Hay un primer recuerdo a partir de imágenes en trance de esfumarse; el riesgo de ponerles bastidores supone delinearlas, el fracaso está a tiro de piedra. Por eso voy a contar lo que recuerde de la única vez que vi Yo te saludo, María (1985) de Jean-Luc Godard. Son imágenes-guía, apuntes del ojo y la experiencia, aunque parezcan poca cosa ahí están, sobreviven en la sobrecarga de una insistencia. Vayamos al asunto. Hay un viaje ¿nocturno? en la rasante Cacciola hasta Carmelo, con mi amigo Fabio; hay un cine de fachada antigua, tal vez un celestón plomizo y arcos de medio punto en los ventanales superiores; o era un cine con fachada de cemento, nomás, como si fuera un club. Promedian los ochenta; es probable que de Carmelo siguiéramos con Fabio hacia Nueva Palmira (¿la habremos visto ahí?) donde su familia tenía una modesta casita entre árboles, parte de un caserío alejado de la ciudad, muy cerca del río. De esta proyección, mi amigo recuerda poco o nada; en cambio, cuando le pregunto se entusiasma y responde desde Canadá con detalles de otra proyección, que vimos también en los ochenta y tantos; una de Alain Resnais, más precisamente Mi tío de América (1980), fue en Porto Alegre, entre estudiantes de psicología, fue cuando conocimos a Leonardo, así y asá; tiene todos los detalles que no tiene para la peli de Godard; de lo que relata recuerdo algo que él no alcanza a percibir en la maraña de recuerdos: habíamos comprado un par de kilos de bananas en la calle, estaban tan maduras que aromatizaron la sala de cine arte (dos o tres habían mirado, no sin cierto desprecio). 

Ochenta y seis, ochenta y siete; estamos en un cine uruguayo mirando una película que no puede verse en Argentina. Lo más fuerte que recuerdo es esa sensación, la de estar viendo algo que acá no se podía; de la película, más allá del trasunto central, recuerdo algunos trazos: el padre de María prendiendo un cigarrillo entre dos surtidores de la estación de servicio que regenteaba; el lago y la discusión filosófica de un profesor con sus alumnos acerca del origen de la vida en un lugar remoto de la galaxia (¿era así?); las idas y vueltas de José en el taxi, cuando le pide a María que la quiere ver desnuda; el sopapeo que le propina Gabriel a José; el desnudo de Eva y los de María; algunos paisajes “sueltos”, intromisiones filosóficas. Ahí se termina todo. No volví a ver la película y no quise verla para escribir esto que escribo. ¿Quién era yo, ahí, metiéndole ojo a esa película, a esa erudición de francotirador que revisaba con una insolencia al borde de lo comprensible nada menos que la Anunciación? Como es sabido, la película no se estrenó en Argentina; Juan Pablo II le había bajado el pulgar desde el Vaticano, en abril de 1985, bajo el argumento de que el film hería “profundamente el sentimiento religioso de los creyentes y el respeto por lo sagrado” (¿la habrá visto o se hizo eco de las protestas?); recuerdo muy en sordina el chillonerío en Buenos Aires de personas vinculadas a Tradición, Familia y Propiedad y de católicos más papistas que el papa; el asunto estaba en los diarios. Así fue que la película quedó fuera de las salas argentinas. Por temor a resquemores y conflictos, nadie quiso arriesgar. A mí me complacía que Godard le pegase en los tobillos a la Iglesia. Hace poco tiempo, la TV Pública en el ciclo Filmoteca, temas de cine la pasó, restituyendo aquel episodio olvidado.

No creo que el viaje que hicimos a Uruguay fuera exclusivamente para ver la peli de Godard; es probable que Yo te saludo, María estuviese esperando allí por nosotros (qué manera de ver cine por aquellos años). Bueno, el horror ultracatólico, después de ver el film, se nos hacía estúpido, innecesario (¡no era para tanto!). De obsceno, ni los desnudos. Tal vez su densidad... en estos años me encontré con más de una persona que definió a la película como un bodrio ejemplar. No es para tanto, pienso. En este punto, traiciono lo que me había prometido (no verla); la busqué en internet y me senté a mirarla. No se compara un cine uruguayo de mediados de los ochenta con el comedor deslucido de un departamento a media tarde; afuera, sólo llovizna. Debo decir que la película me gustó; lo que se me hizo misterio y olvido se encuadró bajo esta nueva mirada. Perdí esas “imágenes en trance de esfumarse” del comienzo; el film se me tornó algo esquemático, aunque hay un rulo de lirismo y un montaje áspero que la salva para mí; me gusta cómo construye el ojo de Godard, los detalles, el chicotazo de la frase, en fin. Lo más importante, ahora, es que se reactiva aquella sensación de ver en Uruguay lo que no podía verse de este lado del río. 

Recuerdo salir del cine, manos en la campera, la sensación de llevarme un secreto. Lo sentí en la respiración. El clásico silencio de esos primeros minutos donde lo que acabamos de ver sigue llenándonos el ojo, a la par que empezamos a encontrarle palabras a eso que vimos. La película era un gran signo de interrogación; sí estaba claro lo más evidente, lo que la Iglesia no podía tolerar –ya no el asedio atolondrado que José propinaba a María, sino las batallas y los escarceos del cuerpo desnudo y estremecido de una muchacha embarazada y virgen (Virgen)– y el resto, la factura godardiana, iba diluyéndose bajo el cielo uruguayo. Era la época de esas películas que había que ver más de una vez; no siempre correspondí esas demandas. De hecho, con los años miro cada vez menos cine; estoy dele observar cuadros o leer cuando logro distraerme de las acciones programadas para subsistir. Pero el cine, aquella vez, me puso en órbita y me regaló un sentido que siempre surge cuando me pongo a escribir y empujo las palabras para que las prohibiciones retrocedan, para que los controles vayan debilitándose. Ese día tuve la increíble sensación de esquivar una censura cultural. Y con ella, como paradoja, se hacía tangible el riesgo o la amenaza de cualquier acción destinada, desde afuera, a combatir esa libertad.


Carlos Ríos nació en Santa Teresita en 1967. Es autor de más de veinte libros, entre los que destacan Media romana (2001), La recepción de una forma (México, 2006), Manigua (2009 / España y Brasil, 2016), Cuaderno de Pripyat (2012 / Francia, 2016), El artista sanitario (2012 / España y Brasil, 2016), Perder la cabeza (2013), Cielo ácido (2014 / Chile, 2016), Cuaderno de campo (2014), Obstinada pasión (Chile, 2015), Rebelión en la ópera (2015) y La destrucción empieza por casa (2017). Actualmente integra el consejo editor de BazarAmericano.com, dirige el proyecto editorial de la Oficina Perambulante y coordina talleres de escritura en cárceles de la provincia de Buenos Aires.