Iba a ser una celebración. Una fiesta elegante aunque sin exceso de bronce: después de todo, Nick Cave  conserva un aura de peligro y de incomodidad a pesar de su consagración. Nadie esperaba que el cantante sulfúrico de The Birthday Party, banda nacida en la escena tóxica y brillante del post-punk de Melbourne, Australia, llegaría a ser un cantautor respetable y prestigioso. Cuando emigró a Londres en los ‘80, él y su banda fueron recibidos con asombro y un poco de desdén. Eran demasiado salvajes, intencionalmente cavernícolas: sobreactuaban su condición de coloniales recién llegados a la metrópoli y cantaban sobre choques de autos, autocompasión, excesos, celos enfermizos. Eran, además, más o menos todos yonquis y autodestructivos. Por ejemplo: el bajista de The Birthday Party, Tracy Pew —que parecía un cowboy del infierno con su bigote y sus pantalones de cuero brillante– murió en 1986 de una hemorragia cerebral después de una crisis epiléptica. La banda parecía encaminada a la inmolación y sin embargo quedó en la historia como la más intensa y diferente de su época. Nick Cave, una vez desprendido de sus compañeros -salvo del ladero Mick Harvey– se empecinó en una carrera y formó los Bad Seeds y se mudó a Berlín y casi treinta años después ya no era más un chico desesperante sino un cantautor notable con un filo que lo distinguía de sus contemporáneos gracias a su malhumor, su horrible relación con la prensa, todas esas canciones de sexo y violencia y tormento y shows en vivo donde pasaba de crooner seductor a predicador demente soñado por Flannery O’Connor. 

Era el momento, en septiembre de 2015, de celebrar esa carrera ganada a mordiscones. Cave quiso que Lovely Creatures, el lujoso box–set con lo mejor de los Bad Seeds entre 1984 y 2014 se editara justo un año antes de que él llegara a los 60 años. Y que fuese una recopilación exclusivamente de la banda: no incluiría su música para películas, ni ninguno de sus textos literarios ni su proyecto ultra rocker paralelo, Grinderman. Treinta años de una de las mejores, si no la mejor, banda del mundo y autocelebración de su inquieto cantante y compositor, ya establecido en la ciudad inglesa de Brighton, con oficina de trabajo, casado con la fascinante modelo y diseñadora Susie Bick, padre de cuatro hijos, dos de ellos mellizos. Un señor que mostraba su imaginario y su proceso creativo en películas como el notable docuficción 20.000 Days on Earth (2014); que consiguió que Johnny Cash, uno de sus ídolos, grabara su canción “The Mercy Seat”; que escribió la banda sonora de películas nominadas al Oscar como Hell or High Water (2016) pero también metió temas en series de televisión divertidas como True Blood. Era momento de celebrar este triunfo, esta amplitud, este moverse en todos los terrenos con comodidad.

Con su esposa Susie Bick y su hijo.

Y entonces, cuando estaba todo listo, Arthur Cave, su hijo de 15 años, uno de los mellizos, se cayó de un precipicio en Ovingdean, cerca de su casa de Brighton y murió casi instantáneamente por las heridas en la cabeza que le produjo el impacto. Estaba con un amigo: habían decidido tomar ácido,y por qué hacerlo ahí arriba, por qué en un lugar tan peligroso e inhóspito son preguntas irrelevantes para la impertinencia adolescente. “Está claro que no sabía qué era realidad y qué no”, dijo el médico responsable de la autopsia. “Es imposible saber qué pasaba por la cabeza de Arthur o lo que estaba viendo”. Era la primera vez que el chico tomaba LSD y había googleado sus efectos, como cualquier adolescente. Estaba solo cuando cayó: su amigo cuenta que en  algún momento se separaron. Arthur estaba teniendo un mal viaje; el amigo también. 

Los días posteriores a la muerte de Arthur fueron de decoroso duelo y de opiniones en voz baja. Mientras en Brighton los amigos del adolescente y su hermano le dejaban cartas cerca del frágil cerco de alambre que se llevó puesto al caer, fuera del círculo íntimo, entre los opinadores del mundo, se hablaba en términos supersticiosos. Nick Cave escribió sobre la muerte desde el primer día de su carrera. En “Dead Joe” de The Birthday Party, en 1982, contaba el accidente de un auto lleno de adolescentes: “Bienvenidos al choque/ Ya no se distinguen los chicos de las chicas”. Su obsesión y amor por Elvis Presley también salió a la luz: Presley era mellizo y su hermano, Aron, murió en el parto. Por eso el segundo disco de The Bad Seeds se llama The Firstborn is Dead (1985), es decir, “el primogénito ha muerto”. En su novela The Death of Bunny Munro (2009) el protagonista –uno de esos alter egos grotescos de Cave– se la pasa en un auto manejando por Brighton con su hijo, a quien descuida hasta la muerte literal. En La canción de la bolsa para el mareo (2015), su último texto literario publicado, un diario poético de gira, vuelve una y otra vez sobre el recuerdo obsesivo de un niño que en Wangaratta –el pueblo semirural de Victoria donde creció– se cayó de un puente. De hecho, el libro está dedicado a ese chico. “Había caído sobre el pilote de hormigón que sujetaba el puente por debajo del agua y se quedó inconsciente. Se ahogó. Lo encontraron un par de días después enganchado en las ramas de un árbol a medio talar… De repente, me siento invadido por una clase de tristeza muy particular, como algo hinchado y duro en el pecho, que está reservada para la pérdida de las cosas que son absolutamente preciosas”. (Este libro fue escrito y se editó antes de la muerte de Arthur).  Sus canciones sobre muerte y violencia son demasiadas para enumerar: por supuesto, su disco más famoso es Murder Ballads (1996) donde la gente muere mucho y de todas las maneras posibles y una de sus canciones más celebradas, “The Mercy Seat” es sobre un condenado a la silla eléctrica. En su trabajo, Nick Cave exploró siempre la violencia, la masculinidad, la muerte y la tristeza. Con frecuencia todo al mismo tiempo. Su imaginario tiene mucho de la desolación de su país natal y de un sentimiento de periferia criminal –Australia nació como colonia penal de Inglaterra: muchos de sus habitantes son descendientes de aquellos delincuentes– pero a esa sensibilidad dada le sumó su imaginario: Leonard Cohen y sus indagaciones en lo sagrado y lo profano, la imaginería del catolicismo con sus cuerpos martirizados y su Dios tan silencioso, el gótico sureño, desde Faulkner hasta Hank Williams y Elvis, la violencia masculina y, sobre todo en los últimos tiempos, la canción de amor alejada de cualquier noción apacible aunque la música de esas baladas es, con frecuencia, celestial. En fin: que el murmullo colectivo hablaba de una especie de retribución cósmica, tanto hablar de muertes ficcionales, tanto regodearse en la sangre y el asesinato y ahora, como en una tragedia griega, la vida le arrojaba este cadáver real a sus pies, el de su propio hijo y en el momento más establecido de su vida y su carrera. Una cruel lección de los dioses. 

Nick Cave mandó guardar Lovely Creatures y se retiró de la vida pública. Estaba escribiendo un disco cuando Arthur murió, apenas demos. Seis meses después, en pleno duelo, todavía en un estado de callada desesperanza, se metió en un estudio a grabarlo. El disco, que insólitamente no fue editado en Argentina, se llama Skeleton Tree. 

Foto de Anton Corbijn para el disco The Boatman´s Call.

El pantano de la tristeza

Nick Cave tenía pocas opciones reales. Podía decidir que la muerte de su hijo fuese un asunto íntimo aunque inevitablemente iba a aparecer en su trabajo futuro, de manera explícita o no; los discos del después de la tragedia iban a ser estudiados y leídos en busca de rastros del duelo. Podía retirarse por tiempo indeterminado. O podía dejar que la pérdida impregnara las nuevas canciones: podía seguir trabajando. Tomó ésta última decisión y fue más allá. La grabación del disco iba a ser documentada por Andrew Dominik, director de cine australiano conocido por The Assasination of Jesse James by the coward Robert Ford, western con Brad Pitt y Casey Affleck y amigo de Nick Cave desde los años ‘80. Con la muerte de Arthur la película sobre el disco debía transformarse en otra cosa y Dominik convenció a Cave y a su familia de atreverse: hacer un documental en 3D, llamarlo One More Time With Feeling (“Una vez más con sentimiento”, frase hecha del inglés levemente irónica que significa repetir algo con entusiasmo cuando, se intuye, no hay tal entusiasmo real) y explorar, en lo posible, cómo se intersectan el duelo y el proceso creativo. La película y el disco son dos cosas distintas pero también son un monstruo conjunto, un monumento a la pena y la pérdida como pocas veces se ha escuchado o visto. 

Es imposible saber, y ya ni Cave lo sabe, qué canciones se empezaron antes de la muerte de Arthur, cuáles fueron completadas en el estudio, cuál es la cronología. En la película, a Cave se lo ve tranquilo y desorientado al mismo tiempo. “Perdí mi voz”, dice. Y es cierto: en todo el disco su voz suena distinta, venida a menos, el barítono afirmativo ausente por completo. Muchas veces se quiebra, siempre parece de resaca: una voz envejecida, cansada. “Me olvidé la letra”, dice y se lo ve dudar y aferrarse a un papel garabeateado como un anciano. “¿Cuándo me volví un objeto de pena para los demás?”, se pregunta el hombre que gusta de caminar el escenario como un forajido, alto y amenazante y atractivo. En un momento, mirando a cámara en su casa de Brighton, le confiesa a Dominik que no sabe lo que hace, que siempre está inseguro. Dominik le pide un ejemplo y Cave le contesta: “Esta película, por ejemplo. No sé si está bien o mal hacerla”. Susie Bick, la esposa, aparece en la película también, llena de sensibilidad, inteligencia y fortaleza rota. También el mellizo, Earl, callado y sonriente. Y los compañeros de banda que no saben cómo comportarse aunque son conmovedores en su aguante torpe. Y Cave intenta reprimir expresiones de dolor porque hay algo del duelo desaforado que, dice, le parece obsceno. “Nosotros lloramos y hablamos de salir adelante pero esta desgracia le pasó a él”. Es verdad y es de una dolorosa generosidad: los que quedan vivos sufren, sí, pero el muerto es un chico de 15 años que quería pasarla bien. “El trabajo sigue”, dice Cave. “A los que les interesa eso, quiero decir que las canciones siguen. Lo creativo cuesta más, pero es también por la edad. Este hecho traumático es un punto fijo. Uno puede alejarse, como si clavara en un mojón una banda elástica. Y la estira y estira, y ese elástico es la vida. Pero, de pronto, no se puede estirar más y bruscamente, de un tirón, se vuelve al mojón traumático. Así es vivir después”.

Las canciones de Skeleton Tree están llenas de ruego y recriminación. Por supuesto hay culpa: lo dice también en la película, “Susie y yo dejamos de prestar atención un segundo y se fue todo a la mierda”. Ella también tiene ideas supersticiosas sobre la muerte de su hijo pero no las enumera en cámara. Él dice, y también tiene razón, que eso pasa con las canciones, con la palabra, con la literatura: a veces son profecía. 

“Jesus Alone”, el primer tema de Skeleton Tree, es de los más escalofriantes. La producción del disco es fría, electrónica, llena de loops y sonidos drone, robóticos, una depresión distanciada, helada como lo profundo del mar. Entre sonidos cetáceos, Cave dice–canta (es difícil diferenciar en este disco intencionalmente incompleto) las primeras líneas: “Caíste del cielo/ Te estrellaste en un campo cerca del río”. Más adelante llega una especie de recriminación: “Sos un hombre viejo sentado junto al fuego, escuchando cómo se retira la niebla del mar/ Sos un recuerdo distante en la mente de tu creador, ¿no te das cuenta?”. Y después el estribillo, un mantra que repite y repite en diferentes entonaciones la misma frase: “Con mi voz, te llamo”. Hay una tenaz falta de resignación, un clamor por los muertos: en la hermosa “Distant Sky” con la soprano danesa Else Torp, se escucha: “Pronto los niños van a levantarse/ Y esto no es para nuestros ojos”. La misma canción dice: “Dijeron que nuestros dioses iban a sobrevivirnos/ Y mintieron”. Incluso canciones de amor como “I Need You” (donde la melodía de la voz y la música parecen peleadas y sin embargo la fusión es perfecta y al mismo tiempo desconcertante) parece estar tratando de salvar a su mujer, a su pareja, a la madre del chico, de un derrumbe total. En la canción del título, “Skeleton Tree”, hay “en la ventana, una vela/ Quizá la puedas ver” y después: “Te llamé, te llamé/ A través del mar/ Pero el eco vuelve vacío/ Y nada es gratis”. Nada es gratis. La superstición de la profecía parece reptar. Pero las últimas palabras del disco y de la canción son otro mantra: “Y todo está bien ahora”. Cierto consuelo o la inevitable resignación. En The Guardian, Mark Mordue, el biógrafo de Nick Cave, escribió: “La música de Cave nunca fue para todo el mundo: demasiado oscura, demasiado alternadamente demoníaca o densamente romántica; demasiado literaria, extraña y grandiosa. Pero él siguió adelante hasta conseguir un lugar junto a sus ídolos Bob Dylan, Leonard Cohen y David Bowie. La conexión entre Skeleton Tree y la despedida pagana de Bowie en Blackstar es imposible de evitar pero uno también podría referirse a Kindertotenlieder (“Canciones sobre la muerte de los niños”) de Gustav Malher para empezar a entender cómo este disco es una obra maestra de duelo y belleza”.

Maquillándose para los shows de Grinderman.

Skeleton Tree también puede inscribirse en una tradición literaria descentrada sobre la muerte de un hijo. En los poemas de Las Contemplaciones (1856) Víctor Hugo lamenta con frecuencia la muerte de su hija Leopoldine, que se ahogó embarazada. “Y en tanto le grito a mi hija: ‘hija mía, estoy aquí/ Levántate’. Alguien se lo prohíbe/ ¡Y que yo no pueda despertar a mi niña!”. Es el mismo clamor de resurrección hacia un dios mudo. Y, más tarde, la resignación en el poema “Mañana, al alba”, cuando Hugo va a ponerle una flor a la joven en la tumba. Mark Twain, que perdió a su hija Susy, de 24 años, por una meningitis, le escribió una elegía que recién se dio a conocer en 2010; en las cartas de la época también usa metáforas oceánicas y dice que su familia está “como en el mar, a la deriva, pordiosera”. Textos más contemporáneos forman un corpus variado: Mortal y rosa (1975) del español Francisco Umbral, es una intensa prosa poética sobre la muerte de su hijo de apenas cinco años: “Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Sólo encontré una verdad en la vida y la he perdido… Lo que queda después de ti, hijo, es un universo fluctuante, sin consistencia, como dicen que es Júpiter, una vaguedad nauseabunda de veranos e inviernos, una promiscuidad de sol y sexo, de tiempo y muerte, a través de todo lo cual vago solamente porque desconozco el gesto que hay que hacer para morirse. Si no, haría ese gesto y nada más.”. También Noches  azules (2011) de Joan Didion, la coda a El año del pensamiento mágico (2005), el dúo de libros donde la escritora californiana se despide de su esposo y su hija. Pero Noches azules es un libro flojo: como si Didion no pudiese, con toda su destreza, dar con las palabras para conjurar la muerte de Quintana. O el hermoso, clínico y a la vez doloroso Lo que no tiene nombre (2013) de la colombiana Piedad Bonett, la crónica de la enfermedad mental y el suicidio de su hijo Daniel a los 28 años. Más recientemente es impactante el breve libro del austríaco Wolfgang Hermann La despedida que no cesa (2016): el autor encontró muerto en la cama a su hijo adolescente y todo el texto se debate entre el duelo y el reproche: “La luz era una gasa sobre las cosas, una gasa que asfixiaba todo lo que aún latía”. Pero aunque Cave es un músico muy “literario” –después de todo también es escritor–, las canciones guardan una diferencia crucial con la literatura. Su intangibilidad, su brevedad y su apelación directa hacen que Skeleton Tree no sea sólo un disco sobre la muerte del hijo y el duelo: este disco se siente como la pérdida, como el dolor particular de este padre en particular. Por eso escucharlo es una experiencia física y mística, un paisaje de desolación existencial que a veces da miedo, como un planeta abandonado –notable que Francisco Umbral mencione a Júpiter en Mortal y rosa y Cave a Saturno en la canción “Rings of Saturn”, como si corrientes subterráneas conectaran estos dolores– o ansiedad como en la taquicárdica “Magneto” o absoluta y desvatadoramente tierno y amoroso, como en el abrazo de “Distant Sky”. Ayuda mucho, claro, la compañía de Warren Ellis, mano derecha actual de Nick Cave, también líder de The Dirty Three, una banda australiana instrumental maravillosa que, ojalá, algún día vuelva a reunirse. Por ahora Ellis se debe a su amigo. Una vez que Skeleton Tree y One More Time With Feeling vieron la luz, Nick Cave y sus Bad Seeds tomaron otra decisión: ahora sí se lanzaría Lovely Creatures, el demorado box-set consagratorio –que no incluye éste último disco: se lo dejó como estaba proyectado– y también emprendería una extensa gira. Ya terminó la parte de EE.UU y Australia, donde el público se entregó con cuidado y en puntas de pie a acompañarlo. Los shows fueron muy profesionales pero se permitieron la cercanía, el abrazo, educadas formas del consuelo, incluso humor. Con los días resultaron exultantes y a él se lo vio si no feliz al menos lleno de energía, en su elemento, sobre el escenario. Aunque, confesó en una entrevista, antes de salir de gira se había pasado un mes en cama. “Vuelve, de repente”, contó. “Es aterrador”. 

Nick Cave accedió a proyectar la película durante la gira, en funciones especiales que terminaron en situaciones insólitas, al menos para él, el señor del traje negro y el pelo de cuervo y la mueca irónica: padres y madres que se levantaban para contar su historia y pedir un abrazo (y recibirlo). La misma escena una y otra vez y la de multitudes en Australia viendo One More Time With Feeling en parques, asistiendo a cómo su héroe transformaba la tragedia en arte. En julio pasado, Nick Cave decía en la revista Uncut: “Ya no quiero hablar demasiado de Arthur porque ahora me siento muy protector del recuerdo que tengo de él. Pero hacer la película y todo lo que pasó después, la reacción de la gente, nos ayudó mucho a Susie y a mi. No podíamos salir adelante de ninguna manera y el regalo de la película que nos hizo Andrew, porque él nos convenció, nos hizo sentir que al fin hicimos algo bueno por nuestro hijo”. En otra entrevista, en The Guardian, volvía sobre el tema: “La gente suele decir que no puede imaginarse cómo es perder a un hijo pero la verdad es que sí se lo pueden imaginar. Hay cosas que nadie se atreve a decir aunque sí se habla mucho del duelo, especialmente esa sabiduría convencional que dice que se hace en soledad. Pero no fue mi caso. Lo que recibimos después de la muerte de Arthur de gente que yo no conocía, en redes sociales, en la calle, gente a la que le gustaba mi música y se acercó, fue extraordinario. La emoción que la película desató en la gente y la manera en que escribieron sobre su propia tristeza fue algo monumental y nos ayudó muchísimo, a mi y a m familia. Inicialmente yo pensaba que sería imposible hacer esto en público. El impulso fue esconderme. Pero resultó que hacer el duelo en público básicamente nos salvó. Por supuesto, hay algo heroico en el sufrimiento solitario, en encerrarse en un mundo de recuerdos, hay algo noble en eso. Lo entiendo. Pero es una ilusión y es muy peligroso. Casi una situación de riesgo de vida. Susie y yo lo entendemos así. Nos vigilamos el uno al otro, prestamos atención para que ninguno de nosotros se cierre”.

Un dibujo original de Cave que viene como regalo en el boxset de Lovely Creatures.

Criaturas celestiales

En coincidencia con la primera parte de la gira, finalmente se editó la lujosa caja Lovely Creatures. Son tres CDS, cada uno con 15 canciones –de 1984 a 2014– y un DVD con más de dos horas de material audiovisual inédito o poco visto (conciertos, tv, entrevistas, de todas las épocas). La evolución de Nick Cave y sus Bad Seeds en estos treinta años es un viaje a lo inesperado en términos musicales y narrativos. El post punk con blues y elementos de la vanguardia en The Firstborn is Dead (1985), Your Funeral, My Trial (1986) o Tender Prey (1988) –discos dominados por el guitarrista alemán Blixa Bargeld, que se fue en 2003– va mutando hasta la perfección de la balada (The Good Son, 1990, The Boatman’s Call, 1997) y se reconvierte en gospel desquiciado con el doble y muy subvalorado Abbatoir Blues/ The Lyre of Orpheus de 2004, después muta en rocanrol atrevido para Dig, Lazarus, Dig!!! de 2008 y desemboca en la música etérea que aporta Warren Ellis con su violín en Push the Sky Away (2010). El cambio musical es notable después de la salida de Mick Harvey en 2008, el hombre orquesta que condujo a la banda tantos años y que dio un paso al costado por cuestiones que no sólo tuvieron que ver con el desgaste de años de complicada compañía sino con un camino musical menos compacto que no le interesa.  

Los ensayos de periodistas, académicos y críticos que acompañan a la caja en un precioso libro con fotos inéditas y regalitos facsimilares –dibujos, entradas, posters– no se preocupan por cronologías o por números puestos: fueron elegidos con un criterio más elástico. Así hablan de cómo logró Cave la mezcla de violencia y tristeza en sus canciones gracias a Leonard Cohen y a escribir con su novia de los ‘80, Anita Lane, o se detienen en una narración coral de la grabación de Dig Lazarus Dig!!! (hablan todos los Bad Seeds), o se analiza hasta la locura “The Mercy Seat”, o se remarca lo “australiano” de su personaje público y de su obra (el humor, por ejemplo; la extranjería), o se ofrecen lecturas de la obra de fans jóvenes que, por ejemplo, nacieron cuando salió el primer disco, From Her to Eternity en 1984. La selección poco respetuosa de los textos que acompañan los discos es bienvenida: a veces estas ediciones pecan de un enciclopedismo que a los fans (y los no tanto) les resulta redundante. 

La mutación narrativa también es obvia después de escuchar estas canciones. En los primeros tiempos, y hasta mediados de los ‘90, Nick Cave era lo que llamaríamos un storyteller, un contador de historias. Pero a partir de la autoreferencialidad de The Boatman’s Call, un disco escrito en parte en rehabilitación y que hablaba con crudeza sobre sus relaciones sentimentales, las letras dan un giro hacia textos no lineales, visionarios, a veces humorísticos pero siempre fragmentados, más cerca de la poesía que de la narrativa. Puede haber retazos de “historias” pero enseguida se desintegran en el absurdo o el surrealismo. Si en “The Carny”, en los 80, recreaba la trama de Freaks de Tod Browning o en “Where The Wild Roses Grow” (famoso dúo con Kylie Minogue de los 90) contaba en una balada el crimen de una mujer (el narrador es el femicida) ahora enumera a sus escritores favoritos en “There She Goes, My Beautiful World” o usa poquísimas palabras para crear un clima paranoico en “We No Who U R” (“Y sabemos quién sos, sabemos donde vivís, y sabemos que no hay necesidad de perdonar”) mientras habla de pájaros y árboles; el video de la canción es de Gaspar Noé, con un resultado tan inquietante como esa música minimalista y obsesiva. “No creo que haya una narrativa en la vida”, dice Cave en One More Time With Feeling. “Antes me aferraba a la narrativa porque necesitaba cierto orden en mi vida, cierta estructura”. Y amplió en una entrevista con The Guardian: “La idea de que vivimos la vida en una línea recta, como en una historia, me parece cada vez más absurda y, sobre todo, una conveniencia intelectual. Creo que los eventos en nuestras vidas son como una serie de campanadas cuyas vibraciones se dispersan afectando a todos y todo, nuestro presente y nuestros futuros pero también el pasado. Todo cambia y vibra y fluye. Intento aplicar eso a la composición de canciones. En una canción como ‘I Need You’ de Skeleton Tree, tiempo y espacio parecen acelerarse y chocar en una especie de big bang de desesperación. Hay un corazón puro pero todo alrededor es caos”.

Hay caos y hay futuro. La gira europea de Nick Cave, después del exitoso tramo por Estados Unidos y Australia, arranca el próximo 24 de septiembre (dos días después de su cumpleaños 60) y termina en noviembre en Grecia. Habrá dos fechas posteriores en Israel y no se sabe si volverá a América Latina, el continente con el que ha sido menos generoso en términos de sus actuaciones (hace veinte años que no toca en Buenos Aires). Su última banda sonora es extraordinaria: la escribió junto a su partenaire constante, Warren Ellis, para War Machine, una sátira sobre Afganistán con Brad Pitt que a pesar del presupuesto y los nombres famosos dio con sus huesos en Netflix y no es de ninguna manera una buena película. Pero la banda de sonido es clásica: si el próximo disco va por este camino puede ser fabuloso. Y pronto se dará a conocer la banda sonora de Snow Wolf, el thriller de Taylor Sheridan (director de Hell or High Water) sobre el crimen de una niña en una reserva de nativos americanos. Es de notar lo cómodo que está Cave lejos de las palabras: de aquel joven verborrágico que gritaba y escupía en The Birthday Party a este magnético silencio. También a principios de septiembre se edita Mercy On Me, la novela gráfica basada en la vida de Cave del historietista Reinhard Kleist: otro paso en la mitificación. Pero él asegura que, aunque parece haber encontrado un camino, el terreno es desconocido. “Escribí y tengo muchas canciones nuevas pero estoy en las dulces praderas de la anarquía, como dice la poeta Stevie Smith. Junto pensamientos e imágenes e ideas sentado en la cama. Ya no trabajo en una oficina. Di la vuelta a la esquina y entré en un paisaje vasto y abierto”.

Todas las imágenes que ilustran esta nota fueron publicadas en el libro del boxset Lovely Creatures.