Ian Curtis fue un cantante y letrista de una rara capacidad mediúmnica: sus canciones e interpretaciones con Joy Division transmitían emociones desesperadas y furiosas, ocultas tras una austera fachada manchesteriana. Cuatro eran los que integraban Joy Division: Curtis, Bernard Sumner, Peter Hook y Stephen Morris, pero Ian era los ojos y los oídos de la banda. Fue quien los condujo hacia territorios desconocidos: canciones como “Dead Souls” que, gélida como una tumba, poseen la infinidad infernal de Gustave Doré. 

Es fácil olvidar –ahora que Manchester es un centro musical internacional– lo aislado que estaba Joy Division. En una época en la que la principal forma de promocionarse era a través de publicaciones semanales especializadas, Joy Division rehuía de las entrevistas: sobrevivía y prosperaba gracias a sus recitales, pins, singles y el boca a boca. Sólo durante sus últimos seis meses surgió una prensa juvenil moderna: revistas de moda como The Face y i-D o shows de acceso público como Something Else, al que Joy Division tomó por asalto con una interpretación maniaca de “She’s Lost Control”.

Joy Division no era punk, pero fue directamente influido por su energía. Al igual que el punk, utilizó la música pop como un medio para sumergirse en el inconciente colectivo, sólo que esta no era la Londres de Dickens, sino el Manchester de De Quincey: un entorno sistemáticamente degradado por la Revolución Industrial, cercado por páramos lúgubres, con el olvido como única salida posible. Manchester es una ciudad cerrada, canceriana, como Ian Curtis: él continúa siendo el mayor cantautor de la ciudad; captó su espacio y claustrofobia a través de un gótico contemporáneo. 

Manchester es también una ciudad importante para el soul: se inhala la música dance de los afroamericanos junto con la humedad y la contaminación. Cuando le pidieron que compusiera una canción basada en el clásico de soul norteño “Keep on Keeping On” de N. F. Porter, Joy Division tomó el riff compulsivo original y voló hacia otra dimensión: “Trying to find a way, trying to find a way... to get out!” (“Tratando de encontrar un camino, tratando de encontrar un camino... ¡para escapar!”). A pesar de la oscuridad de la letra, aún puede rastrearse la alegría y el optimismo rudo del original, como una pista-guía borrada en el master.

Yo vivía en Manchester por ese entonces, un londinense transplantado al noroeste; Joy Division ayudó a que me orientara en la ciudad. Veía aquel entorno nuevo a través de los ojos de la banda –“Down the street, the houses look the same” (“Por la calle, las casas lucen todas igual”)– y podía sentirlo a través de la poderosa atmósfera que generaba en sus discos y recitales. Su primer álbum, Unknown Pleasures, lanzado en junio de 1979, definió no solo una ciudad, sino también un momento de cambio social: según el escritor Chris Bohn, ellos “registraron el efecto corrosivo que tuvo sobre el individuo esa época cautiva entre el colapso impotente del humanismo laborista tradicional y el inminente triunfo cínico del conservadurismo”.

En vivo, Joy Division rockeaba, muy fuerte, pero eso no era todo. Ian Curtis podía ofrecer una performance tan intensa que uno se veía obligado a abandonar la sala. La mayoría de los intérpretes mantienen cierta distancia con el público: lo que suele llamarse puesta en escena o manierismo es, en realidad, una necesaria autoprotección psíquica. Rodeado por sus ansiosas cohortes protectoras –Bernard Sumner y Peter Hook–, Ian Curtis subía al escenario, miraba a su alrededor y se rendía ante sus visiones, y eso no sucedía en el entorno controlado de un auditorio o un estudio, sino en clubes minúsculos y mal equipados, en los que, de un momento a otro, podía estallar la violencia. 

Cuando sos joven, muchas veces la muerte no es parte de tu mundo. Para muchos de nosotros, el suicidio de Ian Curtis en mayo de 1980 representó la primera vez que nos topábamos con la muerte: el resultado fue un shock tan profundo que se convirtió en un trauma no resuelto, un quiebre en la historia social de Manchester que persistió incluso durante la promoción mundial de la ciudad como Madchester, y durante el éxito continuo de New Order, la banda formada por el trío de sobrevivientes de Joy Division. Como el mismo Curtis cantó en “Komakino”: “Shadow at the side of the road/ Always reminds me of you” (“Sombra al costado del camino/ siempre me recuerda a vos”).

Deborah Curtis fue la última persona que vio con vida a su marido. En el nivel mas elemental, sus memorias constituyen un exorcismo de los sentimientos de pérdida, culpa y confusión que surgieron luego del acto de violencia cometido en la casa que compartían en Macclesfield. También trata un tema que ha sido muy rumoreado, pero nunca bien conocido: la vida emocional de Ian, el más reservado de los hombres. Mucha de la información contenida en este libro nunca fue puesta por escrito; un acto de revelación que muestra cuán profunda es la necesidad de romper las cadenas de la taciturnidad manchesteriana. 

También trata un tema que siempre está presente, pero rara vez es discutido: el rol de las mujeres en el masculino y muchas veces machista mundo del rock. Deborah Curtis fue la esposa que siempre apoyó a su marido, aunque fue dejada atrás. Hay una escena escalofriante en la que Deborah, ya muy avanzada en su embarazo, va a un recital de Joy Division y es atacada por un conocido porque no es lo suficientemente glamorosa, ya que, en sus propias palabras, “¿cómo podemos tener una estrella de rock con una esposa embarazada de seis meses al lado del escenario?”. Y así comenzaron los actos de crueldad. 

Este libro también formula otra pregunta, tan inquietante como imposible de responder. Deborah Curtis escribe sobre la realidad detrás de la máscara, el hecho de que Ian Curtis tenía una enfermedad –epilepsia– que empeoraba con las exigencias propias del escenario. En efecto, su hipnótico estilo escénico –brazos contorsionados, mirada brillante y baile espasmódico y frenético– imitaba los ataques epilépticos que sufría en su casa y que a sus allegados les ponía la piel de gallina. ¿Acaso la gente admiraba a Ian Curtis por las mismas cosas que lo estaban destruyendo?

Festejo el coraje que mostró Deborah Curtis al escribir este libro, y creo que ayudará a cerrar una herida que lleva ya quince años abierta, Quizá nos ayude, además, a entender la naturaleza de la obsesión que continúa acechando a la cultura del rock: la idea romántica del artista atormentado, demasiado rápido para vivir, demasiado joven para morir. Este es el mito que comenzó con Thomas Chatterton y todavía vive a través de Rudolf Valentino, James Dean, Sid Vicious, Ian Curtis y Kurt Cobain. Touching from a distance muestra el costo humano de ese mito.