Argentina se encuentra ante un escenario de gran complejidad. El cielo parece cubrirse de nubes que se oscurecen cada vez más, generando un creciente pesimismo en la sociedad. Comienzan a interactuar dificultades económicas de orden internacional y local, con factores políticos, sociales y climáticos. En una economía todavía muy comprometida por la crisis de 2018-2019, los impactos de la pandemia, la guerra, la sequía y la actual crisis financiera internacional crean un marco de elevada incertidumbre respecto al futuro, existiendo el riesgo de que, si estas dificultades se agudizan, se desencadene una tormenta perfecta.

El gobierno que asumió en 2019 recibió una situación económica crítica. El PIB había acumulado en 4 años una caída del 4 por ciento. La inversión bruta fija se había contraído un 15,4 por ciento y la inflación se había duplicado, alcanzando el 54 por ciento. La deuda pública externa saltó de 16 por ciento a 46 por ciento del PIB, en tanto la deuda total del gobierno central creció de 52 por ciento a 90 por ciento del PIB. Más de 35 por ciento de la población accedía a un ingreso por debajo de la línea de pobreza.

En 2020, el shock de dimensiones planetarias que causó la irrupción de la pandemia de la Covid-19 agravó la ya crítica situación macroeconómica. Cayó abruptamente la actividad y, junto a ella, la recaudación tributaria. Al mismo tiempo creció el gasto público, no solo para enfrentar la emergencia sanitaria, sino también para cubrir las necesidades de la población que perdía ingresos. Fue menester dar atención a las urgencias tanto de los sectores más vulnerables como las de las empresas que luchaban por su supervivencia.

La recuperación posterior fue rápida, después de una caída de casi 10 por ciento de 2020. En el cuarto trimestre de 2022, el PIB ya era 1 por ciento mayor al de finales de 2015. La suba de la inversión fue importante en ese crecimiento: entre 2015 y 2019, había caído de 19,5 por ciento a 17,2 por ciento del PIB; pero en 2022, aumentó a 21,2 por ciento del PIB. La tasa de desempleo abierto cayó de 9,8 a 6,8 por ciento de la población activa entre 2019 y 2022.

Estos resultados merecen ser valorados a la luz de los efectos devastadores de la pandemia y de la insatisfactoria evolución previa. Pero no han sido suficientes para mejorar significativamente el nivel de vida de gran parte de la población y, mucho menos, para restaurar un proceso de crecimiento sostenido e incluyente.

En particular, el endeudamiento público (principalmente externo) sigue siendo una bola de hierro a la que está engrillada la economía nacional. En efecto, aunque el gobierno evitó un default generalizado mediante amplias renegociaciones de la deuda externa con el sector privado y un nuevo programa con el Fondo Monetario Internacional (FMI), esa deuda no solamente genera un servicio que gravita sobre las cuentas fiscales y externas, sino que impone condicionamientos de política que ponen en riesgo la continuidad del crecimiento económico. De hecho, en el último trimestre de 2022, la serie desestacionalizada del PIB registró una caída respecto del trimestre anterior.

La inflación representa una de las dificultades económicas más importantes. Tras una aceleración en 2018, subió un nuevo escalón a partir de marzo de 2022 (coincidiendo con el inicio de la guerra de Ucrania): el promedio de inflación mensual alcanzó así 6,1 por ciento entre marzo de 2022 y febrero de 2023. La tendencia es a tasas aún mayores, como lo evidencia el último dato del mes de marzo, donde los precios crecieron un 7,7 por ciento.

Este proceso inflacionario – reflejo primordialmente de una generalizada puja distributiva entre actores económicos – se ve alimentado por las expectativas, que introducen una inercia difícil de quebrar. El gobierno intentó políticas de ingresos orientando las negociaciones paritarias hacia la inflación anticipada – que se espera decreciente – y no la pasada, y negociaciones con los formadores de precios, hasta ahora con escasos resultados. 

Atenta contra sus esfuerzos la falta de anclas nominales, como podrían ser el tipo de cambio y las tarifas de servicios públicos. Seguir atrasando el tipo de cambio real (como ocurrió entre enero de 2021 y julio de 2022) no solamente pondría aún más presión sobre un frágil balance de pagos, sino que tampoco garantizaría, en este contexto, una desaceleración del ritmo inflacionario. Del mismo modo, la disminución de los subsidios a los consumos de transporte y de energía (en especial los de los sectores de mayores ingresos y de las empresas) es parte importante de la política fiscal negociada en el acuerdo con el FMI. A esto debe sumarse la severa sequía, que impulsó al alza el precio de algunos alimentos, como la carne.

También incide de manera negativa sobre las expectativas la situación de la cuenta corriente de la balanza de pagos. El comercio no genera las divisas suficientes y se puede resentir de sobremanera debido a la sequía, que reduce el saldo exportable del sector agrícola-ganadero. Esto resta márgenes de maniobra para administrar el mercado cambiario, y hace que la brecha entre el tipo de cambio comercial y los tipos financieros (CCL, MEP) se mantenga elevada. Se incentivan maniobras de subfacturación de exportaciones y sobrefacturación de importaciones, como así también el estoqueo de saldos exportables e importaciones, para forzar devaluaciones y/o la concesión de tipos de cambio preferenciales. Se realimentan así expectativas devaluatorias. La sequía también impacta en la recaudación impositiva, agravando el déficit fiscal, ya presionado por el servicio de la deuda pública, la que a su vez continúa aumentando tanto en pesos como en dólares.

La situación de los sectores de menores recursos se agrava por la mayor incidencia inflacionaria de los productos de consumo de primera necesidad, sobre todo la carne, las bebidas y los alimentos en general, en un mercado muy concentrado. Los salarios y jubilaciones corren de atrás a la inflación. Las medidas de apoyo al empleo y los subsidios no cubren totalmente las carencias de las familias más necesitadas. La inflación también mantiene la concentración del ingreso en desmedro de los asalariados, agravando tendencias previas, afectando principalmente a la población que solo accede a un empleo no formal.

El contexto internacional se agrava por la guerra en Ucrania. Entre otros efectos, acarrea aumento de los precios internacionales de energía, formación de bloques comerciales y geopolíticos, subsidios a producciones especificas en países desarrollados. Aumentan por otro lado las tensiones comerciales y financieras con la suba de la tasa de interés y la quiebra de bancos en Estados Unidos y Suiza, ocasionando dificultades en otros países europeos. A esto se suman sanciones económicas a algunos países. En la generalidad de las economías avanzadas y en buena parte de las economías emergentes, se espera una fuerte desaceleración del crecimiento.

Esta desaceleración impactará en nuestro país en las exportaciones, los precios de materias primas y productos, y el aumento de los servicios de la deuda. El acuerdo con el FMI a su vez condiciona y limita las opciones de cursos de acción internos: solo este año se le deberán pagar alrededor de 2.300 millones de dólares en intereses y sobrecargos.

Respuesta y convocatoria

Este escenario extremamente complejo demanda una respuesta conjunta acorde, que no vemos en estos días. Por un lado, diferencias en el seno de la coalición gobernante que, dirimidas públicamente, debilitan su accionar. Algunos sectores de la oposición, por su parte, boicotean las sesiones del Congreso, a la vez que hacen campaña para evitar el financiamiento privado de la deuda pública y el otorgamiento de créditos de organismos internacionales e inversores externos. Parecerían jugar a desencadenar una crisis de grandes proporciones, con megadevaluación e hiperinflación, lo que abriría paso a un nuevo ensayo de reformas de gran alcance, en una re-edición de lo vivido en Argentina a partir de 1989. Incluso sobrevuela la idea de dolarizar la economía, lo cual implica en la práctica renunciar a la posibilidad de ejercer política económica de manera autónoma.

Sin embargo, no se observan actualmente las condiciones macroeconómicas objetivas que llevaron a esa crisis hiperinflacionaria, como los muy elevados déficits externo y fiscal, descontrol de la emisión monetaria que empuja a una devaluación sin freno del peso, indexación instantánea de precios sobre el tipo de cambio. Tampoco realimentación del proceso, con la inflación que genera más devaluación, más déficit fiscal y más emisión monetaria. Existe sí el riesgo emergente de expectativas sesgadas que anticipan escenarios de crisis. Las dificultades económicas actuales, unidas a determinadas prácticas de actores políticos y económicos, podrían dar lugar a una suerte de tormenta perfecta.

Son necesarias medidas de corto plazo para llegar a las próximas elecciones con una economía que mantenga en lo posible el dinamismo de crecimiento, inversiones, empleo y exportaciones, con control de la inflación, el tipo de cambio, y la política fiscal, mientras se trabaja en un plan de estabilización económica y social en el marco de un plan de desarrollo. Se trata de alinear el corto plazo con el mediano y largo plazos. Hemos expuesto lineamientos para un plan de este tipo en octubre de 2022, en nuestro documento “Nuevas Aristas en la Cuestión del Desarrollo. Un Programa para la Argentina”.

Debe abrirse espacio para una política anti-inflacionaria que corte la inercia y que no resulte recesiva, evitando el recurso a los tradicionales ajustes fiscales, que espiralizan la contracción de la actividad económica y hacen recaer los costos sobre los sectores sociales menos favorecidos, sectores ya perjudicados por el propio proceso inflacionario.

La desaceleración de la inflación es la herramienta más eficaz para restablecer los ingresos reales de trabajadores y jubilados, pero mientras se consigue, es preciso compensar la nueva pérdida que están sufriendo sobre niveles ya deprimidos durante la administración anterior. El gobierno realiza esfuerzos en ese sentido con diversas transferencias de ingresos, pero su margen de maniobra es limitado. 

Quienes sí podrían contribuir en mucha mayor medida son los empleadores: sus ingresos (el excedente bruto de explotación) crecieron un 20 por ciento en términos reales entre 2020 y 2022, período durante el cual la reactivación económica les permitió a las empresas remarcar precios sin perder demanda. Por lo tanto, las empresas (tomadas en su conjunto) ya recompusieron sus ganancias y están en condiciones de aumentar los salarios de sus trabajadores sin transmitir ese aumento a precios. No lo harán espontáneamente: junto con las negociaciones colectivas, el Estado tiene un papel indelegable que cumplir.

Pero no se trata solo de diseñar medidas de política económica. Es menester alcanzar consensos entre actores socioeconómicos y políticos relevantes, los que deberán integrar una coalición sólida para sortear la presente coyuntura. Así lo requiere el tratamiento de los temas críticos que enfrentamos hoy: la revisión del acuerdo con el FMI, el impacto de la sequía en las exportaciones y en la recaudación fiscal, el proceso inflacionario y la atención de los sectores y regiones más golpeados.

Un programa de reformas análogo al implementado en la década de 1990 no es una alternativa aceptable. La Argentina ha transitado este camino con un alcance que reconoce pocos paralelos en América Latina; y los resultados están a la vista, la crisis 2001/2002. Mientras el programa se sostuvo, marginó a una porción considerable de la población, llevándola al desempleo y la precariedad, y edificando una brecha social cuyas consecuencias vivimos aún hoy. Por otra parte, el desempeño productivo fue pobre, porque la inversión fue escasa. El progresivo derrumbe del programa, a partir de 1998, llevó a la peor crisis económica que vivió la Argentina desde el siglo XX. Sorprende que haya voceros o actores que reivindican lo ocurrido durante la vigencia de tal programa de reformas: quizá sea por nostalgia del disciplinamiento social que supo imponer, que de cualquier manera no impidió su explosivo desenlace.

Que esta experiencia infausta, de la que emergió como voz de alerta el Plan Fénix en el año 2001, sirva cuando menos de enseñanza, para no repetir recetas de las que ya conocemos sus nefastas consecuencias. Una vez más, reafirmamos que otro camino es posible: el de construir una sociedad democrática y equitativa orientada hacia el desarrollo humano inclusivo, respetuoso del medio ambiente y sustentado en el ejercicio de la soberanía política, el control autónomo de los recursos y actividades productivas, científicas, tecnológicas y culturales. Se trata de un camino que conducirá a un desarrollo diversificado, apoyado tanto en los recursos naturales como en el desarrollo industrial y tecnológico, y basado en un sostenido proceso de inversión que viabilizará genuinos incrementos de productividad.

Solo un programa de estas características podrá brindar empleo de calidad y sentar las bases para una distribución más equitativa del ingreso. La Argentina enfrenta hoy una deuda social considerable, producto de su errática evolución y su lento crecimiento, deuda que debe ser saldada para beneficio de los sectores que hoy luchan por integrarse, desde la precariedad.

*Desde la Cátedra Abierta Plan Fénix convocamos a todos los actores económicos, sociales y político partidarios a construir un acuerdo que permita enfrentar y superar la compleja coyuntura actual en el marco de un proceso de desarrollo auténtico y equitativo. Adhesiones: https://vocesenelfenix.economicas.uba.ar/