Querida mía:

Por lo que sé de ti últimamente quisieras ser la feliz poseedora de una conciencia (...) Ahora ambicionas el trono y el altar, interrumpir la economía universal y la cincha de las grandes potencias con tu realismo propio del doctorado doméstico, con tu infantil sentido de la equidad que consiste en preservar del progreso y su necesaria ley de transformación los reinos que te son más familiares: el animal y el vegetal. (...) Voy a recordarte qué es lo que quiero:

Quiero que te vistas siempre así, como una prostituta, pero no cuando vas al médico (...)

Quiero ver tu sexo solo en el momento de poder taparlo con el mío, nada es tan desagradable como la animalidad de una mujer.

Quiero tu instinto ágil y aleccionador para orientarme allí donde el conocimiento no llega. Pero si exageras, te llamaré bruja y te quemaré.

Quiero que me aceptes en tu cuerpo cuantas veces yo quiera pero no tantas. Porque entonces te haré responsable de matar mi deseo en rutina o te acusaré de desear más allá de mí y te llamaré ninfómana. 

¿Acaso no te encanta que te llame “Cosita”?

Esta “Carta didáctica dirigida a una mujer y a todas las mujeres, a pesar que se dice que ellas no aprenden nunca” forma parte del corpus que 17grises Editora vuelve a sacar a la luz, quince años después que la colección Sudamericana Mujer la presentara por primera vez en formato libro. La Carta, como el Breve Diccionario Machista, la Conversación imaginaria con Sigmund Freud o Cuando papá enseña a ser mujer son algunas de las columnas “A tontas y a locas” con la que el diario Tiempo Argentino, en su formato tabloide de principios de los 80, confiaba en la joven María Moreno un espacio que, como ella misma dice, no era censurado porque ni siquiera era tenido en cuenta con peso político. Impactante por la gracia del conjunto y porque es un libro que se puede empezar a leer por el medio, el principio o el final, la letra se sale de las páginas como esas uñas esculpidas que relucen como garras de una voz que en los primeros ochenta y después de la dictadura estaba bien tapada o circunscripta a grupos pequeños, alejados de los grandes medios. Para entender bien la importancia de “A tontas y a locas” hay que pensar en las representaciones mediáticas que hacían de nosotras Claudia, Vosotras y Para Ti con sus manuales de comportamiento y agenda de intereses. Que las dietas, los horóscopos y la cocina eran los ámbitos donde debían deslizarse las almas femeninas, el fin de la dictadura no habilitaba discursos disidentes, salvo éstos, que camuflados en el espíritu inocente de la ironía sofisticada, pasaban desapercibidos. Tiempo tenía, además de “A tontas y a locas”, un suplemento dirigido por Moreno que se llamaba La Mujer, antecedente gráfico de Alfonsina (revista que sacaría años más tarde) e incluso de Las12, donde Moreno escribió desde el principio en 1998. “Lo que hacía en Tiempo no era exactamente militante pero sí se notaba la marca del feminismo de la diferencia al que adhería entonces, sin compañeras. Debería decir si no fuera una especie de chiste como cuando Sebreli dijo “soy un socialista solitario” que era una feminista solitaria. La estrategia era convertir los contenidos tradicionales en otra más ligada al periodismo cultural. La sección Cocina, por ejemplo, tenía una vertiente antropológica muy literaria que firmaba Cléo de Mérode. Había moda, pero ligada no al consumo sino al ahorro, al estilo, incluso performática. Podía convivir una nota sobre guarderías con una que, al año de la guerra de Malvinas, se ilustraba con la imagen de un soldado en brazos de la virgen María (una versión de “La piedad” de Miguel Angel) con el título “La guerra es un crimen”, una nota de Nelly Casas. Me parece que la polémica sobre una publicidad de American Club  en donde una mina con un ojo negro decía “Dame otra piña Carlos” tiene hoy una gran vigencia.

Maria Moreno entrevista a Maria Elena Walsh en los primeros 80 y las fotografia Sara Facio.

 

 –¿De dónde salen estas columnas y sobre todo, ese “tonito”, como decís en el prólogo?

En principio siempre me gustó hacer revistas. Desde chica. Es para figurar en el cuadro de honor en el consultorio de un psicoanalista pero a los ocho años hice un único ejemplar de una revista para niñas llamada Malena y con una única lectora que era mi amiga Ana María. Tenía un cuento, dibujos para colorear y uno de esos laberintos que se seguían con un lápiz y figuraban en Billiken. De ahí no paré. Podían ser algo así como páginas parásitas en otras publicaciones como la sección La porteña, de El porteño, La cautiva de Fin de Siglo, La mujer publica (publica sin acento) en Babel, la sección Mujer del diario Sur. Después edité Alfonsina, la Gandhi, El teje en su primera época. Pero me parece que el suplemento La Mujer de Tiempo Argentino fue la “revista” más disruptiva. Creo que la nota de Moira Soto “¿Existe el amor maternal” sobre un libro de Elizabeth Badinter en ese momento fue un corte si se tiene en cuenta que lo que tenía delante era Vosotras, Para Ti y Claudia como la que tenía un perfil monográfico cultural y podía publicar minibiografías de mujeres artistas. El conflicto con el que me encontré fue que las mujeres “emancipadas” no leían revistas femeninas, que no existiera un feminismo político que hiciera pensar en una publicación feminista y menos dentro de un medio masivo. La Mujer empezó a fines de la dictadura y expresaba todas las contradicciones de la transición democrática. La redacción era parte de la general de un diario y la organización tenía algo de doméstico, de amateur. Algunas redactoras eran poetas como Mónica Tracey o escritoras como Carmen San Pedro. No cubríamos actualidad e ilustrábamos con unos dibujos victorianos que sacaba la editorial Dover ya que, sobre todo al principio, el departamento fotográfico prefería el sector macho del diario: es decir la actualidad política. Mi transferencia era con Rosa L. de Grossman que era Néstor Perlongher, un auténtico feminista. Y entonces teníamos diálogos como éste:

–Nena, como dice Copi, lo que pasa es que en una pareja de homosexuales no hay un sádico y un masoquista sino un fascista y un marxista. ¿Y en una de lesbianas?

–Dos psicólogas.

–¿Sos lesbiana?

–¡Cómo se te ocurre!

–¡Dios dirá!

La reedicion de A tontas y a locas por 17grises Editora y la primera, de 2001, en Colección Sudamericana Mujer

 

Raras como encendidas

–¿Qué pasaba cuándo salía la columna? ¿Hubo alguna censura o era ignorada? Todavía no había terminado la dictadura…

Los medios tienen espacios menos visibles y por eso menos controlados por la censura y en esa época aprovecharlos era crucial. Estar en la parte de atrás del diario y no bajo los ojos de la censura puede hacer que conviertas el ghetto temático en territorio. Uno de los problemas era qué tan feministas éramos. Las feministas que en ese momento estaban en pequeños grupos de izquierda no se acercaban, creo yo que porque había un prejuicio hacia los medios de comunicación. No pensaban que podía haber un lugar que las representara. Supongo que nos leían pero no pensaban que era un espacio que ellas podían tomar, justamente aprovechando la confusión de que nadie identificaba demasiado los discursos feministas de izquierda asociados a determinadas ideologías políticas. No tenían esa cuadricula de lectura. Pero los feminismos tampoco habían encontrado un lenguaje acorde a los medios, tener una estrategia para escribir en los medios de una manera clara, si se quiere pedagógica, sin renunciar a la ideología. Y me parece que sigue pasando: en lugar de visualizar un espacio donde se puede intervenir, hacerlo como un espacio de privilegio al que hay que discutir. Por otro lado, el suplemento Mujer coincide con la aparición de mujeres casadas en segundas y terceras nupcias, empieza el control de la natalidad, etc, entonces vendían publicidad acorde, un sostén ligado al mercado. Yo hacía La Mujer, pero también Salud, Tiempo Joven, uno que se llamó Señores, que era de varones feministas y no funcionó obviamente. Y usé miles de seudónimos, Susy Kawasaki, una rockera dura; Mariana Imas, feminista militante en derechos humanos; Virginia García, psicóloga (pero eso ya fue en Alfonsina). En Tiempo escribía y firmaba como un varón machista que por supuesto era paradojal porque era más bien una especie de feminista invertido, que era Juan González Carvalho con el cual engañaba a mis amigas porque tenía un discurso muy seductor, muy culto, era concheto y casado y las boludas me decían “quiero conocer a ese tipo” y era yo.

 –¿Se decía abiertamente “soy feminista”? ¿Qué carga tenía echarse encima el término? 

El look en esa época era decir no soy feminista. Y después volvió a ser un look. Pero esa respuesta, “no soy feminista”, no era una respuesta política, era más bien no comprometerte con algo que te podía perjudicar a nivel personal. Y hay cosas que se repiten: me parece que ahora hay algunas mujeres que se desmarcan de Ni Una Menos por razones menos críticas que por un supuesto aval a la estructura macha dominante, hecha de hombres y mujeres, como si realizaran un ritual de integración que, si lo necesitan es precisamente porque están excluidas. Y después sobrevive el tabú de la agresividad femenina. Hace poco escribí en Las12 que ese tabú finge ignorar que la agresividad es la respuesta de la Historia cuando un movimiento decide reconocerse más allá del deseo de su opresor para acabar con otra clase de agresividad, la que le niega su mera existencia. Hay en los detractores del Ni Una Menos un horror a la fuerza y potencia de las mujeres organizadas. Cierta izquierda puede tener al obrero como santo Grial, al pobre, al migrante, al nacido en el  tercer mundo, pero al llegar a las mujeres dicen que deberían tener buenas maneras en la protesta. Cuando ven una marcha sienten que todas esas minas son como esa madre castradora en el cielo de la película de Woody Allen, reproducida al infinito y los Edipos se agarran las bolas.

–¿Cómo era tu vida en ese momento?

Tenía una doble vida. Estudiaba a Lacan con Germán García, andaba en el ambiente de los bares (de eso hay mucho en Black out) y me marcó mucho el libro El nuevo desorden amoroso porque era una crítica a la revolución sexual y a la vez una burla al emprobrecimiento del goce fálico. Era como un feminismo de varones o una retórica exquisita: hablaban desde la envidia del goce femenino, con ese estilo de ciertos franceses que lo puede tener Barthes o Régis Debray o un tratado de ginecología. Entonces me pegué mucho a ese libro, ideológica y teóricamente, y sobre todo porque ponían unos separadores en el libro que eran más de índole periodístico y era un ejemplo de cómo podías hacer teoría critica entre periodismo y estilo. Y estaba muy marcada por el estilo del feminismo de la diferencia: leía a Luce Irigaray, a Helene Cixous, a Julia Kristeva. En el suplemento de La opinión escribía con esa onda paradojal y hacía una nota titulada por ejemplo: “La mujer objeto: invento feminista”.

–¿Cómo era el clima en la redacción? ¿Cómo se organizaba el cupo femenino?

Cuando un fotógrafo acosó a una redactora, se me ocurrió que podríamos organizar algo así como una comisión de la mujer. Fue impresionante, venían las chicas de administración, las de intendencia a la reunión que habíamos convocado con Moira Soto en la sala de reuniones de los jefes de redacción, lo absurdo era que yo era “uno” de ellos. Los radicales de la redacción decían que estábamos generando una división gremial, los peronistas se ponían contentos porque imaginaban que se venía la rama femenina. A la noche, el director me ofreció llevarme en su auto –era complicado negarme, además el diario quedaba en la loma del culo–  y mientras me alcanzaba a La paz me explicaba que todavía la comisión interna era ilegal, que no podía hacer una reunión gremial en la sala de reuniones jerárquicas. Poco a poco fui secretaria de redacción, en las reuniones Burzaco me hacía siempre el mismo chiste: me miraba en medio de unos 16 tipos y me preguntaba ¿solita? La redacción del diario tenía una estructura panóptica. Todos los jefes en la misma fila adelante y enfrente la redacción. Yo estaba separada de Marcelo Moreno y por casualidad estábamos sentados en las dos puntas, cada uno al lado de un matafuego.

–Volviendo al tono, barroco y maquinal, contextualizado con el final de la dictadura, ¿era como tomar el perfume de Vosotras para darlo vuelta? 

El nuevo desorden amoroso (de Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut) manejaba una ironía teórico-crítica sobre la revolución sexual y un panfleto sobre la pobreza del goce fálico. Tenía esa retórica francesa que suelen compartir tanto Rolad Barthes y Regis Débray como un tratado de cosmetología y se me pegó con mi habitual lunfardo lacaneano mezclado con el tono imitado a Las causeries del general Mansilla. Las revistas semanales de la dictadura censuradas permitían experiencias con la escritura. Jorge Di Paola y yo hacíamos Vida Cotidiana en Siete Días, Fermín Chavez, la sección Aniversario en Radiolandia. Yo escribía los textos para las producciones de Renata Schussheim y eran textos hiperliterarios. Mi barroco venía de mi influencia de la revista Literal que hacían Germán García y Luis Gusman y que publicaba a Sarduy y Lezama pero más que barroco es modernismo rubendariano. 

–¿Y quiénes leían “A tontas y a locas”? ¿Cómo se trenzaba con el clima cultural de los primeros 80 y lo que después se constituyó en un movimiento que hoy explota pero que hace pie en El Teje, en Las12, pero también, y mucho antes, en Juana Molina, en Boluda total y en Malena Pichot ahora?

Yo no las escribía en el suplemento sino en la revista del domingo de Tiempo como un pseudópodo antimachista, una foto mía y mi firma. Como yo tenía mi doble vida en los bares me las comentaban mis amigos escritores. A Fogwill le gustaban para pelear o cargar, a Alberto Ure y a Ramón Alcalde que no eran amigos también les gustaba. El diario ese día vendía 100.000 ejemplares pero no se quién leía las columnas. No había Facebook, ni mail, yo no tenía recepción. Tuve muchas cartas cuando escribí como Rosita Falcón, una jubilada maestra progre que tenía una columna llamada “A la vejez vejez ¡vigüela!” Y hasta una vieja me mandó de regalo una pañoleta. 

–Y después vino Alfonsina…

Alfonsina era una revista independiente que se nos ocurre con Carlos Galanternick, el bueno de Tom Luppo, la financiaba una empresa de neumáticos, Fliter ¡una revista feminista financiada por gomas! En el tercer número, creo, saqué una tapa con un gran título que decía “Amar a otra mujer” y empapelamos la ciudad con el afiche de rabioso color fucsia. Y algunas lectoras, sobre todo militantes políticas que leían la revista, tal vez por venir de la experiencia de los feminismo en el exilio, mandaron cartas de protesta y entonces Tom, que era el director editorial, sacó un aviso donde decía algo así como “somos heterosexuales, cocinamos etc”  y entonces recibimos una carta de Jorge Gumier Maier tremenda y tremendamente verdadera con un tono revista Sodoma que nos pulverizaba bien. Entonces, yo que estaba totalmente de acuerdo con Gumier Maier lo llamé por teléfono para hacerme amiga. Y él, mirá como sería de loca, me atendió como si hubiera estado esperando mi llamado en lugar de una carta polémica. Se dice que Alfonsina era una revista hecha por varones. German Garrido relaciona muy bien Alfonsina con El teje. Escribían Moira Soto, Mabel Bellucci, Sara Facio, Cecilia Absatz, Márgara Averbach, Claudia Schvartz y a veces con seudónimo. Los varones escribieron con nombre de mujer y fue la oportunidad que bajo ese nombre revisaran sus ideas sobre la femineidad. Era graciosa: muchos se armaban sus seudónimos con el nombre de la madre o la hermana y era interesante las ficciones de género que les provocaba eso. Algunas se pasaban de rosca: Rosa Montana (Martín Caparrós, a veces él y yo a dúo) era como una feminista española cadenera, talibana. Le agradezco que haya sido mi secretario, cosa que ningún varón habría aceptado entonces. La renuncia al nombre propio me pareció una experiencia performática muy valiosa. Algunos seudónimos eran inverosímiles como Siglinde Von Trott (Eduardo Grüner) o María de la Cruz Estévez (Fogwill). Con María de la Cruz tuvimos una polémica sobre el aborto pero Fogwill que era un feminista negro, por así decirlo, planteaba una cosa tan caricaturesca que se volvía una nota por la liberación del aborto con el método del absurdo. La asumisión de Alfonsina como política-política fue una editorial que escribí y que se llamaba “La tortura como pornografía” y es gracioso pero cuando se refiere a ese editorial de Alfonsina es el único caso en que dice “hicimos” ¡hariola! Además cuando algunos colaboradores dicen amarillistamente que era una revista hecha por varones no se acuerdan que escribían sin nombre propio y bajo mi látigo de Venus de las Pieles.