Eduardo Febbro, uno de los grandes periodistas de este país,uno de los grandes periodistas de Página/12, acaba de morir en París.
Murió el tipo que siempre empezaba igual cada conversación:
--Hola, ¿cómo va la vida?
Y después hablaba rápido. Nunca le faltaban ni datos ni calidez. Ni un toquecito irónico. No importaba el tema. Esas tres cosas estaban siempre ahí, presentes, juntas, como pegadas a él, opinara de fútbol, del amor o de la Primavera Árabe. De algo personal o del periodismo, si es que en Eduardo esos dos planos podían separarse.
Tenía la virtud de no tomarse en serio a sí mismo.
--Nunca supe si me rajé de la Argentina huyendo de mi vieja o de la dictadura --me dijo un día.
Y tenía la virtud de tomarse en serio al ser humano. Con una rara profundidad en la reflexión.
--Cubrir guerras no es joda --decía Eduardo--. La gente cree que lo más impresionante para un periodista es ver un cuerpo descuartizado. Es terrible, pero al final te acostumbrás. El problema es cuando algo te quiebra la cabeza.
Le pregunté qué quería decir. Eduardo lo tenía muy claro.
--Cuando bombardearon el mercado de Sarajevo las imágenes fueron espantosas. Sangre, cuerpos… Pero a mí lo que me quedó bien grabado fue la mirada de un chiquito. No pude hablar con él. No sé si se quedaba solo en el mundo o si había amiguitos suyos que se estaban muriendo bajo las bombas. No me olvido de esa mirada. Iba mucho más allá de la tristeza. Y no lloraba. Era desolación. No sé si me entendés ahora. Un día en tu vida, más adelante, esa mirada se te cruza en la cabeza y te la quiebra. Porque no podés soportarla. Y enloquecés. Conocí periodistas que se perdieron así. Su mente comenzó a volar y no les volvió nunca. Mirá si me pasa lo mismo.
Eduardo podía pensar con ese nivel de sutileza humanista, y expresarlo de manera que uno siempre lo entendía. Pero además uno sentía lo que él escribía y hablaba, porque era un apasionado y a la vez un exquisito de la narración.
Repetía siempre una frase: “El arte supremo del narrador es saber apartarse de sí mismo para llegar a ese estado ideal que Walter Benjamin evoca como contar la vida”.
La aplicó siempre. En las revueltas de París, en las coberturas del Medio Oriente y en sus columnas (no muy frecuentes pero siempre informadas) sobre la realidad argentina.
“Contar”, para Eduardo, incluía todo. Su asombro despreciativo por ese tipo de franceses a los que, según decía, “les gusta más tener perros que tener hijos”. El fútbol. La Selección. Y sobre todo Boca. Bostero enfermo, un día Boca le salvó la vida.
Relato de Febbro: “Estaba en El Cairo, en medio de un conflicto de esos desordenados, que son los peores porque no hay una línea, un frente de combate, y no sabés quién está peleando con quién. En un momento me quedé solo y me rodearon unos grandotes. Hablaban árabe, pero entendí fácil que uno le decía al otro que debía matarme. Les grité en todos los idiomas que era periodista. Nada. Hasta que en un momento uno de ellos vio mi llavero de Boca con Maradona. Entonces me levantó del piso con una mano, me sonrió y me dejó ir. Vos no entendés, porque sos de Racing, pero Boca te salva la vida en cualquier lugar del mundo”.
Eduardo era un tipo entrañable, sensible, que combatió a la dictadura desde el exilio, y un periodista legendario. No lo digo ahora que murió. Era legendario desde hace muchos años. Tenía claras sus pasiones, pero siempre las transmitía contando.
--¿Te das una vuelta por la ciudad amarilla? --me preguntó una vez desde París a Madrid--. Era en 2019, el tiempo en que quienes protestaban vestían de amarillo
--Me encantaría pero no llego.
--Ok. Igual esto seguirá de amarillo por un buen tiempo.
--Parece, ¿no? La Argentina también, si todos y todas siguen boludeando. Pero de otro amarillo.
--Ya sé. El mundo éste es un barco naufragando sin fin. Violencia, desigualdad, cinismo y corrupción.
Así pensaba Eduardo, pero no lo escribía de ese modo. Lo contaba con caras, historias, olores, libros, procesos. Y calles, sobre todo calles.
Desde París seguía al milímetro las causas judiciales armadas en la Argentina y se alegraba si, de vez en cuando, asomaba un resplandor de justicia. “¡Vaya, al menos uno!”, comentó al enterarse del pedido de indagatoria al fiscal Carlos Stornelli. A lo que aquí y en Brasil se le llama “lawfare”, Febbro lo describía en los chats de otra forma: “Son un extraordinario ente multiorgánico de producción de desastres”.
Cuando empezó la resistencia a los tarifazos de Mauricio Macri, algunos imaginaron movimientos de “No pague la luz”. Le pregunté si en Francia había antecedentes de algo parecido. “No, acá todavía viven del excedente colonial”, fue su respuesta. Y otro día, ante una pregunta de cómo andaba, respondió: “Bien, gracias, aquí escapando de la represión macronista, en nada diferente a la de allá”. Para qué usar palabras de más, ¿no?
Eduardo no se hacía el cool ni era un progre tonto, y detestaba ese periodismo demagógico que solo busca quedar bien con su lector imaginario. Para él, ciertos valores eran eso, valores. Cuando se cumplieron cinco años del ataque a Charlie Hebdo, el semanario satírico invadido en 2015 por dos yihadistas, Chérif y Saïd Kouachi, escribió Eduardo: “Los hermanos Kouachi revelaron la densidad de las redes yihadistas instaladas en Francia, el horror que fue descubrir que sus miembros eran hijos de la República y la influencia que tenían en ciertas zonas del país las retóricas del Estado Islámico”. Luego contó que desde ese momento 255 personas habían muerto víctimas de atentados terroristas. Y, con esa perspicacia que tenía para encontrar una perla auténtica y mostrarla, remarcó una frase de Riss, el nombre artístico de Laurent Sourisseau, que era el director del semanario. En una opinión que podría haberse dedicado a sí mismo, escribió que Riss “es resueltamente lúcido y conmovedor cuando barre con una frase las estupideces primarias que siguen a las tragedias como forma de consuelo”. La frase era ésta: “Quienes creen que la violencia está detrás de nosotros no entendieron que esa violencia está ahora dentro de nosotros. No hay reconstrucción. Lo que no existe más, no volverá jamás”.
Que no se ofendan mis compañeras y mis compañeros del diario, pero debo confesar algo: todos los días, lo primero que buscaba era la firma de Eduardo para leerlo. En los últimos tiempos me extrañó que no escribiera sobre las protestas contundentes contra la reforma previsional. Vi en las redes una foto y pensé que era ideal para una crónica suya. Mujer de más o menos 60 con un cartel que muestra a Brad Pitt. Leyenda: “Si hubierámos querido que el Estado nos cogiera, no habríamos elegido a Macron sino a Brad”.
Hablamos dos veces la última semana, cortito y por WhatsApp. Cuando después me mandó un mensaje de audio (coincidíamos en odiarlos) pensé que algo andaba decididamente mal. Ayer me llamó y algo pude escucharle, pero no llegamos a hablar. Y esta tarde del jueves 6 de abril de 2023 me enteré por Romina, su hija, que Eduardo había muerto.
Para quienes trabajamos con él durante tantos pero tantos años, Febbro fue siempre un hermano en el oficio. No sé si se entiende: eso es mucho más que un colega. Es una fraternidad irrompible. Para quienes, además, tuvimos una relación personal, era el amigo lejano al que uno le gustaría tener en el barrio. El amigo que pregunta cómo va la vida. El amigo que la cuenta como nadie.