Levanta, el viejo baqueano, la pava casi hirviente y ceba un mate de cara al pampero que arrastra arenilla del guadal.

-Usted y yo también moriremos -dice el hombre, mestizo de antigua cruza, mientras rescata de la agonía al fuego alrededor del cual ranchea la caravana.

Rumbean para el lado del pehuenche por el seguro camino real; llevan cueros, yerba, azúcar, lana virgen y una treintena de cabezas de ganado bagual.

-Seremos pena pa´ los amigos, pa´ los hijos y pa´ los hijos de nuestros hijos; pero pa´ cuando a ellos les toque dejar el mundo, además de polvo y de güesos, de olvido también seremos -insiste en su desánimo el viejo de cuero pardo, ojos zarcos, y mirada mansa de encomendado; le pasa un amargo a Juan Fernández, dragón de la guardia del Sauce y lenguaraz curtido entre infieles, que lo acepta, lo chupa, lo hace chillar.

Devuelve el mate, el soldado, y abre la bolsa del tabaco; lento, paciente arma el fumo y le responde al compañero que lo escolta en el desvelo:

-Qué han de preocuparme los polvos y los huesos mañana, si ahora mismo nadie hay que de mí se acuerde apenas deje de respirar.

El viejo ceba y mastica las palabras que le nacen tardas; filosofía que acuna atávica el cielo pampa, su inmensidad.

-Somos nadie en estas tierras y menos que nadie, del Salado, más allá. Qué habrá de extraordinario en nuestro paso por esta vida de lamentos e impiedad. Pelear pa´ vender, pelear pa´ comprar, o pelear para llevarse lejos lo que nunca fue de uno. ¿Y todo pa´ qué? ¿Pa´ mayor gloria del rey, nuestro padre, y de Dios, nuestro señor?

-Al menos nos tocará un cielo eterno y no la nada o el fuego, como al pampa infiel que nos viene pisando la huella.

-Más que el fuego, la gloria; porque es de ellos la dignidad. De ande es culpa del pampa pasarle por chuza el cogote al que le mojó la oreja primero. De ande, si al que le mostró el filo fue al que se decía hermano y terminó por darle a los de su sangre muerte a traición. De ande, si hechas las paces, le pagó el huinca con hambre el paso hasta las salinas. De ande, si empapao del alcohol ladino que le llovían en los cambalaches, cruzaba a la vuelta pelau, sin lo uno y sin lo otro, acorralado entre las fronteras del huilliche y la cruz jesuita.

Mide, el baqueano, la noche que encara el último tranco al desgaire de su manto negro, del chileno capitán de amigos y de los diez dragones criollos que duermen como los 5 puelches amansados y los tres negros libertos que completan la ranchada; la siente tensa y eterna, como al cansancio del alma propia. Mira hacia el sur umbrío, infinito, y al soldado al que apenas iluminan las brazas del fogón moribundo y la chala recién prendida.

-No le voy a discutir –oye que le responde Fernández-, palabra santa si usted la dice, que por diablo ha de saber mucho, o por viejo se lo imagina.

El baqueano sonríe porque, en otros tiempos, al atrevido le hubiera cruzado la cara de un lonjazo; pero ya está anciano y no le alcanza el cuero ni para lonjas ni para hacer valer su punto por la fuerza o la autoridad. Memoria nomás le queda, y palabras para guardarla:

Sé -afirma el mestizo- por diablo y también por viejo. Nada invento ni fantaseo. Fui soldado en la frontera por los años de la gran guerra. Luché contra Nicolás el Bravo, allá por los 40, y salí, más tarde, a la caza del fiero Manuel Calelián. Ya han pasado qué, ¿cuarenta años? Y fíjesé que todavía se habla de la bravura de aquel pampa. Pero quién recordará hazaña alguna de los que lo mandaron apresar. Sólo yo, que seré de olvidos, y por eso sus nombres también lo serán.

Fui testigo de su condena al destierro por malonquear el pueblo e´ la virgen y la caravana del real. Lo embarcaron engrillado en la nao que iba al Montevideo; a él y a cinco más: los más jóvenes, los más belicosos, los que habían resistido al filo del castigo y al destino esclavo en las reducciones del yerbatal.

A Manuel, de altura como las montañas, de músculos como rocas, de piernas ágiles y veloces como lanzas de ranquel, le decían el Joven porque hubo también un Viejo, muerto por avanzada del maestre Juan de San Martín, mi jefe, que mandó castigar el malón de Carulonco, huido luego al desierto sin que lo pudiéramos alcanzar. Estaban en paz los calelianos y así y todo los fuimos a masacrar. Viejos, mujeres y niños nomás murieron, porque el grueso de los jóvenes había salido de caza. Volvió Manuel y fue el dolor tan grande que sólo pensaba en vengar la sangre y así fue que atacó por primera vez el Luján. Pocas vacas y alguna que otra cautiva se llevó con los suyos, y no lo creyó suficiente pa´ lo que habían tenido que pagar. Buscó a Nicolás pa´ la guerra, que de los jefes de todos los pampas, fue, hasta su muerte, el principal. Pero Cangapol lo convenció de que no eran tiempos de luchas, y eso nomás porque no convenía a sus paces y su comercio. Y de paces habrían seguido de no haber sido por la torpeza del maestre, que por no poder dar caza a los fieros se desquitaba con los mansos, y así fue que atacó también los toldos de Tolmichilla, primo hermano de Nicolás; y entonces sí el gran cacique, dolido, juntó a los miles de pampas que durante años arrasaron la frontera y casi llegan a la ciudad.

Pero a nadie servían estas guerras, ni al indio ni a Buenos Aires. Y por mutua conveniencia, después de darse el gusto de la sangre, acordaron de nuevo la paz.

Por esas paces regresó Manuel al Luján, pa´ cambalachear su industria y llevarse la monta y comida prometida en la parlamenta. Pero el español se negó a complacerlo y de lo que necesitaba empezó por darle menos de la mitad. De resultas que, al verse despreciado, y pa´ tener pa´ su gente el sustento, malonqueó por su cuenta el ganado que a su entender le correspondía. Y por darle al bravo escarmiento, y como ejemplo de lo que a cualquier otro indio atrevido harían, no dudó, el huinca, un instante en sentenciarle pena y castigo: lonjazos por ladrón y destierro por aguerrido.

Todo un batallón hizo falta pa´ madrugarlo: veinticinco rifles, dos cañones y trescientas lanzas montadas. Arrasamos medio toldo y al resto, reducido, lo mandaron casi esclavo al yerbatal de las misiones.

A Manuel lo cargaron engrillado a una cañonera. Lo embodegaron, con sus capitanes, al cuidado de un solo guarda. Y de ande pudo soltarse, sabe Dios como le hizo, cuando la nave avanzaba pa´ las prisiones, con las cadenas y las manos libres acogotó al que lo guardaba. Desató a los compañeros y, de camino a la cubierta, otros cinco soldados cayeron en la volteada. Ya en las tablas, a los pampas, los rodearon casi en llegando al arsenal. Pelearon como leones, dando muerte a otros veinte. Pero había muchos, muchos soldados más. Herido y ya vencido por número desigual, prefirió tomarse de un saque la vida que le restaba a que le maten con más cadenas, de nuevo, la libertad: y se arrojó, Manuel Calelián con sus cinco, a las profundas aguas del río mar.

Eso, compañero, es la bravura, lo que merece recordarse. Eso es la dignidad. Y no los recules de un lonco manso, tibio, que termina reducido y esclavo, olvidado por propios y ajenos para toda la eternidad.

 

Amanece lento hacia el puelche y el resto de la ranchada comienza a abrir los ojos. Juan Fernández hace rato que dejó de escuchar al baqueano; mata el fuego con tierra y se levanta para aprontar la montura. Le deja el mate al viejo, que lagrimea quedo frente a los restos cenicientos; por el humo, se dice al levantarse tronando huesos, y por el polvillo fino que desprende el viento del guadal.