Cuando la camioneta de Control Urbano cruzó por Roca a la calle Córdoba y tiró una alerta con la sirena y siguió camino, la mujer corrió a buscar su bolsón. Agarró los muñecos de Piñón Fijo, Peppa Pig y otros personajes famosos, y los guardó en menos de dos minutos. Acaso el tiempo que la camioneta tardaría en dar la vuelta manzana. "Si pasan de nuevo y no levanté, me sacan todo", dice. Hace dos años que busca la habilitación para la venta ambulante, pero no la consigue. A ella, supone, no le facilitan el trámite porque es extranjera. Algo de razón puede tener en un país donde la xenofobia está tan latente como la falta de oportunidades a quienes, con todo el derecho que establecen las leyes, apuestan por un trabajo en estas tierras. Pero, más allá de su nacionalidad, el episodio que le toca vivir ‑y que vive casi diariamente, dice‑ corresponde a una realidad que se ha ido afirmando sin distinción de identidades.

Será la situación económica. Será una de las consecuencias de los más de 22 mil despidos que hubo en Argentina en la primera mitad del 2017. Se hace inevitable, porque está a la vista, palpar el crecimiento de personas trabajando en la calle. Con estructuras de horarios propias, sin patronales que amenacen con el hambre, pero también sin la seguridad de tener al fin del día ese dinero necesario para parar la olla, o a fin de mes tener ese fajo de billetes que se va con los impuestos.

Los paños en las veredas, cuando se vienen días como hoy, se llenan de juguetes. En las plazas, en los parques, en las peatonales y en las calles que se acercan a las peatonales. Cuando es el día del padre, o la madre, se llenan de otras cosas. Y así pasan los días: acomodando la oferta a la demanda. Especulando con la moda, con la necesidad. Mirando el pronóstico, para aprovechar las nubes densas y sacar los paraguas, para ofrecerlos a los gritos en la calle. Y los días de sol serán churros, pastelitos, tortafritas, bolas de fraile, panes rellenos, y todo lo que pueda producirse con una inversión mínima esperando que la venta, al menos, alcance para cubrirla. Es un micromundo de competencia descarnada: vende el que está más cerca del hambriento, del mojado, del que tiene que comprar un regalo.

Dice este joven de 32 años que no da su nombre, que hace dos años tira currículum por las calles y que no hay caso. "Hago esto porque no puedo conseguir trabajo. Así, resumido y rápido", dice. Por ese motivo hace dos años que diariamente coordina con su madre la producción de maní cervecero, alfajores de maicena, bocaditos de chocolate, pizzetines y todo lo que pueda entrar en su bandeja de mano y el bolso que carga en su espalda. En quince minutos recorre veinte metros del Parque España. Divide los tramos en tres partes y los camina las veces necesarias para que no quede ninguna persona a la que no se le ofrezca. Camina los parques y las peatonales todos los días, de 15 a 20. Por la mañana, de 9 a 13, recorre los locales de barrio Fisherton. Y cuando puede ayuda a su madre en la producción. "Me alcanza para mis gastos", acota y explica que no son tantos porque vive con sus padres.

Un par de metros más al sur están Omar y María Laura. Sentados, con vista al río Paraná, recibiendo con plenitud el sol de media tarde: como el resto de las cientos de personas que pasan el día en el margen de césped de la ciudad. Pero ellos tienen su mesa, con sus facturas, churros y pastelitos que ofrecen por unidad o en combo de oferta. No producen. Compran y revenden. También con rutina: de 15 a 18.30, o hasta que la gente se empieza a ir del parque. Omar, que tiene 45 años, también trabaja por la mañana repartiendo alimentos congelados a bordo de su camioneta. Dice que lo alivia no tener que pagar alquiler, pero que desde que lo echaron de Silcar Autoelevadores la llegada a fin de mes es una carrera incierta.

 

“Hago esto porque no puedo conseguir trabajo. Así, resumido y rápido. No hay mayores secretos”, dice un vendedor.

 

Omar y María Laura dependen, en gran parte, del bolsillo del ciudadano, del que no prepara algo de comida en su casa y elije comprar en el parque. Aunque reconocen algún tipo de remontada durante agosto, saben que la mano viene dura hace meses. Recuerda, como si hubiera nostalgia en la anécdota, ese día en el que vendió la mayoría de pastelitos en el trayecto que hizo desde que bajó de la camioneta hasta que instaló la mesa. Después la cosa se puso dura. Y ahí todo se complica: la mayoría de alimentos no se pueden refrigerar y en caso de no venderse se descartan el mismo día, provocando una pérdida del cien por cien. Cuenta Omar que a su edad las empresas no lo toman. Que por eso recurre a la venta ambulante, aunque no pierde las esperanzas.

Describe Roberto Arlt, en La tragedia del hombre que busca empleo, a las personas que andan con el aspecto de haber sufrido una decepción. De los que circulan "rumiando desconsuelo". Habla de las largas colas en comercios que, avisaron por el diario, necesitan empleados. En esta ciudad, que es una aguafuerte en sí misma, hoy carecen hasta las ofertas de empleo. Por eso crece la venta ambulante.

Ya no son solo estudiantes que buscan un mango entre horas de ocio y estudio. Ya no son solo personas que no quieren "entrar en el sistema". Están, desde siempre, los que el sistema dejó en el margen, los que tambalean en la clase media acomodada cada vez más incómoda. Muchos de ellos, hoy no tienen habilitación. Porque no la pueden conseguir. Como Omar y María Laura, o como la mujer que corre para que Control Urbano no le quite sus peluches. Como si hubiera temor a conocer las estadísticas, desde la Dirección General de Habilitación de Industrias, Comercios y Servicios de la Municipalidad de Rosario, no brindan datos de cuántas habilitaciones de venta ambulantes hay vigentes y cuántas están en lista de espera.

"Además de que cuesta conseguir laburo, tener el permiso de venta ambulante es imposible", dice Omar. Y entra en una descripción kafkiana de la burocracia municipal: aparece un uniformado de Control Urbano o la Guardia Urbana Municipal, le pide la habilitación, como no la tiene le hacen un acta, y le avisan que vaya al edificio de la ex Auduana, a la oficina de la Dirección de Habilitación, para tramitarla. Lo que no sabe el agente es que ese trámite, que demanda la ordenanza municipal 7.703, está estancado en una lista de espera que nunca avanza. Que hay personas que iniciaron el trámite hace dos años y siguen esperando una habilitación que no llega. Que en el mientras tanto hay que seguir saliendo a la calle a ofrecer esperando vender sin tener que salir corriendo. Que hay cosas, como el hambre, que no pueden amoldarse a los perezosos tiempos de la burocracia.