Estar desocupado es ir convirtiéndote, día a día, en una especie de fantasma. Al principio te lo tomás con mucha valentía y poca resignación: ya vendrán tiempos mejores; todo lo que hice hasta ahora en verdad no era para mí; algo mejor me espera a la vuelta de la esquina menos pensada. Pasados los días -los meses‑ la situación puede cobrar tintes siniestros y hasta masoquistas. Hay que evitar las malas juntas y los opinólogos de café, concentrarse en los objetivos, no gastarse en nimiedades. Aprender a estar desocupado es un aprender fiero pero un aprendizaje que aquel que no encuentra ocupación se ve en la necesidad de atravesar.

El desocupado es, por sobre todas las cosas, una persona que está sola. Una persona -hombre, mujer‑ a la que la sociedad le hace sentir en todo su peso que no es necesaria. Como bien señala el joven Piglia: la soledad es amable si hay alguien en la periferia, el solitario nunca es Robinson Crusoe sino alguien en medio de la multitud a quien nadie conoce. El desocupado es un desconocido en un mundo de conocidos. Al menos así se lo imagina, en su trafagar diario por una ciudad a veces enemistada, a veces malherida de tanta ocupación.

Los sabios que han pasado otras crisis -la del alfonsinismo, la de los noventa, la del 2001‑ aconsejan que lo fundamental es estar siempre en la calle, no perder el ritmo. Con los pocos pesos que a uno le quedan irse a tomar un café, a un bar cualquiera, a leer el diario. Lo importante, en todo caso, es no perder refinamientos: tener los zapatos lustrados, la camisa planchada, la barba en compostura. Estar con el instinto felino a flor de piel, siempre alerta. Olvidarte que hubo un pasado mejor, cuándo no. Olvidarte de las pretensiones sin dejar de olvidar el amor propio. Aprender a moverse como un visir sin un rey al que aconsejar, seguro de sus capacidades, en medio del desierto.

La sociología, la estadística, la historia, la política estudian la desocupación. También lo hacen psicólogos de todo calibre y maquillaje, defensores de la precariedad humana que aparecen en algún club televisivo. El desocupado, sin embargo, no tiene voz, no tiene patrimonio. Se lo reclama, en todo caso, para que con letra quebrada y pestañas de desconsuelo cuente sus infatigables travesías. Porque para el desocupado la casa, su hogar propio, se transforma en una cárcel que amuralla sus instintos. Ya no encuentra complacencia en las actividades lúdicas de lo hogareño, pues cada actividad cotidiana es el reemplazo de su falta de trabajo. Prender la computadora se vuelve trabajo. Cocinar se vuelve trabajo. Limpiar la mesada. Hacer las compras. Lo importante es a cada momento saber rellenar el espacio, volverse especie de mercurio, sabiduría de río. Atravesar la ciudad en un mapa mental que no encuentra punto seguro, donde la convalecencia es precaria y aquella metáfora darwiniana tan cierta.

Aún no he hablado de las preguntas, un peso adicional a todos los descriptos: ¿a quién culpar? ¿Al gobierno? ¿A las empresas? ¿A la falta de emprendimiento personal? ¿A la familia? ¿A la clase a la que se pertenece? ¿A la carencia de motivación? Día a día, doblegado por ese hábito harapiento de hojear los clasificados, los interrogantes se multiplican. ¿Debería haberme formado en contaduría? ¿Debería haber hecho un curso acelerado en Oracle? ¿Debería haber perfeccionado mi inglés, haber adiestrado mi lengua en santiguar botas? El desocupado busca culpables y los razonamientos terminan por caer, poco generosos, sobre sí mismo. ¿Por qué me ha tocado a mí? ¿Qué he hecho yo para merecerlo?

Rousseau dijo alguna vez -hermosa frase‑ que el verdadero inventor de la sociedad fue aquél que cercó un terreno, exclamó con vos de capitanía "esto es mío", y encontró gente lo suficientemente estúpida para creerle. ¿Quién es el dueño del trabajo en un mundo de trabajadores? ¿Quiénes son aquellos que deciden, mediante la indiferencia o la acción, cuándo trabajar, cuándo no? ¿Quiénes trazan los sistemas de prioridades? ¿Quién decide qué y cómo se distribuye?

El desocupado es un hombre que se sabe libre. Libertado de toda atadura que lo une a un patrón, de todo anegamiento que lo hunde en la disciplina ajena, el desocupado es alguien que entiende que no hay nada más célebre y espantoso que la libertad. Si para Camus la única manera de ver la historia, en su completud, es siendo Dios, el desocupado es ese demiurgo efímero de una economía en constante crisis. Al estar en ningún domicilio fijo, al encontrarse desatado de toda manía de caparazón, el desocupado se transforma en el caminante rapaz que todo escucha, que todo huele y examina. El desocupado es aquel escribiente privilegiado que puede narrar las penurias de este, nuestro tiempo.