En marzo de 1968 presenté en Nueva York mi última obra de teatro. Se llamaba Monumentos. La gente actuaba de sí misma (mi versión de lo que pasaba por sus mentes): eran ocho monólogos y se podían representar tres de ellos en cualquier orden para formar una especie de “historia” o por lo menos una secuencia, y los estrenamos en el Caffe Cino. En el texto que escribí para mí misma, me preguntaba si alguna vez volvería a “sentarme frente a una ventana con vistas a la bahía de San Francisco, mirando la lluvia mientras escribía otra novela”.

En el solsticio de verano, estaba en un avión con un bebé que lloraba sin parar y con otros catorce “adultos” acompañados de niños, animales, rifles, máquinas de escribir e instrumentos musicales. Todos nos íbamos de Nueva York. Evité decirle a mi marido adónde iba (él estaba en la India viviendo de nuestras tarjetas de crédito y había evitado dejarme algo de dinero); en cambio, me había dejado un grupo de muchachos hermosos a los que había amado y abandonado (me llevé conmigo a dos de ellos). Nos íbamos en patota al oeste por todos los medios, en especial, en aviones y en una camioneta Volkswagen que acababa de comprar con la última plata que me quedaba. Siempre me voy a acordar de cuando Leonore Kandel nos fue a buscar al aeropuerto, manejando la camioneta más destartalada que vi en mi vida mientras al lado suyo, un niñito Digger de unos dos años, desnudo de cintura para arriba, masticaba un pancho (horrible visión para mi mente macrobiótica). Íbamos camino a la ciudad, compartiendo la parte de atrás de la camioneta con elementos de las más diversas procedencias, la mayoría caninos, y mi bebé no paraba de llorar.

Al cabo de unos meses y después de muchas aventuras horrendas (si quieren más información, pueden consultar El libro de California que por ahora es, como suele decirse, un “work in progress”), estaba instalada enfrente de esa ventana que mencionaba en mi monólogo, asistiendo a la temporada más lluviosa de los últimos diez años y escribiendo, bueno, en fin; escribiendo para pagar el alquiler y la comida. La mayoría de esos catorce adultos se había quedado a vivir conmigo y ninguno tenía trabajo. La que tenía el récord en la materia, una amiga lesbiana que había trabajado durante diez años en distintas oficinas de Nueva York, no salía de la cama: necesitaba descansar y recuperarse. Los demás, que eran menos resistentes, siguieron su ejemplo. También organizaban sentadas, repartían comida gratis, fabricaban y vendían sustancias ilegales, publicaban manifiestos anarquistas, diseñaban panfletos políticos, manejaban el equipo de luces en algún recital de rock, alimentaban a guitarristas vagabundos o hacían aros de cuentas y porta velas con piedritas de colores.

Con Amiri Baraka, el padre de su primera hija

Además, también se habían mudado conmigo, con y sin invitación, un montón de nuevos amigos californianos. Habíamos alquilado un casa de catorce habitaciones por trescientos dólares al mes, con sótano y un patio enorme en la parte de atrás. Todavía recuerdo, con muy poco cariño, a las dos parejas con siete niños que los Diggers instalaron en el piso del comedor a pesar de mis quejas. Acababan de volver de Hawái, adonde habían ido a desintoxicarse (a desengancharse de la heroína). Los Diggers que los fueron a buscar al aeropuerto con mi camioneta les dieron un regalo: más heroína, así que se pasaban el día soñando acostados en mis alfombras de piel de borrego. Todos, excepto uno de los dos hombres, que solía vagar por las calles en busca de víctimas para asaltar o quemaba cualquier cosa combustible en nuestros altares (sus favoritas eran las estatuillas de madera) o se dedicaba a limpiar sus armas en mi estudio, justo detrás de mí, repitiendo que si yo era budista de verdad, no me molestaría en absoluto lo que él hiciera y sería capaz de escribir igual.

Y es cierto que escribía y me alegré mucho cuando por fin vino la policía a buscarlo, aunque hice todas las objeciones típicas: “¿Traen orden de arresto?”, etc. Menos mal que escribía porque, si no, no sé de dónde habríamos sacado las algas y el arroz integral y la sopa de miso que yo consideraba imprescindibles para nuestra supervivencia. Tenía una vida esquizofrénica. Todas las mañanas me iba a meditar al Centro Zen de la calle Bush, así que me acostaba a las diez mientras abajo la gente bailaba arriba de la mesa con las botas puestas o celebraba conferencias sobre la guerra: se hablaba de dónde dejar a los niños cuando empezaran los tiros. Me levantaba a las cuatro, despertaba a mis dos amigos zen de Michigan que dormían en el porche trasero y, a la luz del alba, los tres nos poníamos a empujar la camioneta por la calle Oak hasta que arrancaba y manejábamos hasta el Centro Zen. Cuando volvíamos, preparaba avena o crema de arroz para todo el regimiento, comía un poco y me iba al living enorme a escribir antes de que la cosa se pusiera en movimiento.

Había conocido a Maurice Girodias en Nueva York y había escrito las escenas de sexo para un par de novelas insulsas que él compraba como trama básica y había que agregarles unos toques lascivos para hacerlas más interesantes, como ponerle orégano a la salsa de tomate. Antes de irme de la ciudad, me había pedido que escribiera yo misma una novela. No tardé en darme cuenta de que el dinero escaseaba, por decirlo suavemente (en el San Francisco de 1968 tenías todo lo que podías desear: doscientos kilos de pescado gratis, un montón de hierba de la de 85 dólares, vino bueno y barato, comida gratuita, playa y buen clima, todo menos plata; no sé dónde estaba la prosperidad, pero desde luego ahí no). Como iba diciendo, cuando me di cuenta de que la plata escaseaba y de que probablemente la cosa seguiría igual, empecé a trabajar y escribí a toda velocidad suficientes páginas como para pedir un adelanto. Era la primera vez que escribía un libro malo por dinero, pero era claramente el camino a seguir.

La verdad era que no tenía por qué andar tan mal económicamente. Antes de irme de Nueva York, me habían concedido desde Washington una beca de diez mil dólares (una suma considerable en esos tiempos). Se suponía que tenía que llegar todo junto el 1 de julio, solo diez días después de instalarme en San Francisco, pero por los caprichos de la burocracia, no vimos nada hasta enero y encima llegaba a cuentagotas, en cantidades ínfimas que no servían para nada. Estaba claro que los veintitantos especímenes humanos, grandes y chicos, que adornaban el hall, los balcones y las barandas de mi casa tenían que comer algo.

Así que, pasaba de mi meditación matutina con comida macrobiótica a la máquina de escribir y me sentaba al lado de esa ventana que parecía un regalo de los dioses, repasando páginas y páginas de recuerdos mientras entraban y salían Panteras Negras, Panteras Blancas, Ángeles del Infierno, loros, bandas de rock, dealers chinos, nativos americanos y niños sin pañales... (no servía de nada tener la puerta cerrada y había problemas si la trababas con el pestillo). A medida que pasaba el tiempo, me iba metiendo más y más en el libro, sobre todo cuando recreaba esa época anterior, Nueva York a principios de los cincuenta. Ponía una y otra vez Bird, Clifford Brown o el “Walking” de Miles mientras escribía y me iban volviendo a la cabeza, con total nitidez, detalles y recuerdos de habitaciones, escenas y personas olvidadas, lo que, por supuesto, es uno de los placeres de escribir prosa y yo lo estaba probando por primera vez. Me alegro de verdad de haber escrito el libro y de haberlo hecho en ese momento, antes de que el mundo del oeste se apoderara totalmente de mí. Ahora, cuando lo leo, son tantas las cosas que ya no recuerdo que es como si no lo hubiera escrito yo.

Portada de la flamante edición de Las Afueras

Mandaba a Nueva York montones y montones de líneas cada vez que tenía que pagar el alquiler y Maurice me las devolvía con las palabras “más sexo” garabateadas en la primera página con su letra inconfundible, y entonces me ponía a imaginar cuerpos en posiciones raras o combinaciones extrañas de personas, lo metía todo en el libro como podía y se lo volvía a mandar. A veces andaba por la casa buscando gente para hacer algunas comprobaciones:

“Tírense”, les decía. “Quiero saber si se puede hacer esto”.

Y ellos se acostaban, vestidos, y descubríamos, de un modo amistoso y totalmente desinteresado, si una determinada contorsión era o no factible, y nos levantábamos, sin excitarnos en absoluto y seguíamos con nuestros asuntos.

Entre las doce y la una, me hartaba, dejaba todo en pausa y me acercaba al barrio japonés a comer pescado crudo y a tomar sake: había descubierto que era la única manera de aclimatarme a la lluvia, la bruma y la brisa marina de la región. (Los árboles de eucalipto en medio de la niebla; ese olor y la caca de perro, y el fuego de gas en la chimenea de azulejos, es lo que recuerdo de esas mañanas). Después del almuerzo, había juegos, abalorios, política, escritura «de verdad» y todos los placeres y las tareas de esos días ajetreados.

Así que terminé el libro y llegó la plata de la beca, y la usé para deshacerme de mi marido, que había vuelto de la India, y el ambiente se volvió más pesado y triste, y el FBI empezó a venir todos los días, así que me pareció un buen momento para cerrar el boliche y retirarme al campo, pero esa ya es otra historia. 

Memorias de una Beatnik, de Diane di Prima, acaba de ser publicado por la editorial Las Afueras. La traducción es de Flor Braier y Luis Rubio Paredes.