La idea de un viaje a México dispara en muchos la imagen de una reposera frente a un mar turquesa, coco en mano y mente en blanco. Pero la realidad cuenta que México esconde un universo tan diverso como fascinante, y que quedarse con la porción más norteamericana de este país cuenta como pecado.

La primera consigna es, entonces, comprar un pasaje a la ciudad de Oaxaca, ubicada a unos 640 kilómetros de la capital mexicana. Oaxaca es un valle rodeado de sierras, que fue declarado por la Unesco Patrimonio Cultural de la Humanidad.

Merodear por sus calles angostas y siempre empedradas implica viajar a la época de la Colonia: conventos del 1500, iglesias virreinales y fachadas de aquel entonces restauradas hasta el último detalle. Aunque también están aquellas otras que en su forma española eligieron teñirse de colores más estridentes y latinos. Por fuera, todas simulan ser casas residenciales; por dentro son restaurantes, tiendas de ropa o decoración, galerías de arte, supermercados o bancos. Hay que entrar para descubrir lo que esconden.

Cualquiera de estas callejuelas acabará en la Plaza Central, que está rodeada de bares bien puestos, pero también de simpáticos kioscos callejeros que deleitan con comida autóctona al paso. Los tacos al pastor hay que probarlos porque son los más populares en México. De influencia libanesa, constan de tortillas de maíz y carne de cerdo adobada y marinada con especias intensas. El alimento base de los mexicanos. La opción B son las clásicas quesadillas o los burritos, rellenos de tantos ingredientes como entren en la tortilla. 

En las afueras de la ciudad se esconde otra joyita llamada Hierve el Agua, un conjunto de cascadas petrificadas de unos 30 metros de altura. Se formaron hace miles de años por el escurrimiento de agua con alto contenidos de minerales y son muchos son los que aseguran que este fue un lugar sagrado para los antiguos zapotecos, una de las civilizaciones más importantes de la región. Hay que caminar por los senderos para verlas desde distintas perspectivas y después zambullirse en las piletas naturales de agua termal, en la parte más alta de las cascadas.

CAMINO AL MAR Para llegar al Pacífico desde Oaxaca hay que cruzar las sierras por un camino que puede ser un paraíso o un infierno para quienes se marean con facilidad. Por suerte, la recompensa al final del viaje es un mar de agua azul, transparente y caliente.

Punta Zicatela es la coordenada a agendar en el GPS, un pueblo de unas pocas cuadras de arena, a cinco kilómetros de Puerto Escondido. Es el final de la Playa Zicatela y no tiene más que unos seis barcitos, un desfile de palmeras y hamacas que miran el mar. 

La gente camina descalza y con una tabla de surf bajo el brazo: se trata de la playa que trae una de esas míticas olas que pueden alcanzar los diez metros de altura durante nuestro invierno. Entonces, después de mirar el espectáculo de los más arriesgados, hay una caminata de dos horas por la playa que vale la pena porque acaba la bahía de Carrizalillo, donde el agua se vuelve tan calma como una pileta. Allí hay que sumergirse con una buena máscara y tubo de snórkel. Abajo esperan cardúmenes de peces de colores, corales rosados y hasta mantarrayas.

Pero si de criaturas marinas hablamos, el lugar predilecto para avistarlas queda a 50 kilómetros de Zicatela hacia el sur y se llama Mazunte. Un pueblo con una impronta bohemia y artística, donde los locales se entremezclan con los tantos europeos y norteamericanos que acá encontraron su paraíso. Hay clases de yoga y meditación por doquier, y también comida orgánica en los cafés. Las calles empedradas suben y bajan. Hay cabañas de todos los colores y bares a tono con la atmósfera del lugar. 

El ritual del atardecer es obligación cotidiana en la playa central. Cada día se juntan allí acróbatas, artesanos y artistas que musicalizan con sus instrumentos el espectáculo del cielo. Aunque la verdadera magia de Mazunte se esconde bajo el mar. Y con esa premisa nos embarcamos con algunos más en el bote a motor de Rey. “Porque soy el rey de las tortugas”, explica su apodo, mientras se saca la remera para exhibir la enorme tortuga tatuada en su pecho.

Una vez mar adentro, aparece en la superficie la primera tortuga marina, de casi un metro de largo. Rey se apresura a zambullirse, da unas cuantas brazadas hacia el fondo y resurge del agua sosteniendo al animal desde su caparazón. Ahora sí, bien merecido su apodo. 

Más adelante el capitán detiene el motor. Y casi como si lo estuviesen esperando, se acercan cardúmenes de delfines nadando a la par. Contamos unos 15. Asomando sus lomos de a grupos y en el mismo instante, como una coreografía sincronizada. Y como si no le alcanzara a nuestros ojos, casi al final de la travesía el mar nos regala otro espectáculo: ballenas escupiendo agua y desfilando sus colas gigantes. Un instante que se lleva para siempre.

Hierve el Agua es un conjunto de cascadas petrificadas hace miles de años, que alcanzan unos 30 metros de altura.

MONTAÑA Y SELVA A unos 2200 metros sobre el nivel del mar se encuentra otra joyita mexicana escondida en el estado de Chiapas: San Cristóbal de las Casas. Se trata de una de las primeras poblaciones españolas en continente americano. La ciudad fue fundada en 1528 y todavía exhibe vestigios bien cuidados de aquel entonces. La calle Miguel Hidalgo, por ejemplo, alardea con construcciones virreinales de estilo barroco y neoclásico, que ostentan detalles en piedra de factura indígena. La calle empedrada Real de Guadalupe, por el contrario, muestra el costado más moderno: restaurantes extranjeros bien puestos (principalmente italianos y parrillas argentinas), pequeñas puertas que esconden grandes galerías, bares con plantas que cuelgan de techos bien altos y bandas en vivo. 

En el mercado de artesanías hay ropa con bordados y telas coloridas tejidas a mano y teñidas con plantas e ingredientes de la tierra. Por los pasillos se escuchan lenguas autóctonas. Los vendedores son los chamulas, mayas tzotziles; y para conocer un poco más sobre sus raíces hay que subir hasta San Juan Chamula, a 10 kilómetros de San Cristóbal por camino de montaña. Entre la niebla se divisa la aldea. Las mujeres visten polleras  que ellas mismas tejen, todas del mismo color porque define la etnia a la que pertenecen. Casi nadie habla español. 

Para ellos este lugar es el ombligo del mundo y por eso allí alzaron su peculiar iglesia de religión sincretista. Adentro no hay cruz y no hay Cristo, pero sí están las estatuas de los santos católicos, que de algún modo impusieron los españoles. Tampoco hay bancos. Rezan arrodillados en un suelo tapizado por hojas de pino, el árbol sagrado, agradeciendo y pidiendo a la Madre Tierra y a sus ancestros, que no están en el cielo sino debajo del suelo. Mientras rezan beben aguardiente de caña, que cura las heridas y ayuda a perdonar. A veces se sacrifican gallinas y se hacen ofrendas con el objetivo de expulsar a los malos espíritus.

PALENQUE AGRESTE La última parada del periplo es Palenque, una zona tropical de cascadas, ríos y jungla pura. El Panchán es el punto al que dirigirse, que reúne un grupo de cabañas rústicas y dos restaurantes. La experiencia consiste en dormir en plena selva agreste, con los monos aullando de noche –que se escuchan más como leones furiosos que como pequeños primates– y los pájaros silbando por la madrugada. Desde allí, la propuesta es acercarse hasta Agua Azul, un conjunto de cascadas en terrazas de un intenso color añil. En el recorrido hay sogas para lanzarse a las piletas naturales cual Tarzán y nadar en estas aguas circundadas por exuberante flora silvestre.

Sin embargo, el tesoro mejor escondido de Chiapas son las ruinas de Palenque, que pertenecieron a una de las ciudades más notables del mundo maya, fundada en el año 100 a.C. Las construcciones actuales son del período clásico, entre el 400 y el 700 d.C. Casi mil años después de su fundación, y por razones desconocidas, los mayas abandonaron esta ciudad para siempre. Recorrerla hoy implica descubrir los avanzados conocimientos que tenían en materia arquitectónica, matemática y astronómica. También será evidente su profunda conexión conexión con la tierra, legado que también abraza la población actual de esta selva, que aún vive de sus frutos, fabrica su propia vestimenta y con los ingredientes de la jungla misma.

Palenque, en plena zona tropical de cascadas, ríos y jungla para darse un chapuzón agreste.