Una de las figuras más divertidas del cine clásico peronista es la del estanciero que salía a cabalgar de silla inglesa, saco y corbata, y pantalones de montar. Siempre, pero siempre, había un grupo de peones con chalecos bordados tomando mate con el capataz, más viejo y con el sombrerito con el ala levantada adelante. Los paisanos se sonreían con el look del patrón, pero no lo cachaban porque era el patrón. No hacía falta porque la cámara, los primeros planos, el sentido todo de la secuencia eran una burla, una manera de decir sapo de otro pozo, oligarcón despistado.

Y después estaba Adolfo Bioy Casares.

Que era, ciertamente, un oligarcón, heredero de La Martona, criado en una de las primeras mansiones a la francesa de este país, eventual dueño de esos campos que se medían en Bélgicas o fracciones de Bélgicas para ahorrar tiempo. Lo que Bioy no era, era ser despistado. Como escritor siempre se lo menciona al ladito de su amigo Borges, con lo que se pierden detalles como su extraordinario oído para los diálogos: donde los de Borges hablan todos igual -e igual a Borges- los de Bioy cambian de clase social, de género, de origen con soltura.

Según el mismo Bioy, esto le venía de chico. En un olvidado librito publicado en 1970 por Sur, el autor recuerda su desconcierto lexicográfico cuando alguien hablaba de la pampa y del gaucho. Para un chico, el jorobado de Notre Dame, Sherlock Holmes y Martín Fierro demostraban que "para los chicos el peor defecto no es la irrealidad", apenas que los sueños mejoran si tienen base en alguna realidad. Al final, soñar con tigres se reforzaba visitando el zoológico y se sabía que existía la catedral en París y la calle Baker en Londres.

Pero cuando el pequeño Bioy iba al campo no encontraba la pampa, sino la llanura, con la distinción de apreciar el ondulado y no "el tendido", en todo inferior. Tampoco había gauchos, aunque abundaban los paisanos, los criollos, los gringos "y demás extranjeros", porque en esos tiempos gringo era sólo un italiano. "Pero la pampa, como el agua celeste de los espejismos del camino, siempre nos eludía; tampoco dábamos con un hombre universalmente y por sí mismo considerado gaucho". 

Escribiendo muchas décadas después, el misterio le continúa al escritor. "En la provincia de Buenos Aires no he conocido a aninguna persona medianamente allegada al campo que pronunciara el vocablo pampa, en la acepción atingente de la llanura que vemos desde el auto o la ventanilla del tren y que de modo mínimo recorremos a caballo". Bioy agrega que la frase "voy a galopar un rato por la pampa" sólo puede decirla un personaje en una comedia, uno al que el guionista no le tiene cariño. 

En busca de respuestas, Bioy recorre libros. Encuentra la palabra dos veces en el Santos Vega de Hilario Ascasubi y una en Aniceto el Gallo. Hernández la usa tres veces en total y Estanislao del Campo la ignora. También se descubre que "pampa" es aceptable como nombre local, tipo de Pampa de Achala o la provincia de La Pampa, como denominación de una nación mapuche, de caballos o vacunos de frente blanca, y de ponchos y otras prendas de tierra adentro.

La conclusión es simple: pampa es palabra de turistas, no de los que en ella viven. Como le explica un estanciero al autor, un escritor "es un hombre que va al campo a mirar, no a trabajar". Bajando la cabeza, Bioy se prueba el sayo y se declara culpable, aunque reinvindica su experiencia campera como alguien que conoce "el cuartel séptimo del partido de Las Flores".

Lo otro que perdió Bioy, y de un modo todavía más interesante, es al gaucho. Lo primero que señala el autor es que tempranamente aparece en la literatura como tipo argentino, pero extinto. Ascasubi lo da por desaparecido ya en 1872, Vicente Fidel López en 1883, agregando que ya lleva setenta años de sernada más que una leyenda. La fecha es interesante, porque el propio padre de Bioy escribió que hacia 1900 ya hacía setenta años que no se usaba en serio el chiripá. Su pobre hijo se pasó la infancia esperando ver uno, que no fueran "los impecables del dúo Gardel y Razzano", y poder gritar "¡gaucho!" 

Recién en 1935, ya hombre, la vida le da el gusto en un remate de hacienda en campos de Crotto en General Alvear. "En un montecito marginal los descubrimos. Por suerte estuvo ahí Borges, porque si no yo podría creer que todo fue un sueño. A simple vista auténticos, eran troperos, viejos y de escasa estatura. Se cubrían con chamberguitos redondos, de ala angosta, levantada adelante; usaban chiripás de color vicuña". Bioy hasta alcanza a protestar que un chiripá, para él, debe ser negro y con calzoncillo cribado blanco. Pero su pariente Miguel Casares le corrige que a fines del siglo 19, cuando él era chico, "todo el mundo" iba de chiripá de vicuña, a veces a rayas, saquito corralero rabón y el sombrero exactamente como el de los troperos.

Bioy, resignado a que tal vez el chiripá no define al gaucho, señala la suerte diversa de la palabra. Hasta fines del siglo 19 su uso era más bien despectivo, lo que coloca en otro contexto la terrible frase de Sarmiento de no ahorrar sangre de gaucho. En más de un elogio se decía de alguien que era "muy de campo, pero nada gaucho", y en más de una estancia explicaban que se contrataban paisanos de cualquier origen, pero nunca gauchos. Nuestro escritor hasta encontró al dueño "de un campito por el arroyo Gualicho" que le explicó por qué: "Yo soy contrario al conchabo, en un establecimiento que se respete, de domadores y toda esa gente a la antigua, holgazanes y por suerte ratera, que no sabe más que de mañas y usted a cada trica traca los encuentra mateando en los galpones, que es un mal ejemplo para el hombre de trabajo".

Eso es, vagos y malentretenidos dando un mal ejemplo. En contraste, la mirada turista y urbana usa gaucho como un elogio a alguien bien dispuesto, y gauchada es sinónimo de favor, algo que no se escucha en el campo, donde "gauchito" es un nene gracioso, un caballo confiable "y un rancho impecable". Deduce Bioy que el reciclado del personaje se debe exclusivamente a la literatura gauchesca, peleona contra la idea dominante del progreso y después transcripto al cine, donde Muiño y hasta Azucena Maizani aparecen de chiripá.

Probablemente, el gauchaje siga ahí, delante de nuestras narices, irreconocible para el que tenga la imagen literaria del gaucho. Después de todo, señala Bioy, no es lo mismo el gaucho colonial que el de la guerra de Independencia, el federal que el del campo cerrado por alambradas. El literario vive por "el vago anhelo de todos nosotros, personas de un mundo progresivamente acaparado por la ciudad, de contar con un antepasado bravío en quien identificarnos íntimamente". De esto deriva la selva de conjuntos musicales, ballets, zapateadores, museos, homenajes y monumentos que crearon una especie de ortodoxia mítica qué pobre del que la quiera revisar.

Y una nueva imagen del gaucho, creada literalmente a los ponchazos. Bioy observa que los paisanos jóvenes son sorprendidos, entre las décadas del cuarenta y el cincuenta, por la moda gauchesca y la repentina popularidad de las fiestas gauchas, las yerras, las domadas, las cuadreras. Antes de participar, van al pueblo a vestirse y van reinventando un look gaucho "sin mucha arqueología". Hacen bien, concluye el autor, porque al final la tan mentada bombacha criolla es un pantalón de uniforme francés del siglo 19 de cuando estaba de moda vestir a la tropa "a la turca". La Guerra de Crimea se acabó antes de lo planeado y algún vivo mandó un barco entero de saldos para acá, y acá se acriollaron.

"Ahora intuyo que en los años en que yo no encontraba sino criollos y paisanos, abundaban sin duda los gauchos, tan gauchos como siempre, sólo que desprovistos del chiripá, relegado en calidad de antigualla, y cubiertos de una miscelánea". Y agrega Bioy que esos gauchos tan gauchos eran hijos de gringos y demás extranjeros, acriollados hasta la amnesia por lo que Marechal llamaba las ricas pepsinas de la Patria.