Martha Argerich fue la Pilar Policano del piano, hace 70 años. Argerich era la niña prodigio de las teclas. Hoy, a los 81 años, es una de las más grandes pianistas de la historia de la música. Policano es la violinista adolescente de Lanús que en abril tocó en una sesión privada para el papa Francisco. A los 14 años, es un portento con el arco y las cuerdas. Ambas fueron tocadas por la varita mágica del talento. Ambas tocaron a los 12 años en el Teatro Colón y fueron becadas para estudiar en Austria con maestros de maestros.

Pero hay algo más fuerte que tiende un puente entre ellas a través de las épocas: fue el Estado el que las puso en carrera.

La mano del Estado no es invisible como la otra, la que supuestamente mueve el mercado. Cuando está presente, el Estado es capaz de mejorar la vida.

Policano fue bendecida con la Beca Grüneisen al amparo del Mozarteum, una fundación sin fines de lucro que fomenta la música clásica y sus jóvenes promesas. Pero a la vez es un fruto fresco de la Orquesta Escuela de Lanús. En el impulso a su escalada musical estuvo el Programa de Coros y Orquestas de la provincia de Buenos Aires. Pura nobleza de lo público, mal que les pese a mentes afiebradas que lo desprecian y despotrican contra la “casta” política.  A la eximia pianista le alcanzó con un rápido abrir y cerrar de un ojo de un presidente de la nación. La seña del as de Bastos del truco. No era la superpoderosa de Espadas, pero aquella carta suele ganar bazas a granel. O becas.

Un guiño del poder

Perón le guiñaba un ojo y le decía que no con un dedo por debajo de la mesa, relató una vez la pianista a la revista Clásica. Quien recibía el disimulado mensaje del líder justicialista y tres veces presidente argentino era una nena de 12 años llamada Martha hija de Juana Heller y Juan Manuel Argerich. Quien no debía enterarse de la seña oculta, era la madre.

Corría el año de 1953. Los Argerich integraban una familia típica de la clase media argentina: algunos muy antiperonistas, otros menos, otros nada, pero no era el caso. Juana estaba dispuesta a tragarse el sapo que fuera para que su niña prodigio pudiera perfeccionarse y llegar a los grandes escenarios, incluso los internacionales. Ambiciones no le faltaban.

La niña Martha había nacido el 5 de junio de 1941. Su padre descendía de familia catalana y su madre de judíos ucranianos que huyeron de los pogromos y las persecuciones.

Martha era una púber cuando dio un recital de piano en el Teatro Colón. Tocaba desde los cuatro años. La madre gestionó una entrevista con el presidente. Por un rato, al menos, debía archivar su condición de "contrera", como le decían los peronistas a los opositores.

Cuenta Argerich que después de amables presentaciones se produjo el siguiente diálogo: "Perón me preguntó: “¿Adónde querés ir, ñatita?" "Yo quiero ir a Viena, para estudiar con Friedrich Gulda", le respondió. Una sonrisa del líder confirmó un intuición que ella tenía. "A él le gustó que no quisiera ir a Estados Unidos", relata la pianista.

"Lo más cómico fue que mi mamá que era antiperonista y lo disimulaba, pues quería congraciarse. Le dijo que a mí me encantaría tocar en un concierto en la peronista Unión de Estudiantes Secundarios (la UES). Y parece que yo debo haber puesto una cara bastante reveladora de que la idea no me gustaba. Perón le empezó a seguir la corriente a mamá, diciéndole que lo iba a organizar", recuerda.

Fue en ese momento cuando Perón le marcaba un 'no' cómplice y le pasaba con picardía la seña. "Él la estaba cargando a mamá y a mí me tranquilizaba. Se dio cuenta de que yo no quería saber nada con ese concierto. Fantástico ¿no?" evoca Argerich.

El caudillo del movimiento peronista movió después las piezas del tablero. Le creó a los padres de la promesa pianística dos puestos ad hoc en la embajada en Austria. La jovencita pudo estudiar con Gulda. Y también pudo ampliar sus conocimientos en cursos con Madeleine Lipatti y Nikita Magaloff, entre otros. La proyección internacional estaba lanzada.

Dar en la tecla

El Estado y las fundaciones de mecenas del arte cumplen un rol en un mundo que no suele figurar en el radar popular. No tienen la seducción mundana de un Messi, un Bizarrap ni de las películas de superhéroes o rápidos y furiosos.

Pero hay un acontecimiento fuerte cuando Argerich visita el país cada tanto para dar recitales. Lo ha hecho en combinación con otro gran maestro de la música nacido en estas tierras: Daniel Barenboim. Incluso se rieron ambos a pierna suelta luego de compartir escenario con sus adorados Les Luthiers, ahora diezmados y en retiro. Seguro no habrán percibido que los miembros del ensamble musical humorístico estaban más nerviosos que ellos por tocar, cantar y exponer su arte al lado de dos argentinos a los que le rendían admiración.

De niña prodigio a prodigiosa concertista de piano, aquella mujer que pudo perfeccionarse en Viena es otra celebridad lejos de casa. No podía ser de otra manera para quien es una transhumante, una nómade de la música en perpetuo movimiento.

Otra anécdota permite asomarse a su precoz talento y a sus primeros rasgos de carácter. Era muy pequeñita cuando vivió un episodio de burla de un niño, eso que ahora llaman bulling. En el jardín de infantes, un compañerito la hostigaba. Un día le dijo que no era capaz de tocar el piano tan bien como él. La Argerich en miniatura se sentó frente al teclado y le cerró la boca. Puso el fondo musical a una canción que cantaba la maestra.

El niño creía que Argerich era demasiado chiquita para el instrumento. Aquella duendecita se convirtió con el tiempo en una de las más grandes concertistas desde la segunda posguerra mundial del siglo XX.

Algún mérito histórico se le podría encontrar al desafiante niñito. "Él era mayor que yo. Me molestaba diciéndome lo que él podía hacer y yo no. Toqué sólo con un dedo. La maestra llamó a mis padres. Me compraron el instrumento y me llevaron a estudiar", recuerda la pianista.

Enseguida empezó a tocar en público por primera vez. A los 7 años dio su primer concierto. Fue en el teatro Astral, con obras para piano y orquesta de Mozart, otro niño prodigio de la música clásica.

Ya son marca registrada su cabello blanco desmelenado y sin tintura, ni una gota de maquillaje y sobrios atuendos negros. La revista francesa especializada Diapason dijo una vez que para encontrar una pianista tan excelsa había que remontarse a la alemana Clara Schumann, tal vez la más virtuosa del siglo XIX.

Otra nota dominante en su temperamento es la excentricidad. "No me siento establecida. Hasta que nos morimos estamos siempre construyéndonos", reflexiona. "No estoy muy a gusto con mi profesionalismo. Esta es una profesión bastante anacrónica. Esta vida impide estar donde uno querría y con quien uno querría. Me hubiera gustado ser médica", confiesa.

Le encanta la literatura del checo Milan Kundera, otro transgresor, como ella. Su mundo es el clásico pero no se privó de ensayar tonos jazzísticos en algunas interpretaciones: "A mí me divierte bastante eso. Sacar ciertas cosas. Tengo un temperamento muy extraño", reconoce.

Un día dejó de dar conciertos como solista. "Hace ya mucho tomé la decisión de no tocar sola. Es un poco misterioso. Yo no sé bien por qué. No me gusta la soledad en el escenario", justifica.

Tres veces contrajo matrimonio, pero siempre fueron músicos. Tiene tres hijas, la violista Lyda Chen, Annie Dutoit y la cineasta Stéphanie Kovacevich. Del expresidente estadounidense Barack Obama recibió el Premio Kennedy y ganó tres veces el Grammy, entre decenas de galardones internacionales. Nadie más osó retarla a tocar bien el piano. Argerich le hubiese guiñado un ojo, pícara, al atrevido.