Las instituciones académicas cumplen frecuentemente en distinguir eminencias, doctores, hombres y mujeres de ciencia, prácticas de un saber que idealmente persigue bienestar y dignidad humanos. Las ciencias de la época siguen autodefiniéndose por ese principio de autonomía, de gratuidad y desinterés, aunque la fuerza totalizadora del capital las empuja a una práctica que en general lo desmiente. Y cuando no, cuando las ciencias y la técnica contienen sentidos de soberanía, de emancipación, quedan fatalmente expuestas a negocios de interés privado. 

A fines de abril de 1973, en la cárcel de Devoto, Francisco Urondo escribió: “Del otro lado de la reja está la realidad, de / este lado de la reja también está / la realidad, la única irreal / es la reja”, líneas muy conocidas, de compleja topografía. Están ahí evocadas la vida carcelaria y una lengua que la traduce en esa irresuelta frontera. La noche del 25 de mayo, un mes después, quedó en la memoria colectiva como un gran episodio de tumultuosa liberación. Casi inmediatamente, Paco Urondo fue nombrado director de la carrera de Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Se reconocía en su nombre el relieve dramático del debate universitario de entonces; un escritor, preso político de la dictadura, estaba ahí para transformar el estudio de las literaturas y las lenguas, para pensar de qué modo inscribir esas disciplinas en el presente latinoamericano y nacional de esos años. Con su nombramiento se manifestó una pedagogía que desdeñaba las prácticas de gestión administrativa, el lenguaje de las burocracias elitistas y las jergas de empresa con las que hablan ahora algunos fatigados dispositivos y funciones de la vida universitaria.

El Centro Cultural de la facultad, que ocupa la planta baja del centenario edificio de la calle 25 de Mayo, lleva el nombre de Urondo, homenaje y memoria de víctimas del terrorismo de Estado. Recientemente, el Consejo Directivo votó la creación de un premio a las trayectorias que lleva también su nombre. Nombrar tiene aquí el sentido de instituir una expectativa de porvenir como un modo de resguardar el pasado. Este premio fue concebido para honrar la acción en favor de la dignidad humana, y en esto nada fundamental lo diferencia de los honores que recibe la ciencia, despojada de lastres de subordinación.

La primera en recibir el premio Paco Urondo fue Milagro Sala, por unánime decisión del órgano de gobierno de la facultad. En el nombre de un preso político de la dictadura de Onganía y Lanusse nombrábamos ahora el encierro con que el mórbido gobierno de Cambiemos avasalla derechos y garantías elementales. En el nombre de Milagro, la facultad distinguía una biografía empeñada en acciones de emancipación popular, una inmensa obra colectiva, un modo de habitar la ciudad. 

El sábado 1 de julio, una delegación del Consejo Directivo viajó a Jujuy, a la cárcel de Alto Comedero. La noche anterior, el arquitecto Jaime Sorín ofreció en la Facultad de Humanidades de la UNJu una excelente lectura acerca de la construcción del Cantri de la Tupac, de su materia arquitectónica, del modelo de trabajo cooperativo, de la economía y la vida comunitaria del barrio. Milagro nos recibió con una fuerza antigua, un abrazo cuya inspiración última se nos representó en la amistad y el amparo ancestral de la tierra. El premio que llevábamos no hablaba de otra cosa, la misma vieja exigencia de libertad. Milagro habló poco, con palabras precisas y dichas en el punto justo. Todas sus frases recorrieron el escenario político y social, el momento argentino en el que estamos, la percepción común de un tiempo destructivo, de calculados, persistentes intereses y técnicas de revancha. Del daño que ha recaído sobre la vida popular con sombría agresividad. De eso hablábamos Milagro y nosotros, profesores, graduados y estudiantes. Uno de sus nietos se acercó a la ronda de mate con una ramita y una corteza de árbol, le pidió que lo ayudara a agujerearla; Milagro se puso a hacerlo, mientras trabajaba con la rama, le dijo: “fuego te voy a enseñar a hacer a vos”, como si fuera la voz y la práctica de un artesanado milenario. La escuchamos preocupada por la salud de su compañero Raúl, que estaba ahí y bromeaba sobre los médicos. 

A un costado del campito alambrado donde estábamos había una apacheta, ese montículo de piedras que se levanta para indicar una dificultad del camino, el escollo de una cuesta. “Las celadoras no querían –dijo–, pero la armamos el jueves de comadres, antes del último carnaval”. Una de las compañeras trajo cigarrillos; en círculo y de rodillas alrededor de las piedras cavamos un poco la tierra, encendimos cigarrillos y los ofrecimos en donación humeante, vimos cómo fumaba la tierra y cómo quedaban ahí las cenizas de ese regalo efímero. La tarde jujeña terminaba en líneas crepusculares, Milagro dijo su jalalla de bienaventuranza. Para la Facultad de Filosofía y Letras el viaje al penal de Alto Comedero fue un acto de indiscutida celebración de la vida, un gran acto de memoria y de responsabilidad universitaria.  

* Vicedecano de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA).