Cuando murió Nicolás Casullo, su marido por casi 40 años, Ana Amado estaba inconsolable. Como yo no encontraba otra manera mejor de acompañarla en ese trance, se me ocurrió mandarle el poema “En la brisa, un momento”, que Olga Orozco escribió después de la muerte de Valerio Peluffo, su marido. Sabía que a Ana le encantaba Orozco y supuse, ya que a mí me suele pasar eso, que leer un poema donde otro puede expresar lo que nosotros hubiéramos querido decir, sirve de consuelo.La reacción de Ana fue inesperada: “Vos siempre con tu onda judeo-masoquista”. Después me explicó que había llorado mucho leyendo el poema y que eso la había empeorado.

En esa respuesta de la que fuera mi amiga durante los últimos 35 años, estaba encerrada una complicidad que marcó nuestra amistad: siempre, como un modo de diferenciarnos para unirnos, apelábamos a la humorada de que yo era judía y ella palestina. Dos territorios en lucha que se enfrentaban al mismo tiempo que con eso reforzaban la cercanía. Meses después, Ana empezó a comentarme el poema. Le había encantado cómo Orozco invocaba los objetos de su marido: “Y qué será tu almohada/ y qué serán tus sillas/ y qué será tu ropa, y hasta mi lecho a solas, si me animo”. Pero, sobre todo,lo que la volvía loca era una alusión a la cuchara: “aléjate, memoria de pared, memoria de cuchara, memoria de zapato”. De esta manera, con un caudal de pasión que solía poner el foco sobre lo inesperado, Ana se acercaba a la poesía y me atrevo a decir que a todo el arte. Su extrema sensibilidad anclaba no tanto en los grandes asuntos, como en lo que éstos van dejando en el camino. Esos objetos comunes y compartidos que no sólo se ven aunque a veces no se los mire,sino que también sirven para ser usados. En ese sentido se podría decir que lo que a Ana le interesaba del arte era algo así como una política de la cuchara. Así entendía el cine y la poesía, pero también la moda, la comida, la bebida, el arreglo del pelo, los colores que elegía para pintar su casa, etc.

Paradójicamente, esa especie de estética de los objetos resultaba a la vez –o por lo mismo– cero consumista y cero frívola. Para ella comprar algo siempre fue un asunto donde se le jugaba un compromiso ético y estético a la vez y por eso tardaba tanto en elegir y a veces, me consta, podía pasar largos períodos sin comprar nada. No le importaba tener mucha ropa pero sí tener la que la representara. Una vez me mandó a ver Dolls de Kitano poniendo hincapié en que me fijara en el vestuario ideado por el modisto Yamamoto y, enseguida después, en un viaje mío a Nueva York, me insistió en que fuera a ver la tienda de este modisto con tanto o más énfasis que si se tratara de una muestra en el MOMA. Todas esas recomendaciones me servían, y ahí es donde encuentro el punto más alto de la gran generosidad que caracterizaba a mi amiga. Siempre que me mandaba a ver una película, era porque pensaba que a mí me podía gustar o, mejor aún, que me podía servir para lo que estaba escribiendo. De hecho, su placer era tan grande cuando la pegaba con mis expectativas    –debo decir que el 90 por ciento de las veces la pegó– que después se refería a mis libros con el nombre de la película que me había recomendado. Así,mi libro Solos y solas era para ella “tu libro Wong-Kar-wai” o El eco de madre era “tu libro Chantal Akerman”.

Cuando ella murió, yo estaba tan desconsolada que intenté ver si escribiendo un poema alusivo me podía llegar a calmar. Como no me salía, me puse a googlear los poemas para amigos muertos que aparecían en la web pero no había caso, no me inspiraba ninguno. Creo que Ana tenía razón cuando me dijo lo del masoquismo-judío: hay que haber atravesado primero el duelo para poder después decir algo sobre la persona que nos deja, sin correr el riesgo de reabrir la herida. Ahora creo que ese poema sobre Ana ya estaba escrito. César Vallejo, cuando alude a Pedro Rojas, un miliciano muerto en la guerra civil española cuyo cadáver fue encontrado a la vera del camino con una cuchara en el bolsillo, escribe esto: “Registrándole, muerto, sorprendiéronle/ en su cuerpo un gran cuerpo/ para el alma del mundo/y en la chaqueta una cuchara muerta./Pedro también solía comer/ entre las criaturas de su carne, asear, pintar/ la mesa y vivir dulcemente en representación de todo el mundo./Y esta cuchara anduvo en su chaqueta,despierto o bien cuando dormía, siempre/cuchara muerta viva, ella y sus símbolos”.

Y termina Vallejo el largo poema a Pedro Rojas con aquel emblemático verso en oxímoron que puso patas para arriba la poesía latinoamericana anterior a él: “su cadáver estaba lleno de mundo”. Entonces, no sólo para homenajear a Ana Amado sino también para consolarme yo de su pérdida, le robo este poema al gran peruano y, como si fuera mío, me atrevo hoy a dedicárselo a mi querida amiga.

Este texto fue escrito a propósito del “Homenaje a Ana Amado” que se realizó el 25 de julio en la Facultad de Filosofía y Letras, en el marco del VIII Congreso Latinoamericano de Estudios de Género.