-Buenas noches y hasta pronto, Alba- le dije, dándome vuelta para mirar, desde la vereda de ese barrio trajinado, la figura menuda de esa mujer que en mi primera visita, en esa larga conversación, sólo podía trasmitirme, en cada frase, una tristeza honda. Ariel había quedado sentado y pensativo, con los ojos del más hermoso azul reposando allá lejos, quizá en las quebradas riojanas de su pasión, como yo lo vería tantas veces más.

Por eso entiendo todo lo que la tierra tiene

Y aflora en la empolvada biología de siglos,

Y sube hasta la blanca penumbra de mis huesos

A saturarme el alma de cosas conocidas.

Yo había estado conversando con ellos, esa tarde, durante casi seis horas. Y al irme, caminando rápido como siempre, Alba salió a buscarme para darme aquello que olvidó durante la visita: no me había convidado con nada. Tal era el su ánimo dolorido por la fatalidad del exilio, tal le sucedía en esos primeros días de vida extranjera a ella, la más generosa siempre. Ariel, ciervo herido que no podía recuperarse, reunió fuerzas y supo ejercer la enseñanza, seguir escribiendo, aceptar que sus dramas recibieran premios en España. Pero rechazaba que lo vieran derrotado, como si su dignidad ante la dictadura fuera eso, una derrota; intentábamos convencerlo de que saliera, viajara, respondiera a llamados de amigos, pero él se quedaba en casa, armando sus versos con barro y luz desde el corazón. Me consta que el gran poeta Vicente Aleixandre lo llamaba, le pedía a Ariel que lo visitara en su casa de calle Velintonia (después, calle Aleixandre) en Chamberí, Madrid; pero el poeta vencido nunca quiso, nunca pudo ir.

Por eso estoy aquí, extranjero en mí mismo

Y digo mi oración de minerales vuelos

Con la sangre vibrándome, en dulces gestaciones,

Cierto es que los senderos son sordos y amarillos;

Que en tus llanos se herrumbran todas las primaveras.

El exilio -y qué vocablo lleno de melancolía es ese- nos reunía en Vallecas, barrio marginal y militante en los flancos de Madrid. Éramos gorriones bajo la lluvia, grises criaturas desconcertadas, piando aquí y allá y quizá arriesgando de vez en cuando un chiste, pero con esa pena de metecos rebosando a borbotones.

En ulteriores visitas, que se fueron volviendo para mí indispensables, Alba iba creciendo en mi empatía. Al lado de Ariel, acompañando siempre -más silenciosa que él- el habla calma y cadenciosa de su marido, me relataba de a poco su propia vida de profesora de Letras y madre de Puqui y de Ariel, cómo eran sus hermanas Beba y Quela allá en la otra punta del arco de la nostalgia, cómo vivió en la cárcel a partir del golpe de 1976 por casi un mes, cómo se caminaba en las calles desparejas de La Rioja y qué sabrosas comidas con frutos de la tierra roja se creaban en sus cocinas, cuáles eran los ambientes que daban abrigo en la casa familiar. Y dele volver y volver el recuerdo de las mellizas, las muñequitas 19 años menores que Alba, mimadas por toda la familia, Ani y Tina, las que crecieron y militaron y fueron arrebatadas por la dictadura, atroz enemiga de toda belleza. La familia había debido huir de La Rioja, refugiarse en Uruguay; y después huir de Uruguay y hallar en España su prolongado refugio. Veía yo a Arielito y a Puqui entrando y saliendo callados también en la casita de Vallecas, lentos en recuperarse de la persecución dictatorial pero aleteando en su adolescencia, pura vida que buscaba la vida de otros chicos y chicas para crecer, reír, tocar música, leer, amar y ser queridos; y para entrar en los movimientos españoles que buscaban la liberación de Centroamérica, de los países hermanos del Sur, de nuestra gente argentina. Cuántas manifestaciones hemos compartido en Madrid, cuántas veces hemos marchado y cantado codo a codo contra la dictadura en El Salvador o a favor de la incipiente revolución nicaragüense y en tantas ocasiones más. Mujeres españolas manifestaban frente a la Embajada argentina en Madrid en repudio a nuestra dictadura criolla y en apoyo a las Madres de Plaza de Mayo: allí hemos estado cada mes, los corazones en el puño.

El habla de Alba: qué delicia escucharla. Los acentos caprichosos de la tonada riojana ondeaban en las frases y había que pescarlos, en su enojo o su ternura. Nos llegaban a cada una y cada uno que, escuchándolos, comprendíamos la necesidad de ser uno más en el grupo, en la comunidad. Si algo no le gustaba, ella nos regañaba sin vueltas, transparente en su deseo de más fraternidad, más Reino de Dios en la tierra. Su modo de sentir la religión se encarnaba en cada gesto, con naturalidad y mientras te convidaba con su cafecito. La elección de Vallecas para vivir resultaba natural, lógica: allí reinaba en lo espiritual y en lo práctico el mejor obispo español, el pequeño-gran Alberto Iniesta, el que parecía bailar con sus zapatones y manejando el hisopo en ceremonias religiosas; el que tras el asesinato del obispo riojano Enrique Angelelli en agosto de 1976 y el ominoso silencio ulterior de casi toda la jerarquía católica decía: “Al hermano obispo Angelelli, en la Argentina, no sólo le han robado la vida: también le han robado la muerte”; el único obispo español que concurrió el 30 de marzo de 1980 al entierro de monseñor Óscar A. Romero en El Salvador -y por cierto debió arrojarse al suelo en las escalinatas de la catedral metropolitana, a cuyas puertas se celebraba una misa al aire libre, para defenderse de los balazos de francotiradores contra la muchedumbre que despedía a su hermano obispo, también asesinado-; ese día, en fin, hubo 35 muertos salvadoreños y centenares de heridos … Monseñor Iniesta fue el padre que, en cierto modo, continuó acompañando a esta familia dolorida como antes lo había hecho el argentino. Por Alba yo iba conociendo y recibiendo algo de esa luz que llevan dentro quienes han caminado en la estela de aquel religioso y obispo fiel a sus creencias, Angelelli, transformador de las familias, hermano alegre y matero, rostro de la felicidad que sigue siendo posible. Muchos años después, en Buenos Aires, recordarlo, citar sus palabras, reír con algunas de sus anécdotas, era algo que en casa de Alba acompañaba muchos gestos cotidianos.

En la casa de Madrid nos reunimos alguna vez en invierno con el obispo Miguel Hesayne, valiente ante los dictadores; quizá fue días antes cuando lo recibió Juan Pablo II, el Papa encerrado en sus polacos moldes anticomunistas, de rigidez irrompible. Sabemos que monseñor hubo de insistir mientras presentaba sus carpetas con denuncias, en la sala pontificia, en que Videla era realmente un tirano; el Papa respondía que pocos días antes el visitante rector de la Universidad Católica -Monseñor Octavio N. Derisi- le había informado que “Videla era un buen cristiano …”. Difícil conversar con Su Santidad …

De a poco, gracias a Alba y a Ariel, yo iba conociendo en España a otras familias riojanas, intentando acercarme más a ellas. Aun envuelta en la pena sorda del exilio ¡cuánto para descubrir! me llegaban, lentas y cadenciosas, noticias sobre la fiesta cultural que esa lejana tierra riojana y rojiza había sustentado hasta que le cayó encima la dictadura, con uno de sus centros de ebullición en la casa familiar de los Pereyra -José Humberto Pereyra asumió como poeta el nombre de Ariel Ferraro-, casa visitada por los Falú, los Dávalos, David Gatica, Manuel J. Castilla -enormes poetas que no hay que olvidar-, Ramón y Lucio Navarro -escuché y valoré a Lucio en Madrid con sus compañeros del conjunto Huerque Mapu, el que ofrecía la Cantata Santa María de Iquique entre otras bellas músicas militantes- y tantas y tantos otros poetas, escritores, políticos, religiosos, viajeros extranjeros. Y adentro de la casa reverberaban los poemas de Ariel Ferraro y se derramaban para que no los olvidemos:

Porque no quiero hablar de cosas tristes,

Pongo palomas de cualquier verano

Sobre la tarde rota del presagio.

Y en la sombrilla roja del crepúsculo,

Descienden las insólitas muchachas

Para jugar con un dragón de flores.

Digo: no quiero hablar de cosas tristes

Que si no,

Se me suicidan los bambúes

Y en la noche, las libélulas enviudan.

El experimento de “El Independiente”, el primer diario nacional formado en cooperativa en 1971 por Alipio “Tito” Paoletti, en que trabajaron tantos amigos y compañeros de los Ferraro-Lanzillotto, impulsaba también la renovación de las ideas, el conocimiento del mundo trans-fronterizo y, a la vez, el meterse más y más en la rica tradición musical, mítica, social y de toda cultura de ámbito riojano. Todo esto sucedía a la par del desconocimiento y, en todo caso, la indiferencia de la clase intelectual porteña, que ignoraba por ejemplo que el francés Roger Caillois, amigo de Borges, “escritor, sociólogo de lo sagrado, viajero y ensayista” como informa Wikipedia, tomaba con alguna frecuencia el avión en París, tocaba apenas Ezeiza y salía enseguida en vuelo hacia La Rioja, para sumergirse en esa múltiple celebración cultural que mucho le satisfacía. De más está decirlo: la dictadura lo aplastó todo … “¿Puede ser que los sucios problemas de la tierra / hayan podido manchar así la forma de los sueños?”.

El final de la dictadura no coincidió, pese a la retirada de los militares, con el final del año 1983. Ricardo Alfonsín, sin haber aún asumido el cargo de presidente constitucional, visitó España antes de diciembre de 1983 para convencernos a lxs exiliadxs de que volviéramos al país; pero muchos dudamos: una dictadura deja raigambre cultural, mantiene armas que vibran solas con ganas de disparar. Regresamos, sin embargo, porque nos sabíamos americanxs; y en mi caso, volví en marzo de 1986 a mi familia formada por mujeres, a mi madre con sus compañeras Madres de la Plaza. En 1984 habían regresado los Ferraro, y antes de ellos Ariel hijo. Empezaba la etapa argentina de nuestra vida dislocada, ciudadana definitiva de dos mundos no siempre en armonía.

Si es cierto que la mujer es más fuerte que el hombre, hay por ello más viudas: Alba quedó viuda en noviembre de 1985. Qué vacío dejaba Ariel padre. Alba empezó a frecuentar los trabajos pastorales de la Iglesia Santa Cruz, en el barrio de Once, junto a Lili, su querida amiga riojana esposa de Tito Paoletti. Lili y Alba, con otras mujeres, armaron bolsas de concreta ayuda a familias marginadas, nominaron plazas en homenaje a mujeres detenidas desaparecidas, cantaron canciones de Teresa Parodi vueltas por sí mismas a lo divino, participaron activamente de celebraciones en la Iglesia más fuertes que cualquier mitin político, y celebraron la memoria de los 12 de la Santa Cruz, detenidos desaparecidos en diciembre de 1977 y con cinco de ellxs identificados en 2005, cuyos restos lograron años después, como testigos firmes, la condena de concretos represores. Hoy se halla en el Aeroparque porteño el mismo avión desde el cual fueron arrojados en el mar; en fin, Alba y sus compañeras y compañeros colaboraron a hacer de esa parroquia amada un centro solidario de ardiente pasión y de evangelio actuante.

Secretaria de Abuelas de Plaza de Mayo durante numerosos años, ordenó allí la biblioteca, dio impulso a algunas tímidas Abuelas para que se animaran a hablar en escuelas, y fue ella misma un centro de acogida de alumnos e investigadores de todo nivel. Nos estremeció a todos, en el mismo momento que a ella (octubre de 2016), la noticia de que los análisis de ADN habían confirmado su condición de tía de un niño desaparecido por la dictadura: apareció Maxi, el hijo de su hermana Ana María Lanzillotto de Menna. Maximiliano Menna Lanzillotto había aceptado acercarse -portando sin saberlo el apellido de los apropiadores- a la CONADI (Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad), despreocupado del resultado de los análisis, pero luego estallando de asombro cuando el Banco Nacional de Datos Genéticos estableció tal resultado ese 3 de octubre inolvidable (y dicen algunos cristianos que Octubre es el mes de los ángeles de la guarda). Dos días después, las Abuelas triunfaban nuevamente en conferencia de prensa ante una sala atestada, con Alba y Estela Carlotto al centro del grupo conmovido de nietas y nietos y un montón de familia Pereyra y Lanzillotto. Un día más tarde Maxi telefoneó a casa de Alba y simplemente dijo que allá iba. En efecto, cuando Alba llegó de algún encuentro en sede de Abuelas y subió las escaleras de su casa en calle Palestina, encontró a Maximiliano mateando en medio de sus primos, con su esposa y sus dos chiquitos, uno más entre todos ellos como si siempre hubiera estado allí, tal como lo dijo. Su hermano Ramiro, allá en Chepes, La Rioja, con el corazón en llamas entre todos ellos. Notable fuerza de la sangre, que en este caso fue avasallante, cuando en general los hijxs o nietxs que encuentran su identidad afrontan durante meses, si no años, los arduos trajines penosos de la recuperación identitaria. Tres meses después, el médico de la Universidad Maimónides Maximiliano adoptó los apellidos paterno y materno.

Más tarde, en los atardeceres de sus muchos años, Alba regaba en el barrio de La Paternal las plantas que su yerno Osvaldo cultivaba amorosamente, acudía a escuelas donde su palabra era vivada por lxs chicos y vivenciada por lxs docentes, criticaba sabiamente el cinismo de algunos políticos publicado en los diarios Página/12 y Tiempo Argentino -únicos que ella leía-, escribía breves artículos para el diminuto y valioso periódico del grupo En Memoria del Pueblo distribuido en la Iglesia Santa Cruz, artículos que echaban sobre trozos de la realidad su luz certera, leía libros no barrocos sino de prosa tersa, recibía con gusto a las visitas, visitaba a su vez a familiares y amigos que pasaban malos momentos de salud o de ánimo, enriquecía el alma de la buena compañera peruana que la ayudaba durante el día. Era puro servicio sereno, reflexivo, de cadencia casi musical. Qué amiga grande ha sido Alba. Qué ayuda a la propia identidad, qué apoyo ha sido su amistad a lo positivo que logremos hacer. Podemos decir con Ariel:

Por eso, mis amigos,

Quiero ser este mismo

Que amasó con sus linfas monumentos de surcos

Y enalteció sus manos en todas las sustancias.

En fin, la perdimos hace un año. Ella misma: un don que nos fue dado.

Por eso amo la dádiva insondable del tránsito.

Todo tránsito es lumbre, creación y milagro.

María Adela Antokoletz

con nostalgia de Alba

con versos de Ariel