisa Wilerstein como solista, de la Sinfonía Nº 2 de Elgar, de los Conciertos para violín de Tchaikovsky y Sibelius, con Lisa Batiashvili,  y de los de Brahms con él como pianista y Dudamel en el podio, lejos de la figura del testamento del artista legendario son más bien nuevas puertas. Las exploraciones de alguien que siente que tiene, todavía, toda la música por delante.