Toda isla abona su mito. Desde la Utopía de Tomás Moro a la Invención de Morel, pasando por la no tan solitaria de Robinson Crusoe, las islas han sido ocasión de imaginaciones de todo tipo.

Antes de volverse almuerzo caníbal, Solís desembarcó en un atolón en medio del Mar Dulce -el Río de la Plata- donde sepultó a su amigo Martín García, que murió sin saber el destino de su nombre. Fuente de historias terribles y audacias ficcionales, a lo largo de los siglos en la isla se escribieron textos de todo tipo: cartas piadosas y desesperadas y manifiestos utópicos se entremezclan con crónicas bucólicas, partes de guerra y prescripciones de orden. Escenario de disputas territoriales -españoles, portugueses, patriotas, franceses, unitarios y federales la ocuparon por vía armada- fue apostadero, lazareto, hospital, campo de concentración, presidio, destino turístico y parque nacional. Esa deriva alimentó una retahíla fantástica de relatos, algunos de los cuales fueron prohijados en su propio territorio. Entre ellos se destacan los partes de guerra en los que Guillermo Brown narraba la que sería la primera batalla naval argentina.

Era 1814; con Montevideo sitiada la guerra de emancipación estaba en jaque. Allí fue Brown a enfrentar a la escuadra española en audaces escaramuzas alrededor de los bancos de arena que rodean la isla. El cañoneo duró varios días; la contienda permanecía irresuelta. Una noche, vociferando el himno a San Patricio, un puñado de irlandeses desembarcaron junto a los Dragones de la Patria -unos gauchos corajudos- y rindieron la plaza a punta de facón. Después de batallas sostenidas en inferioridad de condiciones contra una de las flotas más poderosas del mundo, el Almirante Brown sacó carpiendo a los españoles: “Era vergonzoso observar a toda una escuadra huyendo de una balandra con un cañón y solo veinte hombres a bordo que carecían de armas portátiles”, escribió en su informe. Hubo degollina, cautivos, héroes y cobardes: lo usual. Fue la antesala de la recuperación de Montevideo.

Dos décadas más tarde, la alianza contra Rosas entre Lavalle y la tropa de ocupación francesa que sitiaba Montevideo produjo un intercambio de cartas memorable. El comandante de la marina gala sugería a los defensores la rendición para evitar derramamiento de sangre; su superioridad militar era abrumadora. El teniente coronel Jerónimo Costa, que detentaba el mando con apenas un puñado de hombres, respondió, escueto, que cumpliría con su deber. Derrotado, muerta la mitad de su tropa, los sobrevivientes fueron enviados prisioneros a Buenos Aires portando una carta de puño y letra de Hipólito Draguenet, el comandante francés. Dirigiéndose al propio Rosas decía que su misión le había “permitido apreciar los talentos militares del bravo Costa, gobernador de esta isla, y de su animosa lealtad a su país”. “Lleno de estimación por él, he creído que no podía darle una mejor prueba de los sentimientos que me ha inspirado que manifestándole su hermosa conducta durante el ataque dirigido contra él”. Juan Bautista Alberdi, favorable a la invasión francesa que derrocaría al tirano, había escrito: “Martín García: en los días futuros de la patria serás el símbolo que recordará los sacrificios más heroicos por la libertad”. Ignoraba que loaba en una elegía involuntaria a sus enemigos, los gauchos federales que sostuvieron, como los propios franceses reconocían honrando al vencido, el deber patrio. De más está recordar que, pese a que Garibaldi recuperó la isla más tarde, Rosas, de la mano del Almirante Brown, obtuvo la victoria final sobre la ocupación imperial extranjera y conservó a Martín García para el país.

Esta situación, que ponía de manifiesto su importancia estratégica para el dominio de la cuenca del Plata, llevó al más acerbo enemigo de Rosas a imaginarla el centro de los futuros estados confederados de la región. Colocándose por encima de la contienda -él, que era parte sustancial-, Sarmiento escribirá en Argirópolis, su rara y ecuánime utopía: “Preguntaría a los sitiadores y sitiados de Montevideo, aquellas dos partes de una nación empeñada durante ocho años en una lucha fratricida, si hallan dificultad insuperable, invencible, para asociarse al Paraguay y a la República Argentina en una federación con el nombre Estados Unidos de América del Sur, u otro que borre todo asomo de desigualdad”. E instaba a convocar un congreso general que diera forma política a la nueva entidad cuya Capital sería la propia Martín García. Poco después, al pasar por la isla tras el pronunciamiento de Urquiza, a quien dirigiera infructuosamente “mi plegaria de Argirópolis”, la recorrió a caballo y, como era su costumbre, dejó un graffiti sobre una piedra, esta vez en castellano: “1850 – Argirópolis – 1851. Sarmiento”. Si las ideas no se matan, no menos cierto es que muchas veces, como esa, quedan en amagues.

En sus cartas publicadas en La Nación, Rubén Darío, que había sido llevado a un retiro para mitigar su alcoholismo, habla de Martín García como un “Purgatorio positivista”: describe máquinas desinfectantes para inmigrantes y situaciones de encierro, mientras se solaza leyendo el Quijote y observando la vida disipada de los ricachones europeos que pasaban su cuarentena de lujo en el lazareto. Pero apenas 15 años antes ese Purgatorio había sido un Infierno para los indígenas esclavizados por el roquismo durante el genocidio patagónico. Entre los cautivos estaba el cacique Pincén, apodado el Puma de la Llanura, que acabará sus días, una vez liberado, trabajando de peón en Trenque Lauquen. Desde la isla dictó una carta desesperada pidiendo clemencia a su captor, Conrado Villegas: “Señor General: aquí me tiene Vd. padeciendo enfermo y con mis hijos Luisa y Manuel que quedaron ciegos de las viruelas en Junín. La única que está buena es Ignacia, que la he dado a nuestra madrina hasta que se me saque de este presidio como me prometió. Yo me siento morir al ver a mis hijos tan desgraciados y que no pueda yo darles ni un pan. En fin, mi general, si se es padre sabrá hacerse cargo de lo que sufro”. Y concluye: “Si consigue mi livertá tiene un esclavo mientras viva”.

Según testimoniaba el médico Sabino O'Donnell en una carta al gobierno, los indígenas cautivos llegaban tan debilitados que al vacunarlos se desató una epidemia de viruela que diezmó la población. La situación era inmanejable; además, centenares de esclavos en condiciones de extrema indigencia, se abandonaban al alcohol, de estragos insalvables. Por otra parte eran sometidos a trabajos extenuantes; el médico sugiere que “la autoridad militar no haga trabajar a los pobres indios los domingos”. Para contener la catástrofe fueron convocados curas y monjas que brindaron auxilio sanitario y, de paso, evangelización. El padre Birot escribirá al obispo de Buenos Aires: “Seguimos bautizando, enseñando y de vez en cuando sepultando. Los bautismos alcanzan 386: los Ladrones del Paraíso suman 81. Estos indios mueren como han vivido. En la pampa se llevaban el ganado, aquí, en pocos días se roban el cielo.” Ante la situación, el gobierno decidió cortar por lo sano. El 3 de abril del 1879 fueron sacadas todas las mujeres indígenas con sus hijos, que fueron dados para el servicio doméstico, y los hombres fueron entregados al ejército y la marina, cuyas filas pasaron a integrar.

Medio siglo más tarde, el primer Presidente preso tras el golpe que lo derrocara, Hipólito Yrigoyen, ya anciano, pasó sus días dictándole extrañas misivas a su secretaria. Es proverbial su oratoria enrarecida; según testigos, cuando encontraba una palabra extraña la utilizaba en sus esquelas prescindiendo por lo general de su significado. Temeroso de bichos, alimañas e insectos, afirmaba haber visto en la isla una rata del tamaño de un elefante. Era parte de su estrategia: fingía síntomas no siempre irreales para que le fuera concedido el indulto. Que, una vez llegado -redactado por Adolfo Bioy, padre del autor de La invención de Morel- rechazó por honor. Liberado, al poco tiempo volvió a la isla acompañado nada menos que por Alvear y Ricardo Rojas, acusados de los alzamientos armados contra el régimen que cundían en todo el país. Pero por supuesto que no fueron los únicos presidentes en residir allí.

Conducido a Martín García en una cañonera, en vísperas de los acontecimientos que signarían la vida política argentina -la semana previa al 17 de octubre-, Juan Domingo Perón escribió una famosa carta de amor a Eva, conmovedora por lo simple y sobre todo por lo inusual del registro, intimo, en la que imagina y promete un destino en las antípodas de lo que la historia dispuso.

“Mi adorable tesoro: Sólo cuando estamos apartados de quienes amamos, sabemos cuánto les amamos. Desde que te dejé ahí, con el mayor dolor que se pueda imaginar, no he podido sosegar mi desdichado corazón. Ahora sé cuánto te amo y que no puedo vivir sin ti. Esta inmensa soledad está llena de tu presencia”. “Tan pronto salga de aquí nos casaremos y nos iremos a vivir en paz a cualquier sitio.” (…) Ten mucha calma. Haré lo posible por regresar a Buenos Aires. Si se acepta mi excedencia nos casaremos al día siguiente y si no, ya lo arreglaré todo de una manera u otra, pero sea lo que sea, pondremos fin a tu vulnerable situación. Amor mío, tengo en mi cuarto aquellas pequeñas fotos tuyas y las contemplo todos los día con los ojos húmedos. Que no te pase nada o de lo contrario mi vida habrá acabado. Cuídate mucho y no te preocupes por mí, pero quiéreme mucho porque necesito tu amor más que nunca”. (…) Muchos, muchísimos besos a mi queridísima chinita. Perón”.

El otro Presidente que vivió su confinamiento en Martín García tras el golpe que lo destituyera, Arturo Frondizi, imaginó tiempo después que Martín García debía ser sede de una Universidad Latinoamericana. El sueño sarmientino de una utopía ilustrada tenía en él su último -por ahora- avatar.