Ernst Patrick Parral había nacido en Gibraltar, las mitológicas Columnas de Hércules que la prosaica corona británica se encargó de capturar para controlar el Mediterráneo. Al emigrar a la Argentina fundó Villa Harding Green, un barrio inglés ubicado a mitad de camino entre el aeropuerto y la ciudad de Bahía Blanca. Don Parral formó su hogar en ese lugar aislado, esa utopía urbana personal donde creció su inquieta hija Corina. Afecta a la música, no tardó en descollar como intérprete al egresar del Conservatorio Williams de la ciudad, donde compartió aulas con dos muchachos que, como ella, aunque por motivos distintos, harían historia: Juan Carlos Cobián y Carlos Di Sarli. Como ellos, completó sus estudios musicales en Buenos Aires, donde desplegó una labor como intérprete y compositora de cierto renombre. Y como ellos compondrá, con menor suerte, un cierto número de canciones populares. Pero el destino le tenía reservados otros rumbos.

En 1934 tocó en la recepción ofrecida por la Embajada de Ecuador al flamante Presidente electo, el carismático José María Velasco Ibarra; al parecer el flechazo fue mutuo. Ella, menudita, con su rostro de muñeca de porcelana, quedó deslumbrada por aquel señor alto y enjuto de verba incandescente que al poco tiempo sería derrocado por un golpe de Estado. Durante su primer exilio en Colombia, sumido en la depresión, Velasco comenzó un intercambio epistolar con la joven pianista bahiense que derivó, cuatro años más tarde, en escándalo (él estaba casado y hubo de divorciarse), y en matrimonio. Desde su nueva patria adoptiva, Buenos Aires, adonde recalará en sus recurrentes destierros, Velasco volvería en cuatro ocasiones a asumir como presidente de su país (1944-1947; 1952-1956; 1960-1961 y 1968-1972), ya con Corina como “Primera Dama”, sufriendo sendas destituciones y exilios.

Su caso es único en el continente. Hombre sin partido, su imaginario liberal democrático, católico, encarnó un tipo de gobierno popular de amplia base social a la que construyó con su mero carisma personal: en ello radicaban tanto su potencia como su debilidad. En cierta ocasión, desafiado a regresar tras un golpe de Estado, pronunció una frase que lo haría famoso: “Dadme un balcón y seré presidente”. Hombre sin partido, sus gobiernos dependerán enteramente de su capacidad de maniobra pendular con las fuerzas populares y las oligarquías militares. Aunque demócrata y constitucionalista, no vaciló en clausurar el Congreso y restringir el funcionamiento de las instituciones; ambiguo y eficaz, su control del poder era tan precario como potente su ascendiente popular. Papá, Doctorcito, El Loco, eran algunos de los apodos con que el pueblo lo llamaba; pero sobre todo la prensa, tanto opositora como partidaria, lo consideraba El Gran Ausente. Y es que incluso desterrado seguía siendo un factor tácito y excluyente de la política ecuatoriana. Junto a Corina vivió una vida de extrema sencillez, signada por privaciones. Cada vez que debía emigrar se conchababa como docente universitario (profesó en La Plata una cátedra de Derecho invitado por Alfredo Palacios) o como simple maestro de escuela. Hasta llegó a renunciar a la pensión de ex-presidente por haber sido conferida por sus enemigos.

Su apoteosis se produjo estando expatriado en Chile, el 28 de mayo de 1944, cuando un alzamiento cívico-militar lo encaramó como jefe supremo de la Nación. Será su 17 de octubre. Y la única ocasión en que accedió al poder sin un proceso electoral. El gran pensador ecuatoriano Agustín Cueva lo describió de este modo: “Magro y ascético, el caudillo eleva los brazos como queriendo alcanzar igual altura que las campanas que lo recibían. Y en el momento culminante de la ceremonia, ya en éxtasis, su rostro también, y sus ojos, su voz misma, apuntaban al cielo. Su tensión corporal tenía algo de crucifixión y todo el rito evocaba una pasión en la que tanto las palabras como la puesta en escena destacaban un sentido dramático, si es que no trágico, de la existencia”. Carlos Piñeiro Iñíguez, en su libro Pensamiento Equinoccial, resume así su labor: “Da una nueva constitución, devuelve las tierras ocupadas, y más allá de sus excesos dictatoriales realiza una vasta obra de gobierno. Nacionaliza el ferrocarril, funda la Casa de la Cultura, establece los primeros puentes aéreos y obras de regadío, apoya la formación de la CGT, de la Academia Militar y la Universidad Católica; construye carreteras, cientos de escuelas, y desarrolla la economía como nunca se había visto en Ecuador”.

Inseparable y apasionada, Corina se dispuso a asumir el compromiso de la historia. No se conformaría con un rol decorativo. Aunque siguió tocando y componiendo, declinó su vida profesional y obró sobre sí misma una impresionante conversión: comenzó a escribir libros (poesía, una novela y diversos relatos bajo el seudónimo Alma Helios; versiones alegóricas del drama del presente), e inició su vida política volcada enteramente a la atención de los sectores más desplazados de su país adoptivo. Fue una revelación inesperada -para Velasco y para Ecuador-, que confería protagonismo a la mujer. Pero no era nada nuevo para ella, que profesaba inquietudes sociales desde siempre (siendo adolescente había militado en el socialismo bahiense) solo que ahora podía hacerlas realidad. Interpelada por la pobreza y desidia de los gobiernos decidió abocarse a la labor social. Aliada con unas monjas y apelando a una trama de mujeres benefactoras creó establecimientos de protección a la niñez, a las mujeres víctimas de violencia de género, a la ancianidad y a desposeídos de cualquier tipo. Fundó programas de protección para personas en situación de calle y para discapacitados, así como de prevención de la delincuencia y mendicidad. Durante la cuarta presidencia de Velasco, Corina encaró la que sería su preocupación central: la Ciudad del Niño, un hogar para huérfanos inspirado en la obra de Evita. En su libro Banda Presidencial (1963) hace la crónica de esa epopeya.

Más allá de sus poemarios, en sus crónicas enhebradas en De la lágrima a la sonrisa (1972) recoge momentos de su vida política junto a Velasco. Pero lo hace con su estilo diáfano, no exento de transes desgarrados, signado por su cristianismo popular y cierta propensión a la alegoría redencionista. Su principal protagonista, a quien llama El Presidente, está construido para la admiración, casi siempre excesiva, como en una versión análoga de La razón de mi vida. Él es el héroe ideal, ella la testigo y coprotagonista de un drama en el que el pueblo es el coro desvalido y los enemigos unos miserables vencidos por el amor y la voluntad. “Quijotismo revolucionario y orientador, modestia y orgullo, absoluto desinterés, pasión por la libertad, caballerosa hidalguía, mensaje permanente de amor al Hombre, deber de servicio, incansable, trabajador, espíritu de sacrificio, alma religiosa, filósofo, buceador de la historia”; así describe a su marido en la apertura.

El libro abunda en escenas heroicas que lo muestran como fue: una hoja en la tormenta de la historia. Corina cincela pequeñas viñetas a manera de apólogos morales. Así, lo vemos actuar amenazado por unos jinetes que intentaban impedir su discurso en una zona hostil: “bajó del automóvil y comenzó a caminar. La multitud le abrió paso en el más imponente silencio”. O en su primera visita oficial a la Argentina, cuando al dar un discurso en el Congreso dijo que de nada valían las obras si no se contaba con una auténtica libertad: la oposición aplaudió sus palabras como un alegato contra el gobierno de Justo. Durante la Tercera presidencia cuenta Corina que ante un conato militar Velasco mandó a llamar al telegrafista de madrugada y envió mensajes falsos a todas las guarniciones diciendo que la Comandancia de Quito le rendía honores. Cuando amaneció “Se había terminado la revolución”. En Panamá, en presencia de Eisenhower, el Presidente de un país pequeño pero de pie reclamó por un panamericanismo bolivariano, enfrentado al imperialismo del norte. Espectadora asombrada, a veces Corina se incluye en ciertas escenas. Durante una asonada, Velasco encarcela en la propia casa de gobierno a los militares que venían a destituirlo. Sale a los cuarteles a parlamentar. Corina queda sola con los prisioneros, que la amenazan con ametrallar la casa si no los libera. “Me negué”. Como en las películas, el chofer se arrojó sobre ella salvándola de la metralla. El Presidente estaba preso, pronto partirían al que para Corina será su primer exilio. “Lo primero que pensé es que no podía irme dejando su única fortuna: sus libros”, que pudo salvar ayudada por los pocos soldados leales de la guardia presidencial. Con inocencia narra una situación que parece surgida de una novela de realismo mágico: “Me preparé para abandonar la casa. Al pasar por el salón de música vi el gran piano de concierto y entré. Como siempre que me despido de algo, toqué “Tristeza”, de Chopin. Los soldados, atónitos, esperaban”.

Espíritu melancólico, cada tanto evocaba a Bahía Blanca, las vacaciones en el Río Colorado, los paseos a caballo. “Ciudad llena de mis primeros años/que acunaste mi infancia/veo tu alma a través de un sueño largo/, suma de tiempo, ausencias y distancia./ Estaba el libro de mi vida en blanco/cuando dejé tu tierra./ Fatigada de inútil y arduo viaje,/ llena de sol amargo,/ busco en mi mente tu viejo paisaje/ para consuelo de mis desengaños”.

El 7 de febrero de 1979 Corina cayó de un colectivo en la esquina de Las Heras y Austria, en Buenos Aires; una semana más tarde su esposo retornaba a Quito con los restos de su amada. Al bajar del avión solo atinó a decir: “vengo a meditar y a morir”. A los cuarenta y cinco días, el ex presidente “murió de amor”. Casi medio siglo antes, en carta a su madre le contaba cómo lo había deslumbrado una pianista argentina: “Corina y el mar me han salvado”.