Hedi tiene toda su vida planificada. Con solo 25 años, trabaja como agente comercial de Peugeot en la ciudad costera de Mahidia, vive con su madre en Kairouan, a unos kilómetros de allí, y asiste a los últimos preparativos de su matrimonio con Khedija, convenido bajo el rito musulmán. Todas las decisiones que delinean su presente y futuro son tomadas por otros: por su jefe que le asigna una campaña local para atraer nuevos compradores a la firma, por su madre que contrata músicos para el casamiento y elige el menú con sus suegros, y por su hermano mayor que llega de vista desde Túnez para ajustar los últimos arreglos de la ceremonia y dar su bendición de hijo pródigo. Hedi acata pacientemente cada orden, cumple cada encargo, asiente cada pedido. Su semblante apenas se inquieta con algunos ecos de su silenciosa incomodidad. Por momentos parece un volcán expectante a punto de entrar en erupción, en otros parece que ya nada le importara y hubiera decidido dejarse llevar por las corrientes ajenas. Lo interesante de La amante, ópera prima del tunecino Mohamed Ben Attia y gran revelación de la edición 2016 de la Berlinale, es la paciente construcción de esa contradicción interna que trasunta Hedi, constreñido entre una furia subterránea y desgarradora, y la secreta tentación que le ofrece el deber y el conformismo. 

Producida por los hermanos Dardenne y con un recorrido internacional más que prometedor, La amante encuentra en la vida de Hedi los ecos de los tiempos recientes que ha vivido Túnez. Situada en el norte de África, esta ex colonia francesa había atravesado numerosos gobiernos autoritarios, que contaban con el beneplácito de los Estados Unidos y las distintas potencias europeas, hasta que en 2010 la llamada Revolución de los Jazmines dio inicio a un nuevo e incierto proceso democrático. Aquella crisis, protagonizada fundamentalmente por los sectores más jóvenes de la población civil, dio lugar a un notable cimbronazo en el mundo árabe. “Lo que me interesó de hacer la película fue encontrar ese paralelo –cuenta Ben Attia a la revista Variety–. Seis años después de la revolución aun estamos atravesando ese proceso de ensayo y error. Como Hedi, al principio creemos que todo es posible, y de manera inmediata. Nos vemos inmersos en una especie de ensoñación. Como los enamorados, creemos que somos fuertes e invulnerables. Hoy sabemos un poco más sobre nosotros mismos, y cada día continuamos aprendiendo”. Y es esa revolución que agitó Túnez desde sus mismas entrañas, la que también convulsionó la vida de Hedi el día del encuentro con la enigmática figura de Rym. 

A una semana de la celebración del matrimonio y el ajuste de los últimos detalles, Hedi reparte sus horas entre los clientes de la automotriz y la presentación oficial con los padres de su novia. Por las noches, concreta castas citas de incógnito con su futura esposa, y durante el día soporta estoico las constantes órdenes de su madre. Si Khedija es una mujer fantasmal, apenas la figuración de un deber, su madre es la dimensión concreta de todo dominio, es la voz rectora de su vida, el cuerpo en cuya presencia se materializa el poder. Es ella quien decide la casa en la que va a vivir, el color de su traje, el trabajo que le espera y hasta a quién se parece físicamente. Para Hedi, la única salida posible de la órbita materna parece ser el viaje laboral a Mahidia, y será en esa ciudad de sol y playa donde conocerá a la otra mujer de su vida. Con su pelo enrulado, sus ojos azules e intensos, y su espíritu itinerante, Remy emerge como un horizonte lejano e insondable. Trabaja en el hotel donde Hedi se aloja para cumplir su jornada laboral y pronto se irá de viaje a Francia, luego a Inglaterra, o donde el destino la lleve. No responde a mandatos ni tiene ataduras. Su presencia abre para Hedi un tiempo suspendido, en el que puede ser otro, vestirse de otra forma, sentirse libre por primera vez. 

Si bien esa asociación entre el destello idílico del primer amor y la sensación de autonomía recién descubierta no es una novedad, es interesante como Ben Attia la estructura sin perder frescura ni autenticidad al delinear su universo. Nunca sus personajes son ideas encarnadas: esa lectura de dimensiones políticas convive con las emociones con las que ellos viven sus pasiones o sufren sus desengaños. Hedi puede representar a la juventud de su país, a los dilemas de una nación, a los conflictos de un tiempo de encrucijadas. Pero también es él, con sus broncas, sus frustraciones, sus debilidades. Uno puede sentir su hastío cuando apaga sus dos celulares luego de tantos llamados insistentes. Puede acompañar su emoción cuando descubre la humedad de la arena en la playa o la calidez de los besos de Remy. Aquello que parecía escindido entre dos órdenes, el de su empleo y el de su familia, entre dos teléfonos, entre dos ciudades, de pronto se amalgama en la experiencia de un sentimiento que lo hace único, indestructible. 

Hay una secuencia que se repite varias veces en la película. Hedi se sube a su Peugeot, donde lleva el traje y la corbata que viste como vendedor, donde también se cambia las zapatillas deportivas por los zapatos negros y lustrados, y atraviesa la distancia que separa su ciudad natal del hotel en Mahidia. Va y vuelve, una y otra vez. En esa ruta entre Kairouan y el entorno costero, que parece conocer de memoria, las calles son estrechas y sinuosas, como trazos apenas definidos en un territorio oscuro e incierto. La cámara enfoca una y otra vez ese camino desolado, eco de su presente sumergido en la negrura, apenas visible entre tanto agobio. Sin embargo, al mismo tiempo, ese espacio sin coordenadas, sin límites precisos, es en el que todo puede pasar, en el que cualquier destino puede concretarse en el arribo. “Aquellos que no han vivido las años previos a la revolución no pueden entender la dulzura de la vida”, rezaba la frase de Talleyrand al comienzo de la obra de juventud de Bernardo Bertolucci, Antes de la revolución. Y para Hedi será ese recorrido entre ciudades, esos días de miedo y euforia, ese amor repentino e intenso que le revoluciona los planes, la verdadera antesala del resto de su vida.