Cuarenta y seis años atrás, el diputado Juan Carlos Comínguez entró tabicado y maniatado por un portón de hierro. Acababa de ser secuestrado junto con otros seis camaradas a la salida de la sede del Partido Comunista (PC) de la Avenida Callao. Entonces no lo sabía, pero sus captores eran los integrantes de la banda de Aníbal Gordon que reportaban a la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE). Tampoco conocía donde estaba. Este miércoles, volvió al lugar junto con el juez federal Daniel Rafecas y el equipo del juzgado para reconocer ese galpón como uno de los más de 700 centros clandestinos de detención de la dictadura. “Sí, es éste el lugar”, le dijo al magistrado después de más de una hora de recorrida por la base Pomar. “Creo que puedo cerrar una etapa de mi vida”.

Comínguez tiene 83 años. Es docente y fue uno de los fundadores de la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (CTERA), además de diputado nacional. El 20 de mayo de 1977 fue al PC a retirar dinero para tomar un avión hasta Tucumán y después seguir viaje hasta Salta y Jujuy. Debía viajar para denunciar los secuestros y las desapariciones que se producían en el norte del país. No pudo completar la tarea porque él mismo fue raptado mientras caminaba por Callao. Compartió cautiverio con otros militantes comunistas: Luis Cervera Novo, Carmen Román, Ricardo Gómez, Juan Cesáreo Arano, Miguel Lamota y Miguel Prado. Solamente, él, Prado y Lamota sobrevivieron. Los otros camaradas siguen desaparecidos.

Antes de la hora pautada para el inicio de la inspección ocular en el centro clandestino identificado a finales del año pasado, Comínguez llegó hasta la esquina de Pomar y Chiclana, en el barrio de Pompeya. Era la primera vez que volvía a pararse frente a ese portón de hierro por el que había ingresado y salido en mayo de 1977. Muchas veces había merodeado la zona. Sabía que lo habían tenido secuestrado en la zona sur de la Ciudad, sobre todo por el olor que emanaba de las curtiembres.

Sobre la vereda esperaba también Carlos Lewandowski, hijo de los dueños del lugar. Sus padres solían alquilar el galpón de Pomar 4171/73 desde principios de la década del ‘70. Ellos vivían en la casa contigua. A principios de 1977, fue la banda de Gordon la que rentó el espacio para montar supuestamente un depósito de frutas. No fue más que una pantalla: en realidad, estaban montando un centro clandestino después de que debieron cerrar Automotores Orletti tras la fuga de una pareja en noviembre de 1976.

Comínguez comenzó a hablar, guiado por las preguntas de la secretaria federal Albertina Caron. Le era dificultoso reconocer los espacios porque estuvo siempre con una venda en los ojos. Recordaba haber estado en una habitación en la planta baja con el resto de sus camaradas. De a poco, mencionó algunos hechos: que pidió asistencia para “Carmencita” y vino un médico a darle una inyección; que uno de sus compañeros –que había sido muy torturado– tenía frío y que a Cervera Novo –con quien tenía más trato– le dijo “el 25 de mayo cantamos el himno”.

Contó que lo torturaron en la parte superior de la propiedad a la que se accedía por una escalera recta. Pero mientras hablaba de esas circunstancias, le dijo a Caron: "Había otra escalera". La secretaria, que ya había recorrido el lugar el año pasado, abrió los ojos. “Sí, había otra escalera”, le contestó.

El sobreviviente contó que la segunda escalera lo remitía a una situación muy personal. Antes de liberarlo, lo habían dejado junto a un rellano. Allí vio que se apilaban botellas. Él pensó en tomar una e intentar atacar a alguno de sus captores porque estaba convencido de que no iban a dejarlo con vida, sobre todo porque venía arrastrando amenazas de muerte desde los años de la Triple A –la organización criminal en la que también había operado Gordon–. La comitiva del juzgado buscó ese recoveco con la asistencia del arquitecto Gonzalo Conte, de Memoria Abierta.

El otro recuerdo del que habló fue del chirrido de la cortina de metal. “El ruido es el mismo ruido que tengo acá”, dijo Comínguez mientras se señalaba la cabeza. “Para mí, éste es un momento contradictorio. Creo que puedo cerrar una etapa de mi vida”, se sinceró.

Usted es el único sobreviviente de este lugar– le dijo Caron mientras el juez asentía.

Comínguez le agradeció el trato humano a Rafecas. “Esto es parte de recuperarnos de lo que nos hicieron acá. Tenemos que contrarrestar a estos sicarios que tanto daño nos hicieron”, se aflojó. Cuando ya casi no quedaban integrantes del juzgado, Comínguez seguía frente al portón. “Estar acá es saldar una deuda con mis camaradas”, dijo emocionado antes de despedirse.