La historia occidental, más que en ríos de tinta, bien puede registrarse en la cantidad de vino que la recorre. Desde las libaciones que abrían los banquetes evocados por Hesíodo en Los trabajos y los días, pasando por el punto central de una religión, la Última Cena, en donde Dios hecho hombre se entrega en una copa de vino, hasta la práctica actual de fin de semana de reunirse para charlar y abrir alguna botella guardada para la ocasión: todo está cruzado por esa bebida noble, añeja en el sentido estricto de la palabra, hecha con el paso del tiempo. Algo de este intento de capturar lo más íntimo y profundamente humano persiste en el último libro de Miguel Rep, Vino: Tinta y tinto sobre blanco; diferentes escenas que resumen el paso del vino por la vida de una persona, el placer que significa descorchar un buen tinto, la entrega sensual a lo que produce, pero también la historia que hay detrás de él, el modo en que es fabricado y hasta la vida de los grandes hombres que ha tocado. ¿No es el vino, un poco, el telón de fondo que insiste detrás de cada gran acontecimiento? ¿No hay vino cuando evocamos la mesa familiar, pero cuando también hablamos de la inspiración de un artista, de la mirada de una persona que nos gusta o de un momento trágico? El vino puede ser ese amigo culposo que sobrevuela tangos como “La última curda” o canciones más rockeras como “Mi enfermedad” (“Me entrego al vino porque el mundo me hizo así, no puedo cambiar”, suscribe Calamaro), y también es el amigo que sabe cómo acompañar de la mejor manera. No por nada Rep abre su libro citando una charla con Quino, musa inspiradora de este trabajo: “si tomás vino no estás nunca solo”. 

“Mi objetivo es contar desde el dibujo y del humor, muy lúdicamente: es un libro embriagado, ¿no? Pasa de tema a tema, los va saltando”, agrega Rep, mientras pasa uno a uno los dibujos, probando las texturas de las hojas, degustándolas para recordar la hechura de cada momento retratado. “La única hilación es el vino, pero no tiene ningún tipo de orden. Desde el arte que se ocupó del vino a la historia, a cuestiones lúdicas, a la producción misma. Y muchas cosas las he vivido en la vendimia: es tan amplio el mundo del vino que la lista es enorme y tenés que hacer un gran esfuerzo por acotarla. No quería hacer un libro de 200 páginas, quería hacer algo más puntual, de 90 dibujos. Es un libro atípico en mí porque, generalmente, mis trabajos son fruto de la recopilación, como sucede con casi todo el humorismo gráfico. Yo siempre trabajé en los libros con una dedicación especial, pero nunca escapándole a la idea de material recopilado. Había que renunciar, descartar de la parva hasta encontrar una unidad. Este material nuevo es como un libro de literatura, en ese sentido: lo hice de cero, no lo tenía de antes. Cuando el Fondo Vitivinícola me llama, ya habían hecho una campaña publicitaria con músicos y un libro de historia con Felipe Pigna. Ahora, buscaban algo en otro orden, como uno de esos libros de mesa de café, una cosa en sí bella”. 
¿Te interesaba el vino desde antes o empezaste a meterte en ese mundo por el trabajo sobre el libro? 
–Yo ya sabía algo de vinos. La gente del Fondo me proponía la ruta del vino cuyano, pero yo había hecho una voltereta por Francia, por lo cual no iba absolutamente virgen, como un neófito. Es un misterio cómo se hace el vino, pero algo había vislumbrado hace ya cinco, seis años atrás, cuando hice ese viaje con Antonio Morescalchi y visité la ruta que va de Bordeaux a la Cataluña francesa. Cuando me convocaron para armar el libro, fue como un impulso, dije que sí. Empezamos a pensar cómo era, sobre todo los temas. El objetivo de todo este trabajo es que la gente vuelva al vino. No sólo por ser una bebida milenaria, no por una cuestión tradicional, sino para activar en verdad la venta de un producto muy noble. Es una bebida muy digna, cuanto vos más sabés, catás y hablás con los productores, con los laburantes, te das cuenta de que es una bebida que aguanta. No sé cuántas de esas hay, la bebida blanca, tal vez. Pero, en ese sentido, tanto el vino como la bebida blanca se vieron atacadas por la aparición de la cerveza y el fernet, capturando jóvenes paladares. El vino también se perdió por una cuestión productiva: ya nadie toma vino al mediodía, eso que antes era parte de nuestra vida cotidiana. Alguien tomaba un vaso de vino y se podía ir a dormir una siesta. Y la noche está capturada por la gaseosa y otras bebidas innobles. El vino, que tiene tanta presencia en el supermercado y parece un boom, está perdiendo terreno. Lo que tenemos es mucho vino de marca, mucho mejor vino, pero eso no significa que haya mayores ventas.

SUPERFICIES DE PLACER

Vino: Tinta y tinto sobre papel está hecho de una manera artesanal. Y esto en un sentido muy estricto: cuando un artesano lleva adelante su labor, se confunde, lentamente, con aquello que está construyendo. Es que el saber hacer conforma personas, define objetivos vitales y vuelve difusos los límites, en este caso, entre cosa y dibujo, lo señalado y aquello que señala. Por ejemplo, entre las “escenas” del texto se encuentran varias ilustraciones pintadas con vino y café, integrando al referente como parte del trabajo artístico. El resultado final es elocuente, parece que hablara más allá de lo que dicen los globos: se perciben las texturas, cierta rugosidad del dibujo que, sin necesidad de apoyar la mano, se contagia a través de la mirada. “Al principio, pintaba tímidamente, porque ya era mucho”, agrega Rep. “Y es que este es un libro armado con otra lógica, con más paciencia, como se produce un vino. Eso significa trabajar con un buen papel, con unas buenas tintas, con un buen vino y café, porque esos son materiales que también utilicé para cada dibujo. Eso afecta el proceso de producción del libro: a este libro lo hice dos, tres veces. Primero, los bocetos. Segundo, los dibujé a todos, pero usé un papel que no me ayudaba a reflexionar. No es que haya sido malo, pero era muy blanco, muy luminoso, porque me quemaba. Me cegaba bastante el trazo de tinta, entonces no me hacía quedarme. En cambio, el papel que terminé usando me hacía quedarme, me demoraba, no era un choque de blanco contra negro, tenía otra tonalidad. Es increíble, pero me modificó el trabajo. Volví a hacerlos todos y cambié mucho la composición”.
Remarcás mucho el uso de los materiales y el tiempo empleado en hacer el libro. ¿Cambió algo de la manera en la cual trabajabas? 
–Siento que soy otro después de este libro. Yo componía como componía siempre, así, a lo salvaje, en este tiene una cuadrícula que he respetado. En Divina Comedia ya había empezado con eso, pero acá realmente lo pude desarrollar más, digo, esta lógica de la composición, porque los dibujos de la Divina Comedia son más de climas. Soy un hombre criado en los ‘80, después de todo: tengo como esa cosa de ir rápido, de vomitar el dibujo, de sacármelo de encima, pero a partir de la Divina Comedia eso cambió. Ahora estoy más en el detenimiento, en darle vuelta, pensarlo más, es otro trámite, ya no es más el trámite de sacarme el dibujo. La gestualidad varía, aquí ya no vale tanto; en el guión no sé si sigue el mismo contenido, creo que sí. Pero el dibujo es otro, es otro el modo de hacerlo, y yo lo percibo. 
¿Y cómo abordaste el desarrollo previo a llegar a estos dibujos? Varios parecen escenas de una infancia idílica, algo que quedó atrás en el tiempo. 
–Nunca un dibujo es una instantánea de un recuerdo, siempre es una condensación, como el apretado de muchas cosas. No sé si ocurre en la literatura, pero sí ocurre en las artes visuales. Nunca un momento es tan ideal como se pinta. Es como una especie de suma. Yo hago esta escena de los niños mirando al tío cómo descorcha, por ejemplo: no sé si viví una escena así, pero ya la compuse a partir de una acumulación de escenas. Yo soy un hijo de ese mundo que aparece en algunos dibujos sin que necesariamente sean cosas que me hayan sucedido. Un mundo que se perdió, claro: ahora, comprar una damajuana es muy difícil, o un pingüino, hasta un sifón de soda. Vivimos en una época en donde impera el plástico. Antes tenías el sifón y la damajuana, que iba y volvía, y el pingüino, que se quedaba. Hasta las botellas se van y no vuelven: las botellas se tiran. La damajuana sabías que la llevabas y te la llenaban de vuelta. En la actualidad, todo lo que tenga que ver con las bebidas va a parar a la basura. Ya ni jarras hay en los hogares, no hay nada que deje constancia de lo que se bebió ayer. Hay también un montón de objetos que tenían que ver con el vino que hemos perdido, y que ahora tienen que ver con todo eso del mundo vintage. El rescate vintage no creo que favorezca el consumo placentero, es más una impostura. Esos objetos que mencioné eran bellos, objetos que se fueron perfeccionando, como la copa o la botella. Cada botella es toda su historia. No sabemos la cantidad de siglos y tiempo gastados en llegar a este sacacorchos, a esta botella, a esta copa. A veces pienso: ¿quién tenía que haber hecho este libro? Miguel Brascó. Porque Brascó vivió en los dos mundos: vivió en el mundo del vino de mesa, y también por su posición snob y cultural seguro que tomó buenísimos vinos franceses. Él fue testigo y propulsor del cambio, de la lógica del vino cotidiano a este vino más refinado, a esta enología generalizada en la que vivimos con la globalización del vino, los 90, en donde cambia el vino familiar y empieza el vino de autor.

VINOPEDIA

Además de esta idea de un pasado que se quiere recuperar, en el libro de Rep también hay varias ilustraciones que se refieren, satíricamente, a esta “enología generalizada” que menciona: se compra lo que se sabe que es bueno y el bebedor tiene que obligarse a percibir lo que la botella dice, como si todos fuéramos un sommelier. 
¿Te parece que hay alguna relación entre esa idea del bebedor con pretensiones críticas y el mundo del arte? 
–Hay muchos temas que hacen noria alrededor del vino: el poder, el piripipí, el camelo del vino, de los eruditos. Eso lo empariento mucho a lo que pasa con las artes visuales, efectivamente. Los sabedores que se guardan el saber y encarecen el vino tienen su paralelo en lo que tiene que ver con las artes plásticas. Los sabedores que tienen un paladar, una enología distinta del común. Pero el común no puede comprar el vino de 500 mangos, así como tampoco puede comprar una obra de Marta Minujín. No hay una balanza del común, alguien sube un precio y no podés discutir con eso, porque no tenés el saber. Eso, de alguna manera, también lo quería contar. Y si bien no es un libro agresivo, sino que es amable, yo creo que ha salido el gesto disconforme con ese piripipí. Sé mas del vino que mi paladar. Digo, sigo sin saber el tema de los taninos, o no me doy cuenta si tiene ciruela tal o cual botella; se me confunde el paladar, en definitiva. A veces, voy a tomar vino con esa gente que sabe y le digo “che, explicame qué estoy tomando”, porque yo no sé, no tengo esa destreza. Yo creo igual que ahí hay mucha carga de la subjetividad. Creo que el que sabe tomar vino tiene un desarrollo personal del paladar y que le va poniendo nombre a esas experiencias, esos sabores que no todos pueden captar. Es que hay paladares top, por decirlo de algún modo, y otros berreta. Capaz que lo gustativo es un músculo. 
 Junto a esa distancia con respecto al sommelier, hay varias escenas que muestran el trasfondo de la producción de vino: el trabajo en el campo, los “ficheros”, etc. ¿Fueron escenas que te sorprendieron de tus viajes a los viñedos?
–No, no me sorprendieron. He visto cosecha de tabaco, de tomate, incluso de niño he ido por Corrientes, y el tema del trabajador siempre lo tuve claro. El tema del cultivador y el cosechero. El tema de la ficha siempre es raro, vos ves que hace ruido la ficha tipo “clink, caja”. El trabajador va juntando la ficha y después cobra. Alguien va juntando y va elaborando la lista de lo que trabajó. No lo veo como algo capitalista, inclusive, sino como algo feudal. Eso es lo que tiene el vino, el elemento básico sigue siendo lo mismo: la uva, el sol, las tijeras que usa el laburante. Eso sigue siendo increíble, hay algo de una cultura que permanece. Y después decís: ¿el vino que estoy tomando es mejor que el vino que tomaron los romanos, que se tomó en Jerusalén durante las Cruzadas, que tomó Velázquez? ¿Cuál es el progreso del paladar, en ese sentido? Después, está la cultura de Europa Continental, la francesa, la italiana, la española, y la cultura joven, de acá, que hace doscientos años tiene vino. Mendoza, toda esa zona tiene una suerte tremenda, pero le falta esta historia más antigua: ¿hace cuánto se produce vino? ¿160, 170 años? No es nada. El vino es muy de ahora, digo, el vino local: es apenas el 20% de la historia de la bebida. 
Algo raro en el libro es que tiene, a diferencia de otros trabajos de ilustración, un apartado bibliográfico. ¿Qué te llevó a revisar estos libros y por qué decidiste incluir una referencia a ellos?
–Los libros de dibujo no tienen bibliografía porque tienen mucho de periodismo, van pasando de tema en tema. Uno va como un turista y no puede quedarse a profundizarlo: vas pasando y qué carajo vas a decir. En cambio, pienso que si yo hiciera de nuevo Bellas Artes, sí pondría bibliografía. Y en Vino era súper necesario para mí decir qué es lo que había leído. Esos libros gordos entre prosa y didáctica del vino y libros que tienen dibujos acerca del vino. Esos no abundan, pero yo me los acordaba como libros que tenían aunque sea una copa dibujada. Entonces, yo los agarraba y los usaba para lo que estaba haciendo. Los volví a leer, vi desde qué punto de vista armaban la cuestión, y los usé como material: el dibujo también invita a leer, a participar, el dibujo también es una forma publicitaria. 
Entre lo artesanal y lo gustativo, entre lo crítico y lo nostálgico, el vino parece haber abierto un nuevo mundo en tu producción. ¿Te parece que ahora tenés a tu disposición nuevos temas sobre los que dibujar? 
–No es que todos los temas me interesen. Ponele que me ofrezcan la historia del automóvil, y la verdad es que a los autos yo no los siento, nunca me despertaron interés, no sé manejar... Me interesa la historia del arte, la literatura, trabajaría con esos temas que me generan curiosidad permanente. Es verdad que hay obsesiones que se calman. Yo no sé si mi obsesión con el vino con este libro se calma. Lo mismo me pasó con el entramado urbanístico de Buenos Aires después del libro de los barrios: los dibujé todos, fue un laburo enorme. Con el libro de los barrios, esa obsesión ya se calmó. Yo creo que hay un objetivo muy claro con esto que estoy haciendo. Este libro es contra el descarte, contra el plástico, sin ser vintage o conservador. Me parece que lo vintage es reaccionario. Es decir, es un llamado: “volvamos a tomar algo que no tenga gusto a plástico”. Yo he encontrado laburantes, bodegueros que te hablan con un amor de lo que producen: nunca te cruzás con la palabra guita u optimización. Por supuesto que eso pasará por otro lado de la bodega, pero ellos están todo el tiempo cuidando lo que hacen. Más que un galerista de arte. Es raro encontrar a alguien que sea un bastardo con esta bebida. Hay pocas cosas tan nobles fuera de tu cuerpo como el vino. Inclusive el pan, algo tan básico, tiene sus problemas: lo tenés que comer en el momento, si no, se endurece. En cambio, al vino lo guardás, sabés que te está esperando. Es riquísimo lo que hay alrededor del vino. El amor, la embriaguez, el capitalismo, el arte, los sueños, salirse de la fobia, el perder la timidez, la celebración, el fijar el presente. En uno de los dibujos hablo de eso: siempre estamos viviendo en el pasado o en el futuro. El presente continuo, eso es el vino, y también este libro. Porque el resultado del libro no es una suma de presentes, como una recopilación, sino un bloque del presente, un “estoy acá”, estoy contento, gozoso, dichoso, o estoy mal y me doy cuenta, pero estoy. El presente continuo, el presente de verdad presente. El libro puede estar “embriagado” pero no alterado, no sacado. Yo no tomo vino para alterarme. Tomo vino para gustar, para abrir puertas de sensibilidad. Quino tiene razón. No estás sólo con el vino.