Salimos de la escuela apuradas. Vamos con nuestros guardapolvos blancos y los portafolios de cuero. Los revoleamos. Volvemos a agarrarlos.
Caminamos por la calle de tierra en dirección a nuestras casas. Hoy no nos detenemos a jugar en las zanjas como otros días.
Mi papá me prometió llevarme al campo y tengo que estar lista a las dos.
Me despido de Élida hasta el día siguiente y entro a la galería desabrochándome el delantal.
Es primavera. Hay buen sol pero el aire todavía está fresco. Los pisos están mojados por la humedad. La cocina me recibe con olor a milanesas. Mi papá come apurado para poder tirarse un ratito antes de volver a salir.
Sobre la mesada, el cajoncito de madera donde están el equipo de mate, varias botellas de amargo serrano y de agua, y una pila de sándwiches de milanesa, que mi mamá acaba de preparar.
Están ensilando y se trabaja de sol a sol. Para mí suena a aventura asegurada.
Aparece Stella en la bicicleta, vestida con ropa que se puede ensuciar, y una bolsa de tela con galletitas, pan con queso y otras vituallas para la merienda. Yo también estoy lista y con mi bolsita preparada.
Son las dos. Saltamos a la caja de la camioneta y nos acomodamos en el piso contra la cabina. Adelante van mi papá, mi hermano y el vecino de enfrente, que está contratado como ayudante para esta tarea.
A 500 metros el pueblo termina y tomamos un camino rural. A unos cinco kilómetros está la casa del campo. Allí viven los tamberos.
El aire huele distinto, los pájaros trinan con fuerza, las ruedas levantan tierra porque hace mucho que no llueve.
Nos arrodillamos y miramos hacia adelante por encima de la cabina para que el viento nos despeje los ojos.
Llegamos.
Hay bastante gente. Algunos vecinos que vinieron a ayudar con sus tractores y sus acoplados; muchachos jóvenes y musculosos que fueron contratados para la ocasión, con sus camisas transpiradas y las gorras calzadas hasta las orejas. Son los que manejan las horquillas para desparramar las cargas de maíz picado, que se vuelcan sobre el silo.
Con Stella nos sentamos sobre el eje trasero del acoplado y vamos recorriendo el potrero a los saltos. Rasino nos ve.
—Armando, sacá a las pibas de ahí. ¡Si se desengancha la traba, el acoplado volcador las aplasta!- se aleja puteando en piamontés.
Nos bajamos rápido y nos vamos caminando hacia el bebedero. En los charquitos está lleno de mariposas amarillas y anaranjadas. A las que están muertas les sacamos las alas y nos decoramos los brazos.
Nos arrimamos al otro tractor que arrastra a la picadora. Es como si fuera un gran ganso rojo que escupe por su pico abierto una gran cantidad de pasto que se acumula en el acoplado. Aprovechamos una distracción para treparnos y recibir ese chorro que se nos pega en la ropa, en la cabeza; saltamos, nos tiramos, como si fuera una cama elástica.
El tractorista nos ve y nos hace bajar. Nos sacudimos, riéndonos a carcajadas, y nos rascamos con fuerza. Cómo pica el pasto metido en la ropa.
Llega la hora de la merienda.
Recogemos nuestras bolsas de la camioneta y caminamos hacia el límite del potrero. Todo el campo está bordeado de paraísos que plantaron hace muchos años mis bisabuelos. Los troncos son enormes y algunos están huecos. Las ramas ya tienen sus hojitas verde pálido. Elegimos uno que se ve sano y trepamos por el alambrado hasta la copa. Nos acomodamos y hacemos nuestro picnic.
El sol empieza a teñirse de dorado, bajamos satisfechas y caminamos hacia la camioneta. Nos acomodamos en la caja con las caras y el cabello cubiertos de tierra y con manchas verdes en la ropa.
La jornada terminó. Están acomodando las herramientas. En unos minutos, mi papá arranca el motor y enfilamos hacia el camino que nos lleva de vuelta al pueblo.
Nos miramos, felices.