Producción: Tomás Lukin


Apertura asimétrica

Por Andrés Tavosnanska *

Hace pocos días se conoció el resultado del balance comercial del primer semestre, que cerró con un déficit de 2.613 millones de dólares, convirtiéndose así en el segundo peor resultado en 30 años. Sólo fue superado en 1994, luego de cuatro años de fuerte crecimiento y una casi total apertura comercial y financiera. El macrismo llega a un nivel similar, pero con el agravante de ser en un marco de estancamiento económico.

Este resultado se produjo por una combinación de exportaciones estancadas (+0,8 por ciento en valor y -3,6 en cantidades) e importaciones en alza (13 por ciento en valor y 6,5 en cantidades). Esta apertura asimétrica, limitada a la entrega del mercado interno para ser abastecido desde el exterior, genera distintos problemas que el país ya atravesó. En términos de empleo, ya se destruyeron más de 55 mil puestos de trabajo industriales, concentrándose principalmente en las plantas textiles y de calzado del Norte, las electrónicas de Tierra del Fuego, y en una amplia gama de sectores en el Gran Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba. Las noticias diarias sobre cierres de fábricas y represión en sus puertas hace innecesario extenderse sobre este fenómeno.

Por otra parte, la desaparición del superávit comercial implica la pérdida de la fuente de divisas que en la última década financiaba las salidas por servicios (especialmente turismo), pagos de intereses de la deuda externa y la remisión de utilidades. En 2016, estos tres rubros sumaron un déficit de 24.300 millones de dólares. Sin suficientes exportaciones, y con la lluvia de inversiones extranjeras que no llega, esta salida de divisas continuará siendo cubierta únicamente por la acumulación de deuda externa. Esto, claro, hasta que el mundo decida que el país está otra vez sobreendeudado y dejen de prestarnos.

Revertir el incipiente proceso de desindustrialización es posible y el gobierno cuenta con numerosos instrumentos para lograrlo. Aún en un mundo donde han proliferado las restricciones impuestas por la OMC y los tratados de libre comercio, el espacio para promover el desarrollo industrial sigue siendo amplio.

Sin embargo, el desafío es grande. En las últimas dos décadas, la competencia fabril internacional ha recrudecido de la mano de la consolidación de Asia, y especialmente China, como el centro de la producción manufacturera mundial. Esto obliga a enfrentar una competencia que reúne la elaboración a gran escala, salarios más bajos, inversión creciente en innovación y desarrollo, y un amplio apoyo estatal bajo la forma de financiamiento y subsidios.

En este contexto, la administración del comercio es una herramienta indispensable para generar el mercado y las señales de precios para la producción local. Las licencias no automáticas (o antes las DJAIs), los aranceles, las medidas antidumping, las barreras técnicas o fitosanitarias y el compre nacional son algunas de las formas que toma la defensa de la producción nacional. Por más que muchas veces se intente instalar que esta política se limita a la industria textil o del calzado, la protección frente a las importaciones ha alcanzado históricamente a sectores tan importantes como el automotriz o el siderúrgico, que de otra manera no hubieran sobrevivido.

El kirchnerismo utilizó ampliamente estas herramientas, con resultados disímiles. Las compras públicas generaron la demanda en sectores de media y alta tecnología como la construcción de centrales nucleares y la fabricación de vacunas, radares y satélites, aviones y barcos; el comercio administrado sirvió para presionar a las automotrices para que exporten desde el país, política que actualmente se materializa con el polo de producción de pick-ups; y con las licencias no automáticas, antidumpings y las DJAIs se protegió exitosamente el empleo industrial en los sectores sensibles y potenciaron los encadenamientos de los recursos naturales en rubros como el de agroquímicos.

Cualquier intento de reconstruir los incentivos a la producción nacional debería incluir la revisión de las experiencias en donde se malgastaron cuantiosos recursos públicos y de los consumidores, generando un pobre efecto productivo, como en el ensamble fueguino de celulares. Ganando en selectividad y en sofisticación de las herramientas utilizadas, se podrá dotar de un mayor impacto y sustentabilidad al proceso.

De todas maneras, este camino está lejos del emprendido por el gobierno nacional, que ha desarticulado el entramado institucional de promoción industrial construido en una década, restableciendo en simultáneo los incentivos para importar o dedicarse a la bicicleta financiera, dejando así que la producción industrial languidezca.

* Vicepresidente segundo de AEDA y economista del Centro Periferia.


¿Qué busca la OMC en Buenos Aires?

Por Mariano Treacy * y Francisco Cantamutto **

La Organización Mundial del Comercio (OMC) es el foro multilateral de comercio más importante, nacido para reemplazar al Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles (GATT). Su objetivo consiste en que “el comercio se desarrolle de la manera más fluida, previsible y libre que sea posible”, para lo cual promueve la eliminación de barreras arancelarias y no arancelarias, estableciendo acuerdos entre países y mecanismos de resolución de controversias. En otras palabras, la OMC ha promovido la liberalización del comercio a escala mundial bajo sus propias reglas.

Si bien en la OMC cada país tiene un voto (a diferencia del FMI y el BM, donde los votos pesan según los aportes), las discusiones en su seno no son democráticas ni transparentes, sino que expresan las tensiones existentes en la esfera internacional. En realidad, en la OMC se ven representados indirectamente los intereses de las corporaciones más grandes del mundo, que operan mediante presiones a sus respectivos estados nacionales. Como resultado de estas asimetrías, la liberalización y desregulación de mercados se impusieron históricamente frente a las necesidades de desarrollo, sostenibilidad y precaución de los países periféricos. Por estos motivos, en las protestas de Seattle en 1999 confluyeron organizaciones sindicales, ambientales y ONGs con un acuerdo básico: la globalización promovida por la OMC no ha sido en beneficio de nuestros pueblos.

Ante la pérdida de legitimidad, la OMC buscó incorporar temas a su agenda. La Ronda de Doha (2001-2015) se propuso incorporar temas del “desarrollo”, otorgando a los países menos aventajados herramientas para acceder a los mercados, reglas balanceadas, asistencia técnica y programas para mejorar sus capacidades. A pesar de sus declaraciones, la preocupación para los países centrales era incorporar “nuevos temas comerciales” a la agenda del libre comercio, como el acceso a mercados, los servicios (finanzas, telecomunicaciones, transporte, salud, educación y servicios públicos), el comercio electrónico o los derechos de propiedad intelectual. El debate sobre el proteccionismo en los mercados agrícolas y de bienes industriales tensó las posiciones, impidió llegar a un acuerdo e hizo naufragar las negociaciones.

Con el fracaso de la Ronda de Doha, el multilateralismo en la OMC dejó de ser la principal estrategia de liberalización comercial, dejándole el lugar a los conocidos Acuerdos Comerciales Preferenciales (ACP) o Tratados de Libre Comercio (TLC), enfatizando las negociaciones bilaterales. Estados Unidos desplegó una táctica de este tipo en especial en América Latina y el Caribe, tras el rechazo al ALCA en 2005. Sin embargo, el ascenso de China como potencia global obligó a redefinir su estrategia geopolítica global a través de iniciativas de acuerdos megarregionales: el Tratado Trans-Pacífico (TPP), la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP) y el Acuerdo General de Comercio de Servicios (TISA). Todos estos acuerdos, impulsados por el gobierno de Obama, se negociaron en secreto, incluso a espaldas de los congresos de los países firmantes.

La victoria de Trump y el “Brexit” alteraron el escenario de la geopolítica mundial. El nuevo presidente estadounidense hizo a un lado el TPP y el TTIP, para buscar volver a negociaciones bilaterales. La Unión Europea pudo avanzar en la negociación de algunas propuestas ya iniciadas (el tratado con Canadá –CETA– o el TLC con el Mercosur) pero su crisis dificultó nuevas iniciativas.

En la actualidad, los acuerdos entre las grandes potencias se están redefiniendo, y no está claro cuál será el nuevo orden global. En este contexto, la OMC vuelve a tener un rol significativo como un foro privilegiado para las negociaciones multilaterales, retomando la agenda “trunca” que las transnacionales habían impulsado en los acuerdos megarregionales y los TLC. Lo que está sobre la mesa es la reglamentación de los “nuevos temas comerciales”, muchos de ellos sin regulaciones específicas en los espacios nacionales.

El gobierno argentino busca convertir a nuestro país en la sede del relanzamiento de la OMC en esta nueva fase de liberalización. La consecuencia es la cesión de soberanía y pérdida de control sobre normas laborales, medioambientales y políticas públicas, poniendo en riesgo los derechos más básicos de los pueblos como la salud, la educación, la libertad de expresión, la protección de datos o el derecho a un ambiente sano. Diversas organizaciones se están nucleando alrededor de la Asamblea Argentina Mejor sin TLC para que ocurra lo opuesto: que los derechos humanos primen sobre los derechos corporativos.

* Investigador-docente de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) e integrante de la Sociedad de Economía Crítica (SEC).

** Investigador Idaes-Conicet e integrante de la SEC.