En un año de pocas películas que hagan abrir los ojos (con un cine copado por las secuelas, las remakes y la falta de ideas), Baby driver es una especie de acontecimiento, lo cual no quiere decir que sea la mejor película del año ni mucho menos. Pero sí llega de la mano de un director, el británico Edgar Wright, que hace varios años viene haciendo películas de amor (al cine) como Shaun of the dead (2004), una comedia de zombies con un antihéroe tan brillante como Simon Pegg, o Scott Pilgrim versus the world (2010), un comic que cobra vida para que un chico (Michael Cera) luche contra los ex novios de su novia en un duelo de guitarras y videojuegos. Baby driver comparte con esas películas cierta ligereza, la de pertenecer a un mundo que es completamente de cine, y se entrega al juego con los géneros con una felicidad que pocas veces se encuentra. 

La historia es la de un chico que podría haber sido amigo de Scott Pilgrim pero en cambio aparece en esta película de acción con autos, como una incrustación extraña en un mundo de mafiosos y ladrones que es una fuente inagotable de atracciones. Porque el chico, además de ser un adolescente bellísimo con una boca tan carnosa como la de James Dean, tiene una habilidad al volante casi inexplicable, de joven superhéroe, y una deuda misteriosa con el jefe de una banda de ladrones, Doc (Kevin Spacey) que lo obliga a ser el conductor, una y otra vez, en golpes a bancos y correos. Mientras tanto está a cargo de un padrastro paralítico, sordo y negro, y en tren de enamorarse de una mesera rubia (Lily James) que es, qué duda cabe, su alma gemela: en la primera conversación entre los dos, picante como una escena de comedia screwball, ella le confiesa que su sueño es fugarse con un auto que no pueda pagar y escuchando música. La música es lo que define al personaje de Baby, todavía más que los autos, y los distintos Ipods que nunca abandona, como esos enfermos que recorren los hospitales con la vía de suero siempre pegada al cuerpo, son un recuerdo de una madre perdida que era cantante.

La presentación del personaje es lujosa, brillante: Baby acciona un auto rojo y reluciente como si ejecutara un solo de batería, las persecuciones están filmadas como musicales y Wright consigue un vértigo en la cascada que se genera entre la música y los recorridos por la ciudad que Damien Chazelle no pudo conseguir ni en Whiplash (2014) ni en la apertura de La la Land (2017), donde solo pudo pensar una autopista como escenario y a la música como interrupción –antes que continuidad, o sustancia misma– del flujo de la vida urbana. Visualmente, y en lo que tiene que ver con la acción musical, Baby driver es asombrosa. Pero lo cierto es que después de la larga introducción del personaje, cuanto tiene que pasar a contar una historia, la película aburre un poco. Primero porque los matones reunidos alrededor de Baby son realmente pobres: Kevin Spacey es una mala caricatura, un villano esforzado que en el momento culminante de la película tiene una revelación más estúpida imposible; Jon Hamm trata de perder la elegancia para parecer un cocainómano enamorado de una doble de Jessica Alba pero lo consigue poco, y Jamie Foxx solo cobra existencia cuando cuenta una historia en primer plano, como si fuera la versión lavada de una escena de Tarantino. Mal que le pese a Wright, los diálogos entre los ladrones, sus historias secundarias, son totalmente irrelevantes, y toda la expectativa construida alrededor de Baby y sus gustos pop tiene su pico de berretez cuando escucha canciones de Queen con el personaje de Jon Hamm –“Brighton Rock” más precisamente, de un discazo como Sheer Heart Attack, presalto a la masividad de Queen en los ochentas– y lo único que tienen para decir los dos al respecto es “¡Qué temazo”! Obviamente que repetir a Tarantino era un riesgo asumido en una película como Baby driver, pero quizás el esfuerzo por diferenciarse dio como resultado una película que solo brilla durante las persecuciones y lo que dura un par de temas.