No debe haber un apellido más conectado con la zona norte que el de Bernardo Beccar Varela, 48 años cumplidos. Desde su apellido con reminiscencias patricias de tataranieto de Cosme Beccar, legislador porteño durante el gobierno de Mitre. Hasta su origen personal: aunque nació en capital, siempre vivió por San Isidro, Beccar. Ahí también es donde transcurren sus tres novelas publicadas, Retiro-Tigre (2010), El ahogado (2018) y Quemacoches, publicada a fines del año pasado. 

Sin embargo, el territorio en sus novelas funciona como algo más que costumbrismo porque da forma a la trama. En Quemacoches, Diego, que vive en San Isidro con su madre alcohólica, solo tiene un divertimento: quemar cosas. A raíz de una serie de eventos desafortunados, se verá conectado a una banda de piromaníacos del barrio, que queman autos por deporte con un trasfondo litúrgico. Un policial escrito por un abogado, un recorrido por la cultura religiosa de un barrio con una larga tradición secular, una excusa para que lo conocido se vuelva desconocido.  

"Me gusta usar la experiencia para que la verosimilitud haga una historia sólida", afirma con el café que compartimos en Dulcinea, la librería de literatura infantil y juvenil que abrió junto con su pareja en 2018, también en el barrio de San Isidro. "Además, yo trabajo de abogado, y no tengo mucho tiempo para explorar un tema y hacerme experto, escribo de las cosas que manejo. Quizás si me pagaran seis meses por irme a escribir a algún lugar sería distinto", bromea. 

Cuando le pregunto si le gustaría que lo manden a escribir a algún lugar para investigar, me responde que no, que no le gustaría para nada ("Yo soy un abogado que escribe"). Pero tampoco lo ve como un pasatiempo. 

"Escribir es muy trabajoso. Es más intenso que un hobbie. Me cuesta, por tiempos y porque físicamente me cuesta. Pero reconozco que hay una pulsión que me hace hacerlo, como levantarme a las cuatro de la mañana para escribir. Me quiero pegar un tiro, porque estoy cansado, pero es algo que necesito hacer. ", afirma. 

--¿De dónde viene tu relación con la literatura?

--La verdad, no lo sé. En mi casa siempre se leyó, mi mamá leía mucho. Pero recién en la adolescencia sentí ese impulso de leer, siempre robando de la biblioteca de mi casa. Después cuando estudié, en Derecho hay que leer mucho, no literatura claro. Pero nunca fui un lector voraz. En algún momento me nació una pulsión, pero no sé decirte de dónde. Nunca fui esas personas que de chicas escriben, nada que ver, era más bien inquieto y estaba en la calle todo el día. Leía como un pasatiempo. Hasta la adolescencia, cuando conocí Bukowski y esas cosas, que me hicieron reformularme: no sabía que se podía escribir de esa manera. Fue como una epifanía. Ahí sí empecé a leer mucho y a escribir. Con respecto a la librería, creo que me gusta mucho vender libros y que sea un espacio, mucho más que una librería. Me gusta que haya eventos, que pasen cosas, donde uno pueda venir y leer un rato con tu hijo, tu nieto, tu sobrino. Que sea una experiencia. 

--Me interesa la relación entre tener una librería de infantil y juvenil y tu última novela, Quemacoches, que es una novela de iniciación o de aprendizaje. ¿Pensas intencionalmente en el público joven, en los adolescentes de hoy?

--La adolescencia es una edad que me interesa bastante. Es una edad terrible, donde te pasa de todo, donde todo se vive intensamente. Y es cierto, me gusta mucho el género de novelas iniciaticas, que suelen tener un personaje joven, que empieza y termina de otra manera porque hizo un viaje, uno introspectivo, dentro de sí mismo. Me gusta esa sencillez, de que no haya una trama monumental, sino solamente un viaje interior. Creo que la adolescencia ya es una edad dura de por sí, y que si yo fuese adolescente ahora es todavía más complejo. No sé si es mejor o peor, pero el nivel de opciones es mayor. Nosotros estábamos más encasillados en eso, fuimos para un lado. La diversidad de opciones de hoy a mi me asustaría, creo que me hubiese costado mucho saber qué hacer. Pero porque la adolescencia tiene ese rasgo de por sí: no saber qué hacer. Es una época de vértigo.

--¿Pero dirías que tu novela es una novela de literatura juvenil? 

--Yo creo que cuando la literatura es buena, no creo que tenga edad. Vos leés hoy El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, que supuestamente es una novela de adolescentes, pero si la lees creo que cualquiera se volvería loco. O yo leo todo el tiempo novelas supuestamente "infantiles", que emocionan mucho, porque son buenísimas. Entiendo que hay delimitaciones, por temáticas y esas cosas. Lo cierto es que los jóvenes están empujando mucho la industria editorial. 

--La trama de la novela se complica hacia lugares bastante más oscuros que una novela juvenil. La banda piromaníaca se cruza con la temática religiosa que caracteriza al barrio y las iglesias alrededor. 

--Si, la religión está ahí porque es de lo que más conozco. Mi familia es religiosa, yo iba a un colegio religioso, mi hermano mayor era sacerdote. Pero yo nunca me conecté con la religión, no con la fe. Creo que la novela tiene algún tipo de intención de ser una crítica a lo litúrgico, a lo oscuro de la religión. Que no sé si es lo que yo conozco, es mi experiencia de no haber podido conectar con la religión. 

(En la novela, se hace alusión a denuncias de abusos de menores cometidas por sacerdotes de la Iglesia católica en el país. En 2013, Oscar Ojea, el obispo de San Isidro, y tío de Bernardo, pidió disculpas públicas a las víctimas del sacerdote abusador de menores José Antonio Mercau cuando era párroco de la localidad de Ricardo Rojas, en el partido de Tigre. El hermano del autor de Quemacoches es el exsacerdote Julio Beccar Varela, que impulsó la denuncia que puso en la cárcel a Mercau con una condena de catorce años). 

--Con respecto a escribir de lo que uno conoce, hay fragmentos en el libro que son partes de declaraciones y otros textos del ámbito legal. ¿Incluís eso por tu trayectoria como abogado? 

--Trato de aprovechar que sé de lo que estoy hablando para darle más verosimilitud a la novela. Obvio que todo está ficcionalizado, porque si vos lees uno de esos textos posta te aburris como un hongo. Pero sí, agarro lo que tengo, siempre ingreso en mis libros este tipo de casos, que conozco. Si bien no hay nada de abogado, siempre uso la experiencia personal, que está bueno robarla. 

--¿Y el delito? 

--Bueno, me gusta que mis personajes cometan delitos menores. En El ahogado (su novela anterior), los personajes se meten ilegalmente en una casa, acá se queman autos. Me gusta que los personajes tengan algún tipo de vicio ilícito que no sea tan grave. No matan a nadie, no llegan a delinquir realmente, juegan con el límite. También son personajes límite, marginales, que no tengan nada que perder. Es muy diferente a mi realidad, y me gusta jugar con eso. Además, el delito de quemar autos me ayudaba para hacer un recorrido por el terriorio, para hablar de las calles. Todo el barrio está lleno de iglesias y lugares religiosos que siempre frecuenté, caminando, paseando, es imposible no verlos: la Catedral de San Isidro, Santa Isabel donde está San José, Don Bosco, el colegio saleciano, bueno, son muchos y todos están en la novela. Son todos lugares conocidos para mí, y para todos los que conozcan el barrio. 

--¿Cuál es tu objetivo con la literatura? 

--No tengo grandes pretensiones literarias, no quiero cambiar vidas ni mucho menos. Me gustaría entretener. Me gustaría que la gente lea lo que escribo y pueda valorar el trabajo que hay detrás. Eso es un alivio para mi en la literatura, el rigor de hacer las cosas bien. Quizás eso tenga que ver en algún punto con el derecho.