Luis Chitarroni era un lector excesivo. De esos excesos dan cuenta sus notas en la revista Babel, aparecidas con el título de “Siluetas”, en donde arremetía con y contra la biografía de un autor para poner en juego múltiples citas que se engarzaban, que se iban pasando la posta a la manera de la secuencia obligada de una danza. Y recién luego de pasar por referencias varias, aparecía el tema, el asunto sobre el que quería tratar, que en realidad era más que nada una excusa para volver a las citas. Es que un lector excesivo supera a Borges en una cuestión: ya no es el orgullo por los libros leídos, sino la necesidad de poner en evidencia que se leyó y que con eso que se leyó sólo se puede escribir sobre la lectura, haciendo del acto de escribir un mosaico complejo de idas y vueltas juguetonas entre libros, sin un afuera, porque eso es y no otra cosa una autonomía literaria ejercida al límite. Los libros hablan de libros, y en ese ir y venir construyen una realidad paralela tan absorbente que se termina comiendo lo real. Comiendo la vida, haciéndola más duradera por entreverse con la escritura. No sorprende que una temática recurrente para Chitarroni, haya sido la biografía. El género de la vida tenía que rendir sus cuentas, también, como obra.

Peripecias del no, Diario de una novela inconclusa (2007) termina siendo exactamente eso: una obra que juega con la forma novelesca al ponerla en relación estrecha con la vida, la de un escritor, la del acto de escritura, que en su pureza aparece desarmado, fragmentario, en partes. Chitarroni sigue el juego macedoniano de armar una “novela que comienza”, pero que siempre está comenzando, tanteando, haciendo del “no” del título un lugar de fuerza, una respuesta organizada desde la extrema cerrazón de la ficción frente a la realidad. Es y no es una novela, es y no es un diario, también es, quizás, la única posibilidad que tenía retomar la forma de un alumno de Macedonio, el propio Borges, y llevarla a la forma extensa: nos encontramos en este trabajo con las mismas paradojas que abre “Tema del traidor y del héroe”, cuento hecho de fragmentos, de intentos, de simetrías, de juegos formales que pasan desapercibidos para el lector casual. ¿Qué es lo que estoy leyendo? ¿Es un cuento? ¿Es un fragmento de un texto biográfico? ¿Las dos cosas? 

Todo eso puede trasladarse sin problemas a la obra de Chitarroni. La noche politeísta, aparecido en 2019, es un libro de relatos que sigue con el mismo esquema, en donde el encuentro casual, la charla, la anécdota, puede abrirse al territorio de la narración, pero sólo para hacerse juego de lenguaje, puesta a punto de lo que la literatura puede decir. En los nueve relatos del libro, hay algo que empieza pero que nunca se termina, como si lo importante fuese el planteo de la situación inicial que contiene, en germen, toda la historia. De ahí que los relatos de Chitarroni terminen, pero no concluyan. El fin de una historia es un avatar, lo que importa es mostrar el artefacto, la construcción, las posibilidades que abre. Chitarroni toma eso de Borges, claro, quien prefería los destinos al desarrollo de los personajes. Pero está también en Kafka, quien dejó a la tradición relatos semi-terminados, proponiendo argumentos que eran eficaces en la medida en que se construían en las páginas de esos apuntes dispersos que luego Max Brod transformaría en libros. Así como con Kafka, entonces, Chitarroni consideró siempre la escritura como un desborde que ocupaba todo, como un espacio en donde armar estas máquinas complejas hechas con lenguaje y, a su vez, no preocuparse por la publicación, por la salida del libro: paradojas del editor que vive de sacar libros, de leer, pero que publica muy poco en comparación.

Luis Chitarroni tenía una verborragia extraña, donde su voz suave y profunda encontraba siempre una salida ingeniosa de una trampa de sentido. Esto es, de la posibilidad de que el sentido se cierre, que no quede nada más por decir. Frente a la muerte de David Viñas, con la consulta en Los Siete Locos acerca de sus pareceres, Chitarroni comenzó a analizar la importancia del nombre del escritor de Contorno, reflexionando acerca de la presencia de la “d” que cierra y abre el primer nombre y de la particular sonoridad del apellido. Y es que, frente a la muerte, poco puede decirse, por lo que conviene el desvío, invariablemente, el détour que hace que la posibilidad de seguir diciendo algo quede ante nosotros: eso pasa también con El carapálida (1997), en donde la muerte de un niño a comienzos de la década del 70 es menos un momento trágico que la excusa para seguir. Seguir viviendo, seguir contando, seguir atando una historia pequeña a otra para hacer de eso una nueva pieza, extraña, hecha de palabras y memoria, de anécdotas, que, según el propio Chitarroni, eran menos propias que del otro, del conjunto (eso decía cuando mencionaba a Enrique Pezzoni, quien se movía mediante el anecdotario). Siempre, en sus ficciones, en sus críticas y reseñas, hay muchas voces, como si fuese imposible cerrar todo en una sola voz organizadora. El peligro que se correría en tal caso es el de llegar a un fin, cosa imposible para esta escritura de reflejos y ramificaciones.

De sus pasos por Sudamericana, de la editorial La Bestia Equilatera que llevó adelante con Natalia Meta y Diego D’Onofrio, bien podemos decir que se dejaba ver su gusto por una literatura que se impone secretamente, a fuerza de palabras tan fuertes que pueden ser digeridas con el tiempo. De ahí que haya sido quien diera a conocer la obra de escritores como Sergio Bizzio, C.E. Feiling o Gustavo Ferreyra: opacos, personales, quienes arriban a un argumento siempre a través de la letra, “letrosos”, digamos. Chitarroni armó su obra también a partir de ciertas aventuras editoriales: con La Bestia Equilatera, por ejemplo, dio a conocer la singular obra de Julian MacLaren-Ross para el lector argentino, por citar sólo un caso, un autor que parece ir de la mano con lo que el propio Luis hacía a la hora de escribir literatura. Que era como escribir lo de siempre, porque entendía que ninguna de todas las cosas que hacía estaban por fuera del acto de escribir, siguiendo una concepción hoy aparentemente en desuso que indica que la literatura es también su crítica y viceversa.

Luis Chitarroni no deja una obra. “Dejarla” sería suponer que esa obra ya no puede hacer más, y que ahora es materia de archivo y de museo, cuando está plagada de interpretaciones posibles, de futuro. Chitarroni lo que ha hecho es poner en funcionamiento algo que supera cualquier límite vital, porque, también, a la manera de Piglia, se encargó de construir una literatura que absorbiera a la vida para evitar confusiones miméticas o que la biografía pierda su encanto. En la primera de sus muchas “Siluetas”, dedicada a Italo Svevo, en ese proyecto coral que fue Babel y su consecuencia gremial, el Grupo Shangai, Chitarroni decía que el título del segmento, de ecos dietéticos, implicaba también una forma de entender a los escritores perfilados como “complicados regímenes de desconcierto”. Estaba hablando por ellos, claro. Pero, también, qué duda cabe, estaba hablando por él y por los desconcertados lectores que, mal que nos pese, acaba de empujar al porvenir.