El nado, como casi todos los deportes en su fase competitiva, divide sus categorías por sexo: el que practican los varones, el que practican las mujeres. La competencia se continúa en los espacios de entrenamiento, por barriales y amateurs que éstos sean. Esos universos tan intensos y con tan poco espacio para la ambigüedad han sido material de más de una ficción. Basta recordar cómo Javier Daulte hizo Vestuario de mujeres y Vestuario de hombres, dos obras de teatro prácticamente iguales, pero con la nada pequeña diferencia de estar protagonizadas por actrices una y por actores la otra. Algo de esta tajante división, de esta falsa transparencia en el discurso, pone en discusión Condición de buenos nadadores de Camila Fabbri. Un padre y un hijo se encuentran en una pileta de natación de un club, de noche. Se supone que van a entrenar, pero el horario es un poco raro. El lugar está desierto, apenas transitado por un hombre bastante mayor que los ayuda con algunos cuestiones prácticas. 
Hay que decir que el mayor riesgo y el principal atractivo de esta obra es precisamente su tiempo y su espacio. Todo transcurre en una pileta de natación real, dentro del Club Vasco-Argentino Gure Echea, de Balvanera. Se accede por un pequeño hall y luego por un pasillo que da directamente a la pileta. El ámbito es completamente abstracto, reticulado por azulejos, de techos blancos altísimos y pisos de distintos tonos de celeste, apenas recorridos por las líneas negras que marcan los carriles en el agua. Los espectadores nos ubicamos de modo tal que podemos ver a los nadadores recorrer sus largos en esa pileta. Pero si bien llegan con ropa deportiva y toalla rodeando el cuello, el que se zambulle es sólo uno mientras que el otro da las directivas. Se trata de un padre y un hijo que comparten esa pasión acuática. Pero solo eso. Luego son diferentes a más no poder. El hijo es de andar pausado y mirada reflexiva, mientras que el padre gesticula, se ríe, cambia muchas veces de posición alrededor de la pileta, sale incluso y vuelve a entrar con una cerveza. Hay otra cosa: el hijo es mudo, por lo que este dúo será un soliloquio sólo interrumpido por miradas furibundas que el más joven lanza, en dirección a la platea. 
Es interesante cómo la pulcritud del espacio y lo minimalista de sus formas se convierten en un escenario ideal para esta escena. Casi como si padre e hijo se encontraran en un espacio mental, abstracto, una suerte de limbo donde dos subjetividades masculinas se encuentran. No sólo el discurso se destaca, sino también los cuerpos. Da la sensación de que cada pequeño movimiento que hacen, sobre ese fondo blanco, se vuelve materia. En ese sentido, las actuaciones de Mauricio Minetti y Facundo Livio Mejías son claves: sumamente austeras, ajustadas y sugerentes. Espacio, más actores, más un único objeto de utilería: un cocodrilo inflable, algo infantil, que alguien dejó flotando en el natatorio. El padre no deja pasar el elemento y cuenta, apenas llegado, un documental que vio en la televisión la noche anterior. La historia del cruel combate que se da año a año entre dos titanes de las aguas, dos rivales feroces, un tiburón blanco y un cocodrilo de agua salada. 
La obra plantea que el lugar donde la acción ocurre es Portugal, pese a que Manuel, el padre, habla en porteño, y su hijo Agostinho, no habla portugués, ni español, ni ningún otro idioma. Hace un año que no se ven y la cita es en este espacio al que el hijo acude por indicación médica y al que el padre acude para acompañarlo y de paso subyugarlo con comentarios acerca de su supuesta delicada salud y su exceso de peso. 
Así es que en este espacio de silencio, cuerpos recortados, competencia de titanes de las aguas, donde todo parece que va a seguir por el carril de las desdichas del hijo al tener que aguantar la canchereada permanente de su padre, algo se revela de forma inesperada. El padre está saliendo con un boxeador junior que lo está llevando por el camino de descubrimiento de nuevas preferencias sexuales. El modo en que repercute la revelación no podemos saberla, tenemos que imaginarla. Como palabras pronunciadas abajo del agua, como un eco, el hijo se va del alcance de la vista y el entendimiento, con movimientos impredecibles: nada dibujando recorridos que mezclan Nijinsky y Esther Williams.  
De todos modos el padre está lejos de abrir su corazón y mostrar un cambio hacia otro modo de subjetividad. Por el contrario, se justifica diciendo que estar con el joven luchador es casi como estar con una bella adolescente, amén de criticar las costumbres de los homosexuales con los que su novio suele juntarse o los boliches a los que va. Se detiene particularmente en uno donde ha descubierto algo que es lo que va a revelar precisamente en esa pileta y esa noche. 
¿Es el agua el lugar donde las diferencias se funden? ¿Donde se lavan las penas? ¿Donde limpiar el maquillaje de los años? ¿Pueden silenciar las palabras molestas o por el contrario, destacar en su vacío lo que retumba en la cabeza? ¿Puede funcionar como un bautismo al revés, para tomar posesión de la verdadera identidad y no la culturalmente asignada por un padre? ¿Quién ganaría en una pelea cuerpo a cuerpo entre un tiburón blanco y un cocodrilo de agua? Algunas de estas preguntas quedan flotando sin respuesta después de ver Condición de buenos nadadores. Otras surgen justamente después de ver este espectáculo.

Condición de buenos nadadores se puede ver en el natatorio del Club Vasco Argentino Gure Echea, Tte. Gral. J. D. Perón 2143, los domingos a las 19 y a las 20.30. Entrada: $150. Hasta el   11 de diciembre.