Las antiguas historias amorosas de repertorio y creación, las que refieren casos de hazañas, fortunas y bohemia no son demagógicas, como no lo es ninguna producción de la literatura cancionística legítima. Son apasionadas y tristes, y uno de los motivos que prefieren es la muerte del amor, esa muerte que en un juicio popular ha declarado no menos santa que la del mártir que atestigua la fe. Muchas letras se han perdido, otras han hallado la piadosa manta del olvido y otras se ignora como han trascendido a veces de forma incompatible con el buen gusto o la calidad. Esta es la saga de algo que pudo haber sucedido cordialmente pero lo hizo a los empujones. Ibamos en pleno febrero por esas calles largas del sur con el Topo Carbone vendiendo -o intentando hacerlo- bolsitas de nylon en negocios. Fue una inspiración malsana la que se le ocurrió cuando sugirió que fuéramos a lo de Don Braulio, el brujo amigo de una pariente suya, pues estábamos sedientos y el pasillo quedaba ahí nomas a unos pasos. Fue verlo y contemplar a Satanás. Me detuve en el mármol de la entrada. El tipo sonrió con una dentadura caballuna y movió el brazo como si penetrásemos a un castillo. El patio, repleto de plantas y gatos, era acogedor, pero el brujo no dejaba de mirarme.

‑Sos puro orgullo, no vas a poder contra el mundo -señaló mirándome. Me tomó el brazo flaco:

‑Por acá pasa la línea que todo lo puede y está truncada por tu mal empeño y tu necedad. Así se expresó con esas palabras casi litúrgicas que lograron descomponerme. El Topo me dio agua. Lo miraba con furia al Brujo pero no me podía mover. Mi compañero estaba tentado por la situación. Apareció entonces un mancebo entre la foresta con una guitarra y se sentó saludando con un mohín. Llevaba lentes oscuros. Ignorábamos las leyes de la razón, la descarnada forma de presentarse al aluvión que ocurre cuando se abre un cortinado en algún lugar; lo que no podemos es descifrarla y menos aún describirla. Pero lo que esa tarde oímos era inclaudicable como un cielo, como un sueño. Cantó y tocó para nosotros, y muy suavemente arguyó que eran temas propios. Pasó un universo de tiempo luego: llovió, nos guarecimos bajo el alero, volvió a llover y el aroma a los cardos se sentía casi como un sacudón. El Topo me zamarreba al brazo. ‑Vamos yendo, ya es de noche.

No sé como me fui, pero recuerdo haber saludado al compositor. Cuando lo hice recién ahí me di cuenta: tenía los ojos velados por una ceguera. El Brujo vino a saludar, pero ya no me asustaba; había conocido la verdadera magia y su vertir de sombras negras me hacían cosquillas. ‑Volvé cuando quieras, -invitó mirándome detenidamente con la mano en el picaporte para dar miedo.

‑Voy a volver cuando se me canten los huevos o usted sea un fiambre. La profecía, al breve tiempo, se cumplió y regresamos al lugar. Una flaca con una carpeta atendió: era la vendedora del inmueble ahora vacío. Pregunté por los habitantes y nada me supo decir. ‑Acá murió alguien, dijo empequeñecida. Y la verdad, esta casa me da escozor. Se subió el cuello como afiebrada. Con el Topo buscamos al ciego por distintos lugares de la ciudad. Una vez creímos verlo en una gomería, pero era un ciego simple. Otra vez, en una tapicería, pero era el vecino postrado. Hasta que una tarde lo descubrimos por la vereda de enfrente de Virasoro: llevaba delantal gris y pegado al pecho, infamemente un cartón con los billetes de lotería. Lo crucé: ‑Soy yo, tu admirador.

Hizo un gesto como de caballo asustado. ‑No sé quien es es usted joven... ¿Quiere un número? El Topo otra vez se rió. Luego se puso serio. Alguien, algun hechizo poderoso y terrible lo había encadenado al yugo.

Lo tomé del brazo: ‑¿Qué hiciste de tu vida? ¿Eh? ¿Qué te hicieron?

-Nada, nada.

Miraba, era una forma de decir, hacia la nada misma.‑Dejeme señor, no me pregunte cosas... hay que trabajar ¿sabe?

Sí, supe que la tragedia le habia caído como un oponente sagrado y monstruoso sobre su vida, sobre su almita presa de canario. Lo dejé proseguir, pero dudó. Se dió vuelta, se extrajo los lentes oscuros y desde lo hondo de sus pupilas muertas pareció sopesarme. ‑Vos, vos sos muy terco y eso te va a matar y a la vez te va a ayudar. Solo recordame, recordá lo que hice y pasaselos a todos lo que puedan. Yo ya no puedo. Luego el horizonte se lo tragó. Nos quedamos mudos y solos con el Topo, apoyados en la persiana. Yo fumaba y me temblaba la mano. ‑Vamos, dijo. Luego, en los días siguientes, como un loco me encerré en la casa de mis viejos a componer. Había entendido el mensaje. No comía no dormía, salía a caminar con el pecho alterado como un tambor repicando. Debíamos hacer algo, dejar una marca, mostrar al mundo de las canciones melódicas y las chicas siempre lejanas, con sus perfumes y su futuro de casamiento seguro con un bancario, que otra vida era posible. Eramos jóvenes para morir, para que nos cazaran como conejos, que la Cultura nos dominara, que seamos parte del resto que solo pensaba en ir a bailar los fines de semana y callarse porque de lo contrario te metían preso. Más de una vez la policía nos detuvo, mas de una vez volaron los cachetazos y el miedo, pero eso solo era una pequeña combustión que no quemaba: estábamos para resistir y escribir y componer y salir airosos, y burlarnos y llegar hasta la Montaña Mágica que nos habíamos propuesto escalar. Yo era el Quijote y el Topo un Sancho Panza flaco y exótico. Ambos estábamos locos. Ambos comprendimos que deberíamos encontranos con el resto de la Trova que aún no se llamaba así para pasarle como podamos, con nuestra mala lectura y memoria esquiva lo que ya sabíamos, a lo que nos habíamos asomado. Un ciego y un brujo nos habían abierto la puerta. Tanta luz es proporcional a tanta tiniebla. Un camión del ejército pasó lentamente como para recordarnos en que tierra nos encontrábamos y en qué peligros. Pero ya era tarde, no se podía volver atrás.