Muchos autores afirman en sus entrevistas aquello de que la patria es la infancia. Suele ser una negación, ñoña y sensiblera. No así cuando el escritor se presenta como "exiliado": es un término fuerte, que implica una toma de posición. Para Marcos Apolo Benítez, la localidad chaqueña de Juan José Castelli donde nació en 1983 fue el punto de partida de un éxodo en el que la literatura cumple función de corte, separación, alejamiento y afirmación de una nueva identidad.

Radicado desde 2001 en Rosario, donde se formó como psicólogo en la UNR y como psicoanalista siendo analizante de Juan Ritvo, Benítez produce un diario ensayístico en su muro de Facebook y además viene publicando en Buenos Aires una de las obras más intensas y honestas de la literatura argentina contemporánea. Su segundo libro, La paliza (Paradiso, 2017), puede leerse como continuación de Chaco. Odio en el Impenetrable.

Chaco fue publicado en 2015 por Santiago Arcos y subido en 2016 a bandcamp (https://narracioncutoff.bandcamp.com/) como proyecto musical de spoken word en colaboración con Paulo Carignano. La prosa de aquellos breves y cáusticos ensayos literarios reconoce un modelo de estilo en el esteticismo maldito de Pobre Bélgica de Baudelaire. Es muy apta para sonar como música sin melodía en la voz de su autor: una prosa cuyo cuidado por la materialidad del signo, cuya expresividad y cuya retórica la acercan al decir de la poesía.

"Así como algunos desean irse al cielo, otros desean irse al Chaco", escribía Benítez en su primer libro, anticipando el universo narrativo de La paliza: el infierno en vida. Lejos de idealizar la niñez, Benítez la define como cárcel, lugar de donde es preciso huir. El estilo de este segundo libro se diferencia claramente del primero. La paliza puede leerse como memoria autobiográfica o como novela de ficción en primera persona. Su tono es más distante que el de Chaco. La hipérbole poética es sustituida por un humor estoico y sombrío. No hay más cuentas que ajustar ni herida abierta. El pasado cicatrizó y dibuja en el cuerpo un mapa que ya no sangra. El dolor no grita en la escritura sino que se desliza tácitamente hacia la empatía del lector. Ampliando el poder crítico, el rencor es reemplazado por el desprecio.

Aquel niño deseoso de huir de sus padres convive de mala gana con violentos adultos infantilizados, pero tampoco se integra del todo a los rebeldes marginados por la sociedad y castigados por la policía. Sólo un abuelo, un ángel y la cima de un techo le proveen esperanza y amparo. El padre, un Homero Simpson chaqueño, "se la pasa armando encuentros entre gente que se detesta mutuamente". La casa de la tía apesta a muerte y una visita al cementerio le posibilita jugar entre las pequeñas tumbas de chicos de su edad. "Cuando llueve me refugio debajo de la mora. Es mi lugar de pensamiento. En lo que pienso es en matarme, en pegarme un escopetazo", narra en el presente del pasado. "Pienso en maneras de matarme. Pienso en la horca. La mayoría de los niños y adolescentes que se matan en el pueblo utilizan ese método".