Cuenta María Alejandra Bonafini: “Estábamos sentados en el bosque, en un auto que sería de un compañero. Me dijo que iba a pasar un tiempo para volver a vernos porque la cosa estaba jodida y no quería que yo corra riesgos. Dio mil vueltas para llevarme a casa. Freno en un lugar un rato y después siguió. Terminó a dos cuadras de casa, donde me dejó. Cuando llegué a la puerta de casa, él estaba en la esquina esperando que yo entre bien. Fue todo muy triste. Yo era una nena y esperaba que él volviera a casa, y si me decía que nos íbamos a ver menos, la esperanza de que volviera era menor.”

Así recuerda María Alejandra su último encuentro con Raúl, el menor de sus hermanos mayores. Tenía 13 años más que ella. El que define como el “más juguetón”. El de los ojos verdosos-castaños claro-. “Solía jugar con su bigote, lo bajaba con el dedo y lo mordía por el costado”, cuenta de quién era apodado, justamente, Bigotín. Porque Bigote era el apodo del otro hermano, Jorge, quien le llevaba 15 años. Ambos hijos de Humberto Bonafini y Hebe Pastor fueron detenidos y desaparecieron en 1977. Primero Jorge, el 8 de febrero, y luego Raúl el 6 de diciembre.

Raúl era estudiante de Zoología en la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad de La Plata. Alejandra, la menor de los tres hijos del matrimonio, va pincelando un recuerdo tras otro de su hermano.

El 9 de junio el nombre de Raúl, hijo de Humberto Bonafini y Hebe Pastor, será parte de un nuevo capítulo en la reparación histórica que está llevando adelante la Universidad Nacional de La Plata. Mediante el Programa de Reparación, digitalización y preservación de legajos de estudiantes, graduadxs y trabajadorxs de la UNLP víctimas del terrorismo de estado, entregará los legajos reparados de 60 personas que transitaron la comunidad de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo. 

La institución educativa lleva entregados más de 600 legajos de los casi 800 que habrá al finalizar todo este recorrido. Gabriela Godoy, directora de Políticas de Memoria de la universidad, explica que “se trata de corregir algo que no fuera real”. Sintetiza de esta forma la tarea de poder signar en cada legajo el verdadero motivo por el cual los militantes dejaban de ir a la universidad.

La Plata, un blanco

Matías Moreno, subsecretario de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires, destaca ante Buenos Aires/12 que “la iniciativa se inscribe en las diferentes políticas preparatorias que inició Néstor Kirchner en 2004. Convirtieron las demandas de las organizaciones de derechos humanos en políticas públicas”. Agrega que la Argentina es un país “ejemplo” a nivel mundial en materia de como tramitó su pasado reciente a través de las políticas de Memoria, Verdad y Justicia.

La Plata, asegura, concentró una de las mayores demostraciones del terrorismo de Estado y el mecanismo de persecución y desaparición. “El estudiantado universitario fue perseguido en todo el país, pero tanto en La Plata como en Berisso y Ensenada se concentraba una gran cantidad de agrupaciones políticas, representantes de la clase trabajadora”, señala. “Hubo casi mil estudiantes entre detenidos, desaparecidos y asesinados en La Plata”, remarca el Gitano, como se lo conoce entre los militantes de derechos humanos en la capital provincial.

Esto, según el funcionario, estaba enmarcado en un plan de tareas contra las universidades porque desde 1973 con el gobierno de Héctor Cámpora y luego con el de Juan Domingo Perón, se profundizó la gratuidad universitaria y se modificaron los planes de estudio de las carreras “pensando una universidad por y para el pueblo”. Esto estaba en las antípodas de los principios económicos, sociales y culturales que estableció la última dictadura cívico-militar en marzo de 1976 que, afirma, “tenía un modelo de facultad que no tenía que ser gratuitas y donde cerraron muchas carreras.”

En el marco de las políticas públicas llevadas a cabo por la gestión de la provincia, Moreno mencionó hubo en paralelo un trabajo desde la provincia para reparar los legajos de trabajadores estatales víctimas de la dictadura cuyo cese de tareas había sido documentado como abandono de cargo inasistencia “cuando el verdadero motivo era la desaparición”.

En lo que respecto a la restitución del legajo de Raúl Bonifin, señaló que es una medida necesaria, que viene a reparar lo que sucedió realmente, que fue “su desaparición”. “Es un caso más que nos recuerda a la querida Hebe”, apuntó.

Raúl

Once años tenía María Alejandra el día que se llevaron a Raúl de un domicilio en Berazategui. Secuestraron al que “le encantaban los bichos, la naturaleza, siempre andaba recolectando insectos que coleccionaba”. Fotógrafo aficionado, no dejaba de capturar imágenes de las especies que les interesaba, relata su hermana a Buenos Aires/12. “Él siempre hablaba conmigo de lo que era compartir, preocuparse por el otro, por quien no tiene las mismas oportunidades.” Dice Alejandra que hablaba mucho de los trabajadores, ponía de ejemplos a sus abuelos, a su padre Humberto, y le contaba sobre la explotación laboral. “Yo le preguntaba si la gente explotaba, y él se tomaba ese rato para explicarme lo que significaba darle al trabajador lo que se merece”, remarca.

“Un día vino y dijo: 'No creo que vaya a terminar la carrera, me gusta el sindicalismo, la educación popular, estar en el barrio'.” Esa fue una de las tantas veces, relata Alejandra, que había un “ataque” de sus viejos. Ríe al contarlo. Siempre ríe ante cada recuerdo. No termina de narrar una anécdota que ya enlaza la siguiente, unidas por una risa. Ella cuenta a su hermano, no sobre su hermano. Cuenta que cuando tuvo sarampión y la pasó mal, era Raúl el que se ocupada de cuidarla. El mismo Raúl que la hizo subir a una higuera y terminaron los dos en el piso, lastimados, y con más gritos de Hebe y Humberto retándolos.

Para esa etapa de su vida, Alejandra tiene una imagen del hermano que la protegía. Una relación diferente a la que tenía con Jorge. Ni mejor ni peor, sólo la diferencia en las personalidades. Recuerda cuando, ya sin poderse subir a más árboles por la prohibición paternal de ‘la nena no se sube más a un árbol’, cruzaron al terreno frente a su casa donde había una planta de moras. Raúl fue el que se trepó. A la tercera mora que le dejó en las manos, Raúl le propuso que abriera la boca así las embocaba. Algunos minutos más tarde, los gritos de Hebe ponían la música de una tarde donde la cara de Alejandra parecía llena de moretones y su remera blanca era insalvable.

Una tras otro aparecen las fotos de su infancia. Pero cuenta sin llorar. “Me traía figuritas, y una vez eran unas de recetas de cocina”, comienza a contar. “Una vez quisimos hacer unas galletitas y fue todo un desastre, porque al final era un niño igual que yo”, concluye. Y agrega: "Mi vieja casi nos mata”.

“Yo me encontraba con él, pero nadie sabía dónde”, relata también. Única con vida. “Ya no sé qué es clandestino realmente, la realidad que era esconderse.” Relata que, como medida de protección a su familia, Raúl empezaba a venir menos e intentaba que no lo vieran con sus padres. Algunas veces la pasaba a buscar por la escuela, pero es algo que quedó trunco en cuanto una compañera de curso le contó a su maestra que “un chico más grande” pasaba a buscar. Hebe le prohibió a Raúl volver a ir a la escuela que estaba custodiada por militares armados desde marzo de 1976.

“Sabes que pasa, que un día me dijo: no le contás a nadie de estos encuentros ¿no? Le dije que no. Ahí me pregunta, no se lo vamos a contar a nadie ¿no? Y le dije que no”. Con este diálogo que tuvo con Raúl, Alejandra contesta la consulta de cómo se organizaban aquellas reuniones con su hermano siendo tan joven. Un pacto de hermano que sigue vigente.

El final

A sus 57 años, Alejandra recuerda el día que la peor noticia sobre el secuestro Raúl llegó. “Se lo dijo un compañero a mi vieja”. El minuto a minuto pasó de una llamada por teléfono, a la reunión entre Hebe y una persona que no recuerda. “Fue un desastre en casa”. Ya era consciente de lo que sucedía aquellos días. “Sabía que caían como moscas”, suelta con un sigilo como si no quisiera que la escuchen.

La situación, narra, fue empeorando con la desaparición de Jorge en febrero de 1977. Desde ese momento, tanto Humberto como Hebe no dejaron de insistirle a Raúl que se vaya del país. Dice que luego de enterarse de lo de su hermano más grande, junto a sus padres fueron a buscar a Raúl. “Mientras él contaba que lo habían levantado a Jorge, me miraba con la complicidad de que ambos sabíamos que esto iba a pasar, que había gente que no quería que ellos hagan lo que hacían en los barrios, que brinden educación para adultos, o militen en el sindicalismo”

- ¿Qué te decía cuando te miró en ese momento?

- Nada. Me miraba como diciendo ‘bueno, al final está pasando lo que veníamos hablando'.

Sobre los encuentros con Raúl que continuaron tras el secuestro de Jorge, Alejandra da cuenta de la lectura social que había en ese momento sobre lo que sucedía, y que nadie imaginaba la atrocidad que se estaba cometiendo. “Él me decía que no se iba a ir, que él no iba a dejar a su hermano desaparecido”. El análisis que hacían era que Jorge desapareció a menos de un año del inicio de la dictadura, y, por consiguiente, había esperanza de que apareciera en una cárcel. “Nadie imaginaba que los tipos cobardemente iban a desaparecerlos”. “Nosotros creíamos que les iban a armar alguna causa, pero jamás creímos que no se los iba a ver más”, recuerda.

A partir de estar envueltos en este contexto, Alejandra tiene en claro que hubo cambios en la jocosidad de Raúl. “Un día me pareció que estaba más seco, estaba diferente”. Cuenta que junto a su padre se encontraron con él, y Humberto le insistía con lo de irse del país. “Ellos hablaban a través de la ventanilla, pero yo sentía que hablaban dos personas a lo lejos, y que Raúl era otra persona”, señala. “No lo reconocía.”

Hebe

“Mi vieja nunca dejo ser un ama de casa”, resume con énfasis Alejandra. Cuenta que fue a vivir sola de muy chica porque la casa de la familia estaba en Gonnet y era muy alejado, y ya la “habían corrido un par de veces.” “Mi vieja te decía vení que te preparo las milanesas, pero lo único que no hacia es plancharte las cosas”, va entrelazando entre risa y risa.

Desde el momento que Jorge no estuvo más, Hebe hizo lo que hace una madre: salió a buscarlo. Alejandra habla sobre aquellos días. Hebe iba a Capital, paraba en hoteles, se pasaba días ente juzgados, comisarías, cárceles. Iba donde le decían, donde surgía una pista. “Un día le decían que aparecieron pibes en Campo de Mayo, entonces ella salía con los pañuelos y el ventolín porque Jorge era muy alérgico”. Otro día, relata Alejandra, avisaban que en una cárcel aparecía otro grupo de chicos y Hebe iba par allá con el mismo equipamiento y, también, con una muda de ropa para Jorge. “Iba de lado a lado y cada vez había más madres, y más hermanos, y más familiares.”

“No faltaron los hijos de puta que se aprovechaban”, lanza en medio del relato. En un clima de incertidumbre e incomprensión, Alejandra desnuda las maniobras de personas que se hacían pasar por videntes, o que decían saber sobre el paradero de los hijos e hijas desaparecidas y les cobraban dinero a los familiares. “Era alguno que había estado en una cárcel, o la mujer de un comisario, ¿sabés la guita que les sacaron a la madre? ¿sabés lo que es la desesperación de una madre?”

El hilo conductor de aquellos días dejaba de lado el miedo de las madres. Hasta que sucedió el secuestro y posterior asesinato de Azucena Villaflor, una de las fundadoras de la Organización Madres de Plaza de Mayo. Fue unos días después de la desaparición de Raúl. “Ahí ellas tomaron conciencia de que podían desaparecer”, relata Alejandra. Dice que su papá tuvo otro ataque de presión. “Pero las madres en algún lugar de su alma se hacían más fuertes pensando en que algo peor no les podía pasar”.

El 20 de noviembre del 2022 Hebe Pastor de Bonafini partió, sin haber abandonado nunca la búsqueda de sus hijos. “Por un lado quedó eso de por qué no se preservaron, pero después con mi vieja, cuando quizás lo pensábamos, enseguida volvíamos a la realidad y la respuesta era inmediata: era lógico que no se preservaran, si siempre se preocuparon por los demás.”

Si bien cuenta que le costó crecer sin sus hermanos y más cuando veía al resto de sus compañeros de colegio jugar con los propios, Alejandra no logra imaginar cómo sería volver a ver a Raúl. “No sé cómo sería con 70 años, pero sé que lo abrazaría.” El abrazo a quien usaba mocasines porque las zapatillas le hacían doler los pies. Al tipo que no era futbolero. El que pidió cambiar su lugar de trabajo en YPF porque no le gustaban las oficinas. Al que le gustaba nadar. El que comía de a kilos la comida que le hacía su vieja. “Estando con Raúl yo siempre pensaba en que nada me podía pasar”, ríe Alejandra, que el 9 de junio tendrá en sus manos el legajo reparado de su hermano, uno de los 30 mil desaparecidos durante la dictadura.