La primera semana de enero de 2023 fue noticia el fallecimiento de Adolfo Kaminsky. Argentino, de orígenes rusos y judíos, había nacido en 1925, y residiendo con su familia en la París ocupada por los nazis, siendo un adolescente, participó de las redes clandestinas de la Resistencia falsificando documentos

“El mago de la tinta”, “trabajador de la Resistencia”, “forjador de todas las luchas”, “el falsificador heroico de París”, “vida de lucha”, “un hacedor de la libertad”, “el falsificador libertario” y hasta ¡“el Schindler argentino”! tituló y presentó la prensa mundial el hecho. También se destacó el cálculo de que unas 3 mil familias judías fueron rescatadas durante la ocupación y la guerra por los papeles que les produjo y proveyó Kaminsky (junto a sus colaboradores, su laboratorio y su red). Un diario reportó, posiblemente haciendo algún cálculo global: “Muere a los 97 años el falsificador de documentos que salvó 14 mil vidas”. En total, fueron tres décadas de labores prácticamente ininterrumpidas.

La llegada a esta inusual profesión –a la que se le sumó la fotografía– se encuentra en Adolfo Kaminsky. El falsificador, libro publicado en Francia en 2009 y en 2011 en Argentina, que lleva la firma de su hija, Sarah Kaminsky –actriz y guionista–, y que se desarrolla casi como un relato en primera persona del propio Adolfo, apenas puntuado por alguna pregunta aquí y allí, a lo largo del monólogo que recorre esta extraordinaria, singular vida. El volumen, en verdad, es producto del relato (y los silencios) del padre, junto a dos años de investigación y una veintena de entrevistas, según cuenta la autora en el prólogo.

En lo que es una aventura trepidante, la historia da comienzo cuando se oye un grito: “¡Control de documentos! ¡Registro general!”. Estamos en el metro de París, en enero de 1944, y un joven, que transporta una valiosa carga, se obliga a aparentar impasibilidad: “Mantener la calma, camuflar mis emociones. Ante todo, que no me traicionen, no hoy, no ahora. No permitir que mi pierna marque el compás de una música desenfrenada. Impedir que esa gota de sudor se forme sobre mi frente. Reducir el flujo de sangre que va hacia mis venas. Desacelerar los latidos del corazón. Respirar lentamente. Comprimir el miedo. Disimular la angustia. Estoico. Está todo bien. Tengo que cumplir con una misión. Nada es imposible”. 

Es Kaminsky, un tintorero camuflado bajo el nombre de Julien Keller –según los papeles que porta–, quien consigue superar la dificultad, bajarse del vehículo en la estación prevista, y dirigirse hasta el cementerio, a respirar y recuperarse de los nervios mortales por los que pasó, que él denomina shock retrospectivo: “la expulsión, por parte del cuerpo, de las emociones reprimidas. Esperar con paciencia que mi pulso volviese a la normalidad y que mis manos se relajaran, se desentumecieran”. Pero de inmediato recuerda su misión, reasume lo pendiente: “Nada de tiempo para el abatimiento o la autocompasión, ni para el temor o el desaliento. Me preparo para volver a salir. Antes de ponerme de pie, abro con precaución mi maletín para una última verificación. Levanto el sándwich. Todo sigue ahí. Mi tesoro. Cincuenta documentos de identidad franceses vírgenes, mi pluma, mi tinta, mis sellos y una abrochadora”.

Autorretrato de 1948

Una infancia truncada por la guerra, las injusticias del momento, las muertes tan inesperadas como arbitrarias hicieron de Kaminsky un luchador y un especialista en su rubro. Como aprendiz de tintorero, se incorporó a la Resistencia y comenzó a realizar actos de sabotaje, aplicando nociones químicas y diversas técnicas. El joven Kaminsky llegará a especializarse en falsificación de documentos por una serie de aprendizajes previos, que luego serían puestos en juego ante la situación de la ocupación. 

“Sabía, claro, que todos los servicios de policía estaban tras las huellas del falsificador de París. Lo sabía porque había encontrado el modo de producir una cantidad tal de documentos falsos que, muy rápidamente, habían inundado toda la región del Norte, hasta Bélgica y los Países Bajos. Cualquiera que buscase documentos falsos en Francia sabía que los podía obtener instantáneamente estableciendo contacto con cualquier rama de la Resistencia. Era obvio que, si todo el mundo lo sabía, la policía también. Mi principal ventaja era que probablemente la policía buscase a un técnico ‘profesional’, que tuviese máquinas, imprentas y una fábrica de pasta; ninguno de ellos podía sospechar que el falsificador que buscaban no era más que un chico."

Aún siendo más chico, la experiencia de quedar varados sin papeles en Turquía, en espera de un salvoconducto, en un viaje familiar de Argentina a Francia –país que los rechaza–, con un bebé recién nacido, en un limbo de nacionalidad –ni argentina ni turca–, le demostraría de forma cruel y patente el sentido de la legalidad y los papeles, del poder y las injusticias que de él emanan.

Volviendo a Francia y la década de 1930, Adolfo Kaminsky y su familia fueron llevados al campo de Drancy, como antesala de un viaje hacia otro campo, el de exterminio. Ante la pregunta de Sarah de cómo lograron salir de allí, le dijo: “Las cartas de Pablo al cónsul de la Argentina nos salvaron. Nos quedamos tres meses en el campo. Era el tiempo máximo. Nuestra supervivencia se la debemos a la cobardía diplomática de un gobierno que, para no enemistarse con el poderoso Estados Unidos sin romper los acuerdos económicos que lo ligaban con la Alemania nazi, había elegido proclamarse neutral”. Agregando: “La neutralidad no existe. No hacer nada, no decir nada, ya es ser cómplice”. 

Finalizada la segunda guerra mundial, los servicios secretos del Estado francés convocaron a Kaminsky a trabajar para proveer de documentación a las personas liberadas de los campos, que deseaban ir a Palestina. Explicó: “Me sentía fuertemente ligado a los supervivientes, a los que nadie quería, esos niños que ya no creían en nada y que había que reconciliar con el mundo, esos hombres y mujeres que anhelaban una tierra lejana para reconstruirse, a resguardo de las persecuciones. Por una vez, querían ser dueños de sus destinos. Querían emigrar a Palestina. Personalmente poco me importaba el lugar, no era sionista. Pero defendía firmemente la idea de que cada individuo, particularmente si es objeto de una cacería y su vida está en peligro, pueda gozar del derecho de circular libremente, de cruzar fronteras, de elegir el destino de su exilio”. Y en ese sentido trabajó, y luego renunció a seguir colaborando con el gobierno francés, en cuanto resurge la cuestión argelina, con su guerra de liberación.

Con su hija Sarah

Jubilado de los servicios secretos, Kaminsky se desarrolla en fotografía. Con trabajos con artistas notables y anécdotas. Contó a su hija: “Cuando me independicé, uno de mis primeros clientes fue el arquitecto y urbanista Anatole Kopp. Me encargaba gigantografías para stands de eventos, para vidrieras, para las fachadas de los pabellones de las fiesta del diario l'Humanité e incluso para exposiciones históricas sobre temas que me apasionaban, tales como la Comuna, la vida de Romain Rolland o las minas de carbón en el norte de Francia. Más tarde me especialicé en la reproducción de obras de arte. Un trabajo meticuloso, difícil, técnico: exactamente lo que más me gustaba. Mis amigos pintores, en su mayoría sudamericanos cinetistas, muy activos en el campo de la pintura, la abstracción geométrica y el arte óptico, formaban el grueso de mi clientela. Desafortunadamente, Oswaldo Vigas, Yaacov Agam, Jesús Soto, Carmelo Arden-Quin o Antonio Asis no eran entonces los artistas reconocidos que son hoy. Con frecuencia -por no decir casi siempre- tenía que cerrar los ojos frente a las facturas impagas”.

Ante la guerra de Argelia, Kaminsky se puso una misión: “Inundar Francia con dinero falso para desestabilizar la economía del país en caso de que el gobierno se negase a abrir las negociaciones. La idea no era nueva. En resumen, se trataba de un chantaje económico. Un tipo de acción más radical para acelerar el fin de las hostilidades. Pero, para que fuera tomada en serio, había que hacerla creíble. Pasar al acto”.  Utilizando el mismo lugar que antes se empleara para una antena belga de la Orquesta Roja –la famosa red soviética de espionaje comandada por Leopold Trepper–, no se llegó a la implementación de esta medida de boicot.

Con una vida sentimental trajinada por las obligaciones de la clandestinidad –horarios inusuales y salidas y entradas imprevistas, ausencia de explicaciones, silencios–, Kaminsky deseó jubilarse más de una vez. Pero, ¿en tanto qué ocurría? “Los pueblos peleaban por su libertad en todo el mundo”. Así, no sólo argelinos, sino dominicanos, brasileños, portugueses y norteamericanos que no querían combatir en Vietnam requerían de su trabajo de falsificador. Individuos, redes, movimientos y toda clase de organizaciones solicitaban sus servicios. Y una y otra vez –en la medida de sus posibilidades– los satisfacía. Incluso más. En el emblemático año 1968, otro episodio, humildemente consignado: “permitirle a Cohn-Bendit –quien tenía prohibido ingresar a Francia– volver a entrar de manera clandestina fue mi única contribución a la revuelta de Mayo”. También la juventud mexicana, tras la masacre de Tlatelolco, recibió la ayuda de Kaminsky y aliados, al igual que la resistencia griega que combatía la dictadura de los Coroneles.

El libro Adolfo Kaminsky. El falsificador se detiene en 1971, año en el que finalmente deja la actividad, aunque se mantendrá en él, por siempre, “un sentimiento de deber hacia los oprimidos”.