La última corrida cambiaria volvió a poner en debate la fragilidad de la moneda local y atizó el fuego de la dolarización como el elixir a los problemas inflacionarios. Los planteos apuntan al peso como responsable y al “verde” como solución. Ahora bien: ¿el peso puede ser un instrumento emancipador y condición para el desarrollo?

La coexistencia de dos signos monetarios genera un verdadero trastorno cotidiano. Los precios están sometidos al “subibaja” de la cotización del dólar estadounidense. Si bien muchas mercancías no están vinculadas al dólar, cualquier alteración cambiaria se toma como argumento válido de la escalada inflacionaria. En cambio, cuando la cotización baja, los precios no responden en el mismo sentido. Dicho de otro modo, los precios son inflexibles a la baja.

Debe contemplarse que se está tomando como referencia un tipo de cambio de un mercado paralelo o blue donde se desconocen las cantidades transaccionadas y su volumen, entre otras cosas. Una “mano invisible” que se encuentra en las antípodas de lo que consideraba transparente el padre del liberalismo económico, Adam Smith.

Dólares

El precio del “verde” que rige para las operaciones económicas entre residentes y no residentes es el “tipo de cambio oficial”. Los insumos, materias primas, bienes y servicios finales de origen extranjero que se destinan para el consumo final o forman parte de un proceso de producción como bienes intermedios se importan al “precio oficial”. En mayo del 2022, la cotización del “dólar oficial” rondaba los 122 pesos. Un año después, el precio era de 233 pesos, una diferencia del 90 por ciento. 

Sin embargo, el Indec informó que el índice general de precios lleva un acumulado anual del 108,8 por ciento en abril pasado. Los precios aumentaron bien por encima de la variación cambiaria. Se importa a tipo de cambio oficial, pero se toma como referencia al “blue” al momento de vender. O también, los precios se remarcan de forma preventiva anticipándose a posibles variaciones del “dólar paralelo”.

En definitiva, los precios de los bienes y servicios aumentan a un ritmo acelerado y el fundamento yace en un tipo de cambio especulativo que se crea en base a datos económicos que son magnificados para generar un escenario de caos económico y social. A partir de allí comienza el desmadre inflacionario.

Pesos e inflación

La inflación es una patología multicausal. Sin embargo, se escucha a diario que tiene como origen el exceso de emisión por parte del Banco Central de la República Argentina (BCRA). Un postulado económico que data del siglo XVIII se “compra” como una verdad revelada. No es cuestionado y se reproduce muchos años después ignorando procesos históricos y económicos que han revolucionado la teoría monetaria.

El origen de la inflación en la Argentina no se debe solo a la impresión excesiva de billetes. De acuerdo con el informe de política monetaria de abril de este año elaborado por el BCRA, la base monetaria “registró una contracción promedio mensual de 3,1 por ciento en el trimestre y en los últimos 12 meses acumuló una caída del orden del 30 por ciento en términos de PBI”.

Existe un paulatino descenso de la cantidad de dinero, pero los precios aumentan sin cesar: en el 2022, la lechuga tuvo un aumento del 408 por ciento; la cebolla, 337 por ciento; batata, 293 por ciento; papa, 292 por ciento; limón, 221 por ciento; azúcar, 208 por ciento; aceite girasol, 161 por ciento; huevos, 157 por ciento; pañales, 151 por ciento; jabón, 147 por ciento; y fideos secos, un 145 por ciento. 

Los precios de estos productos se han incrementado de forma estrepitosa sin tener relación alguna con la cantidad de dinero, ni tampoco con el proceso devaluatorio del peso. Entonces, ¿cuál es la responsabilidad del peso en la pérdida de poder adquisitivo? ¿Cómo se relaciona el precio de la lechuga con el tipo de cambio?

El experimento

El problema inflacionario es complejo. Sin embargo, aparecen “pociones mágicas” que prometen remediar el desequilibrio. Una de ellas es la dolarización. Para enfrentar un problema vernáculo se adopta una moneda extranjera que representa una realidad material diferente a la de Argentina.

A lo largo de la historia ya se ha experimentado esta propuesta. Si bien no hubo una dolarización plena, durante los años '90 del siglo pasado, el peso argentino equivalía a un dólar estadounidense. Peso y dólar convivieron durante 10 años en un mismo espacio económico. Durante ese lapso se creyó que la economía norteamericana era idéntica a la argentina.

Claro está que la fantasía duró poco. La inflación fue parecida a la del país del norte, pero el costo económico y social resultó ser altísimo. Durante ese período, la inflación estuvo reprimida por una utopía cambiaria.

Cuando por distintos factores económicos el espejismo finalizó, Argentina cayó en una de las crisis más graves de su historia. Hacia 2001, el déficit externo y fiscal se volvieron insostenibles. Una de las causas principales de dichos desequilibrios fue una revalorización del peso argentino: la “cuasidolarización”. 

La Argentina era cara para importar, pero resultaba barato viajar a Disney. Privatizaciones primero y endeudamiento después permitieron conseguir los “verdes” necesarios para prolongar el “cuento monetario”.

En diciembre de 2001, el proveedor de dólares, el FMI, frenó sus desembolsos. Como consecuencia, se impuso una restricción al retiro líquido de la moneda estadounidense. Luego del “corralito” llegó el “corralón”. Este último significó el fin del “plan de convertibilidad” y la pesificación asimétrica entre depósitos y deudas. Los primeros se pesificaron a razón de 1,40 pesos por dólar, mientras los compromisos mantuvieron la paridad, por cada dólar pasó a deberse 1 peso.

En el medio de todo este proceso surgieron las cuasimonedas. Patacones, lecop y federales eran algunos de los bonos que actuaban como medio de cambio y unidad de cuenta. La Argentina convivía con un sinnúmero de unidades monetarias que dificultaba el intercambio. Una verdadera “anarquía monetaria” que tuvo su reflejo en el decrecimiento del PIB, el aumento del desempleo, que llegó al 23 por ciento, y de la pobreza y la indigencia, que se aproximaron al 53 y 27 por ciento de la población, respectivamente.

Desarrollo y moneda

A partir de la consolidación del peso argentino como moneda, y por supuesto a raíz de algunos otros factores económicos y decisiones de índole política, la Argentina comenzó a transitar una senda virtuosa en donde todas las variables macroeconómicas arrojaron signos positivos. Los superávits gemelos (fiscal y externo) permitieron en el año 2006 la cancelación de deuda con el FMI y así lograr una cuasi independencia económica.

Muchos de los que añoran los diez años de la “convertibilidad” se olvidan de relatar el lado oscuro del final de la historia y concentran sus narraciones en el logro de la disminución de la inflación. Hoy en día, muchas personas no han vivido en carne propia, y muchas otras han olvidado, los días de movilizaciones de jubilados, la destrucción de los pórticos de los bancos reclamando los depositantes sus dólares, el cataclismo del andamiaje productivo, el club del trueque y las ollas populares que se organizaban en los barrios. 

Por supuesto que la debacle económica y social no puede achacarse con exclusividad al dólar, porque, en definitiva, la decisión de adopción del tipo de cambio fijo y tomar al “verde” como moneda autóctona fue política.

Es necesario recordar las consecuencias del “experimento dolarizador”. Asimismo, tener en cuenta que ningún país del mundo que pretende el desarrollo económico como objetivo primario, resigna su moneda. La misma es un instrumento clave para la aplicación de políticas en materia de ingreso, distribución, crecimiento y desarrollo.

* Miembro del Observatorio de Comercio Internacional (OCI) del Dpto. Ciencias Sociales. Universidad Nacional de Luján.