Es frecuente que cuando se habla de Martha Argerich se mencione cierta cualidad animal. Sin ambargo, como puntualiza Barenboim, pocas intérpretes son tan reflexivas y cuidadosas como ella de lo que el autor de una obra ha escrito en su partitura. Sucede que hay algo misterioso. Algo que, parafraseando a la teórica Josefina Ludmer, sólo puede catalogarse como “resto del texto”. Aquello que, una vez que se ha analizado todo, como el dinosaurio de Monterroso, todavía está allí. Lo que no puede explicarse y, en cambio, es lo que lo explica todo. No hay manera de decir por qué Martha Argerich es única. Por qué es capaz de electrificar con sus interpretaciones y sonar siempre nueva, siempre como si estuviera improvisando, en obras que se han escuchado –y que ella ha tocado– infinidad de veces. Hay algo que puede intuirse. Una suerte de duda infinitesimal que precede a la más fulminante de las certezas. Una especie de temblor o agitación que recorre cada uno de los sonidos. Algo que un músico de jazz no dudaría en definir como swing –y que, desde ya, tampoco sabría cómo explicar–. Y, por supuesto, una técnica descomunal que le permite tocar los pasajes más endiablados como si estuviera sacudiendo su cabellera, ese gesto tan simple como profundamente complejo que ya hace sesenta años convirtió en un sello personal. Pero, en realidad, lo que Argerich transmite es algo ligeramente distinto. Cuando toma contacto con el teclado de un piano sucede exactamente lo mismo que se percibe al ver una trucha nadando contra la corriente de un río caudaloso: ese es su elemento. Hay grandes nadadores, como hay grandes pianistas. Muchos logran hacer olvidar, casi, que se trata de movimientos aprendidos. En el caso de Martha Argerich, como en el de los peces capaces de remontar las corrientes, no parece haber artificio alguno. No se distingue ningún forzamiento. Apenas la energía, la naturalidad de quien siempre ha nadado en esas aguas y, claro, la alegría de volver a hacerlo y de sentirlo siempre como si fuera la primera vez.